Mostrando entradas con la etiqueta Libros. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Libros. Mostrar todas las entradas

martes, 29 de septiembre de 2015

"La Respuesta" por Fredric Brown

"La Respuesta" es un cuento corto (hoy diríamos casi un "micro-cuento") de Fredric Brown publicado originalmente en el libro Angels and Spaceships (1954)



LA RESPUESTA

Dwar Ev soldó ceremoniosamente la última conexión con oro. Los ojos de una docena de cámaras de televisión le contemplaban y el subéter transmitió al universo una docena de imágenes sobre lo que estaba haciendo. 

Se enderezó e hizo una seña a Dwar Reyn, acercándose después a un interruptor que completaría el contacto cuando lo accionara. El interruptor conectaría, inmediatamente, todo aquel monstruo de máquinas computadoras con todos los planetas habitados del universo - noventa y seis mil millones de planetas - en el supercircuito que los conectaría a todos con una supercalculadora, una máquina cibernética que combinaría todos los conocimientos de todas las galaxias. 

Dwar Reyn habló brevemente a los miles de millones de espectadores y oyentes. Después, tras un momento de silencio, dijo: 

- Ahora, Dwar Ev. 

Dwar Ev accionó el interruptor. Se produjo un impresionante zumbido, la onda de energía procedente de noventa y seis mil millones de planetas. Las luces se encendieron y apagaron a lo largo de los muchos kilómetros de longitud de los paneles. 

Dwar Ev retrocedió un paso y lanzó un profundo suspiro. 

- El honor de formular la primera pregunta te corresponde a ti, Dwar Reyn. 

- Gracias - repuso Dwar Reyn -, será una pregunta que ninguna máquina cibernética ha podido contestar por sí sola. 

Se volvió de cara a la máquina. 

- ¿Existe Dios? 

La impresionante voz contestó sin vacilar, sin el chasquido de un solo relé. 

- Sí, ahora existe un Dios. 

Un súbito temor se reflejó en la cara de Dwar Ev. Dio un salto para agarrar el interruptor. 


Un rayo procedente del cielo despejado le abatió y produjo un cortocircuito que inutilizó el interruptor.




viernes, 19 de diciembre de 2014

Fragmento de "The Real Frank Zappa Book" (V Parte)



Nuevo fragmento del libro "The Real Frank Zappa Book" (de F.Z. y Peter Occhiogrosso). Acá pueden leer la PRIMERA, SEGUNDA, TERCERA, Y CUARTA PARTE

Traducción: Mazzu


¿Ya la Estamos Pasando Bien?




Durante los primeros días, cuando Paul Buff aún era dueño del estudio, conocí a Ray Collins. Ray había cantado en varios grupos de R&B desde mediados de los años cincuenta, y había grabado con Little Julian Herrera and the Tigers. En 1964, se ganaba la vida trabajando como carpintero, y los fines de semana cantaba con un grupo llamado the Soul Giants en un bar en Pomona llamado the Broadside.

Al parecer se metió en una pelea con su guitarrista, Ray Hunt, le dio un puñetazo, y el guitarrista dejó el grupo. Necesitaban un sustituto, así que me sumé para los fines de semana.

The Soul Giants eran una banda de bar bastante decente. Me gustaba especialmente Jimmy Carl Black, el baterista, un indio cherokee de Texas con un interés casi antinatural por la cerveza. Su estilo me recordaba al baterista con gran ritmo en los viejos discos de Jimmy Reed. Roy Estrada, que era mexicano-estadounidense y también había sido parte de la escena de R&B de Los Angeles desde los años cincuenta, era el bajista. Davy Coronado era el saxofonista y líder de la banda.

Toqué durante un tiempo, y una noche sugerí que empezáramos a componer material original para así poder conseguir un contrato de grabación. A Davy no le gustó la idea. Le preocupaba que si tocábamos material original nos despedirían de todos los buenos bares en los que estábamos trabajando.

Las únicas cosas que los dueños de los clubes querían que las bandas tocaran en aquel entonces eran “Wooly Bully”, “Louie Louie” y “In the Midnight Hour”, ya que si la banda tocaba algo original nadie bailaba, y cuando se no baila, no se bebe.

A los otros tipos de la banda les gustó mi idea del contrato de grabación y querían probar el material original. Davy abandonó la banda. Resultó que Davy tenía toda la razón - no podíamos mantener ningún trabajo. Uno de los lugares de los que fuimos despedidos fue el Tomcat-a-Go-Go en Torrance. Durante ese período de la Historia Musical Americana, cualquier cosa que terminara con “a-Go-Go” estaba realmente a la moda. Todo lo que se requería de uno, si uno era un músico que deseaba un trabajo estable, era tocar cinco tandas de canciones de ritmo fuerte por noche, mientras las chicas con vestidos de flecos bailaban el twist, como si ese movimiento corporal en particular resumiera toda la estética preferida del bebedor de cerveza serio.

Los grupos que acaparaban la mayoría de los trabajos eran los que simulaban ser ingleses. A menudo eran bandas de surf que usaban pelucas para que pareciera que tenían el pelo largo, o añadían la palabra Beatles en alguna parte del nombre de la banda – ya me entienden. Había grupos de clones de los Beatles por todas partes. Nosotros no teníamos el pelo largo, no teníamos uniformes para la banda y éramos más feos que la mierda. Éramos, en el sentido bíblico de la palabra, INCONTRATABLES.

Una ex tienda de zapatos con licencia para vender cerveza en Norwalk también nos despidió. Por supuesto, la paga no era muy buena: quince dólares por noche, dividido entre cuatro.

No tenían escenario, así que nos pidieron que tocáramos en un rincón, rodeado por mesas sobre las que tres mujeres de mediana edad (el orgullo de Norwalk - tal vez parientes del propietario), con cancanes color canela oscuro que ocultaban lo que parecía ser queso Roquefort moldeado en la forma de piernas humanas, zarandeaban sus pútridos flecos en nuestras caras mientras tocábamos (así es, lo han adivinado) “Louie Louie”.


Cómo Conseguimos Nuestro Primer Manager




Mientras vivía en el bungalow donde mi estómago casi explotó (1964), me encontré con Don Cerveris de nuevo. En esa ocasión, Don me presentó a un amigo suyo llamado Mark Cheka, un ‘artista pop’ del East Village de Nueva York. Mark tenía unos cincuenta años y usaba boina. Vivía en West Hollywood con una camarera del Ash Grove llamada Stephanie, que también tenía pinta de beatnik.

El foco principal de su trabajo era un grupo de pinturas grandes que se parecían a los blancos que usa la policía en el departamento de tiro, diseñados para ser vistos bajo luces parpadeantes, que daban la ilusión de que las siluetas saltaban de un lado al otro. Esto me pareció un poco desconcertante - pero ¿qué carajo sé yo de arte? Pasamos el rato y nos reímos bastante, a pesar de los blancos.

Yo había llegado a la conclusión de que la banda necesitaba un manager, y había pensado (¡Ay! ¡Cómo iba a lamentarlo!) que la persona requerida para esta importante tarea tenía que ser alguien con cierta ‘base artística’. Sólo de esa manera, pensé, nuestra estética sería comprendida, y, una vez que hubiéramos adquirido un manager con dicha sensibilidad, nuestro éxito futuro en el mundo del espectáculo estaría asegurado.

Así que convencí a Mark para que realizara el misterioso viaje a Pomona (ochenta kilómetros al este), donde podría escuchar a the Mothers, en vivo, en el Broadside. ¿Qué sabía yo sobre ser manager? Le pregunté si quería manejar el grupo y conseguirnos algunas fechas para seguir adelante.

Él realmente no sabía cómo hacerlo. ¿Qué sabía él sobre ser manager? Trajo a un tipo llamado Herb Cohen, que manejaba algunos grupos folk y folk-rock y andaba buscando otras bandas. Con el tiempo se convirtieron en managers conjuntos de nuestra banda, con un contrato negociado ‘en nombre del grupo’ por el hermano de Herb, un abogado llamado Martin (Mutt) Cohen.

De repente teníamos a un Verdadero Manager de Hollywood - un profesional de la industria que había conseguido fechas para grupos en Verdaderos Clubes Nocturnos de Hollywood durante años, y que presumiblemente haría lo mismo por nosotros. Después de haber sido forzados (a un alto costo) a anotarnos en la Unión de Músicos (local 47), empezamos a cobrar un poco mejor; sin embargo, nuestro nuevo equipo de managers altamente cualificado estaba tomando el quince por ciento de la paga. Casi de un día para el otro pasamos del nivel de muertos de hambre al nivel de pobreza estándar.


La Temprana Escena Freak de L.A.





En el Día de la Madre de 1964, el nombre de la banda fue cambiado oficialmente a The Mothers. Habíamos empezado a construir un pequeño grupo de seguidores en el circuito subterráneo psicodélico.

Había una ‘escena’ evolucionando en LA en ese momento - algo muy diferente a la ‘escena’ de San Francisco. San Francisco a mediados de los años sesenta era muy chovinista, y etnocéntrico. Según la manera de pensar de los friscoides, todo lo que venía de su ciudad era verdaderamente artístico e importante, y cualquier cosa que viniera de cualquier otro lugar (especialmente de L.A.) era una mierda. La revista Rolling Stone ayudó a promover esta ficción en todo el país. Una de las razones por la cual los músicos se mudaban a San Francisco era para ser certificados como parte de la Onda Verdadera. La otra era el ‘bono de Kool-Aid’ en los recitales de Grateful Dead.

La escena de Los Angeles era mucho más extraña. No importa cuán ‘paz-y-amor’ intentaran ser las bandas de San Francisco, finalmente tenían que venir al sur, hasta el viejo y malvado Hollywood, para conseguir un contrato discográfico. Mi recuerdo es que el adelanto en efectivo más alto pagado por el contrato de un grupo durante ese tiempo fue para Jefferson Airplane - unos sorprendentes y asombrosos veinticinco mil dólares, una suma de dinero inaudita.

Los Byrds eran el alfa y el omega del rock de Los Angeles por ese entonces. Eran ‘La Banda’ - y luego un grupo llamado Love fue ‘La Banda’. Había unos cuantos grupos ‘psicodélicos’ que en realidad nunca llegaron a ser ‘La Banda’, pero que aún podían encontrar trabajo y obtener contratos discográficos, incluyendo la West Coast Pop Art Experimental Band, Sky Saxon and the Seeds y the Leaves (conocidos por su versión de “Hey, Joe”).

Cuando fuimos por primera vez a San Francisco, durante los tempranos días de Family Dog, parecía que todo el mundo usaba la misma ropa, una mezcla de barbarismo y viejo oeste - tipos con bigotes franceses, chicas con vestidos estilo polisón con plumas en el cabello, etc. Por el contrario, el vestuario en LA era más aleatorio y extravagante.

Musicalmente, las bandas del norte tenían un estilo un poco más country. En L.A., era folk-rock a morir. Todo tenía aquel puto acorde Re al fondo del mástil, donde uno mueve el meñique como en “Needles and Pins”.

El blues era aceptable en San Francisco, pero no lo era en absoluto en Hollywood. Me acuerdo de la Butterfield Blues Band tocando en The Trip. Gustaban en todas partes del país, pero la gente de LA hubiera preferido escuchar “Mr. Tambourine Man”.

Gente Normal

Yo había visto a Lenny Bruce varias veces en el Canter Deli, donde solía sentarse en una mesa de adelante con Phil Spector a comer knackwurst. En realidad no hablé con él hasta que abrimos para uno de sus shows en el Fillmore West en 1966. Lo conocí en el vestíbulo y le pedí que firmara mi tarjeta de reclutamiento. Me dijo que no - no quiso ni tocarla.

En ese momento Lenny vivía con un tipo llamado John Judnich. John se ganaba la vida a tiempo parcial alquilando equipos de sonido a los grupos locales. El sistema de vanguardia por entonces constaba de dos parlantes Altec A-7 alimentados por un amplificador de 200 vatios, y sin sistema de monitoreo (aún no había sido inventado - los magos del audio de la vieja escuela habían convencido a todo el mundo de que era imposible poner un micrófono tan cerca de los altavoces). Los vocalistas no tenían forma de saber lo que estaban cantando - sólo podían oír sus voces rebotando en la pared del fondo, saliendo de los parlantes principales. Nosotros usamos los equipos de Judnich para tocar en el Shrine Exposition Hall (de cinco mil asientos). John solía visitarnos de vez en cuando, y fue en una de esas ocasiones que nos presentó a “Crazy Jerry”, (el Loco Jerry).




Jerry tenía unos treinta y cinco o cuarenta años, y había estado entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas durante años. Era adicto a las anfetas. Cuando era niño, su madre (que trabajaba para el Departamento de Libertad Condicional) le regaló una copia de la Anatomía de Gray. Lo leyó obedientemente y notó que en algunas de las ilustraciones de los músculos decía, “tal músculo y tal otro músculo, cuando están presentes...”, y así fue que Jerry se propuso desarrollar esos músculos “supuestamente presentes” en el cuerpo humano. Él inventó ‘aparatos de ejercicio’ para aquellas “áreas especiales” que no habían estado ocupadas por tejido muscular desde que el libro fue escrito.

No se veía como un culturista, pero era muy fuerte. Podía doblar barras de acero torsionado (las varillas que se utilizan para reforzar el hormigón) colocándolas en la parte posterior de su cuello y empujando hacia adelante con los brazos. Como resultado de esta experimentación personal, le habían brotado bultos extraños en todo el cuerpo - pero eso sólo era el comienzo.

En algún momento, Jerry descubrió que amaba la electricidad - tal vez incluso era adicto a ella –. Le encantaba recibir descargas, y había sido arrestado varias veces cuando algunos vecinos desprevenidos de los suburbios lo habían encontrado en sus patios, con la cabeza apretada contra el medidor de electricidad - sólo porque quería estar cerca del aparato.

Él y un amigo una vez saltaron la cerca de la subestación de energía de Nichols Canyon por la misma razón. El amigo casi muere electrocutado. Jerry escapó.

Vivió un tiempo en Echo Park, con un tipo llamado “Wild Bill el Coge-Maniquíes” en una casa llena de maniquíes de tienda. Wild Bill era un químico que fabricaba anfetas. Jerry solía transportar enseres e ingredientes por la empinada colina hasta el laboratorio, a cambio de alojamiento y drogas gratuitas.

Wild Bill tenía un hobby. Los maniquíes en la casa habían sido pintados y equipados con prótesis de goma de modo que pudiera cogérselos. En ocasiones festivas, invitaba a las personas a “cogerse a su familia” - incluyendo un pequeño maniquí de niña (llamada Caroline Cuntley).




Jerry quería ser músico, así que aprendió a tocar el piano utilizando un espejo. Me dijo que miraba sus manos en un espejo, ya que esto hacía que la distancia entre las teclas se viera más pequeña, y le resultaba mucho más fácil aprender de esa manera. También llevaba un sombrero de metal (un colador invertido) porque tenía miedo de que las personas trataran de leer su mente.

Una mañana, mi esposa Gail y yo despertamos y encontramos al Loco Jerry colgando de sus rodillas - como un murciélago - de la rama de un árbol en nuestro patio trasero, justo frente a la ventana del dormitorio. Más tarde esa noche, en el sótano, hice una grabación de su historia de vida.

Él no tenía ni un diente, así que le era difícil hablar, pero en el transcurso de un par de horas nos enteramos de que, una vez, cuando estaba en “La Institución” y le estaban inyectando Thorazine, pudo escapar, saltar una valla de tres metros, y burlar a los guardias.

Fue a la casa de su madre para esconderse. Las puertas estaban cerradas, así que se arrastró por debajo de la casa y entró a la cocina a través del cajón del pan. Se metió en la cama y se durmió. Su madre, la oficial de libertad condicional, llegó a casa, lo encontró y lo entregó de nuevo.

En comparación con Jerry y Bill, Lenny Bruce era bastante normal. En ese momento, según Judnich, Lenny solía permanecer despierto toda la noche vestido con ropas de doctor, escuchando marchas de Sousa y trabajando en sus declaraciones legales. El sur de California era bastante colorido en aquellos días - pero luego vinieron un par de administraciones republicanas y ¡puf!

¿Duque de Qué?





En 1965 sólo había tres clubes en Hollywood que lo eran todo términos de ser visto por un representante de alguna compañía discográfica, todos ellos propiedad de la misma ‘organización étnica’.

Uno se llamaba The Action, otro The Trip, y el otro era el Whisky-a-Go-Go.

The Action era un lugar donde los actores y personalidades de la televisión iban a pasar el rato con prostitutas; el Whisky era la residencia permanente de Johnny Rivers, quien tocó allí durante años; y The Trip era el gran escaparate donde tocaban todos los grupos que ya habían grabado cuando venían a la ciudad - Donovan, la Butterfield Blues Band, Sam the Sham and the Pharaohs; bandas como esas tocaban allí.

Había algunos otros clubes en la ciudad, pero no tenían el mismo estatus que esos lugares. Un nuevo grupo que venía a insertarse en el circuito debía iniciarse en the Action; entonces, tal vez durante el día libre de Johnny Rivers, podía tocar en el Whisky (pero no conseguían que su nombre figurara en la marquesina, que aún diría “Johnny Rivers”), y, si lograban firmar un contrato discográfico, llegaban a tocar en the Trip. Eventualmente nosotros conseguimos una fecha en The Action.

En la noche de Halloween de 1965, durante el descanso antes del último set, yo estaba sentado en los escalones del frente del lugar, con pantalones de trabajo color caqui , sin zapatos, una camisa de baño de 1890 y un sombrero hornburg negro con la parte superior abierta hacia arriba.

John Wayne llegó vestido de esmoquin, junto a dos guardaespaldas, otro tipo y dos mujeres con vestidos de noche - todos muy borrachos.

Al subir los escalones, me agarró, me levantó y me empezó a palmear la espalda, gritando: “te vi en Egipto y estuviste genial. . . ¡y luego me arruinaste!

Sentí una aversión inmediata hacia el tipo. Recuerden, todo tipo de gente del espectáculo iba a este club, desde Warren Beatty a Soupy Sales, por lo que no era raro que alguien como “el Duque” apareciera. El lugar estaba lleno. Cuando me subí al escenario para comenzar el último set, anuncié: “Señoras y señores, como ustedes ya saben, es Halloween. Íbamos a tener algunos invitados importantes aquí esta noche - esperábamos a George Lincoln Rockwell, jefe del Partido Nazi Americano – pero, por desgracia, no pudo venir - pero aquí está John Wayne.

Tan pronto como dije eso, él se levantó de la mesa, tambaleó hasta la pista de baile, y empezó a hacer un discurso. Incliné hacia el micrófono hacia abajo para que todos pudieran oírlo; decía algo en la línea de “... y si me eligen, prometo...” En ese momento, uno de sus guardaespaldas lo agarró y lo hizo sentarse. El otro empujó el micrófono de nuevo al escenario y me dijo que me tranquilizara o iba a tener GRANDES  PROBLEMAS.

Al final del espectáculo, el gerente del club se me acercó y me dijo: “Sé amable con el Duque, porque cuando se pone así comienza a lanzar billetes de cincuenta dólares alrededor”.

Tuve que pasar al lado de su mesa cuando bajé del escenario. Mientras pasaba, él se levantó y aplastó mi sombrero de un golpe. Me lo quité y lo acomodé. Al parecer, esto le molestó, mientras gritaba, “¿no te gusta mi forma de arreglar los sombreros? He estado arreglando sombreros durante cuarenta años”. Puse el sombrero de nuevo en mi cabeza y él volvió a aplastarlo. Le dije: “ni siquiera voy a darte la oportunidad de pedir disculpas”, y me fui.

Cómo Llegamos a Nuestro Primer Contrato Discográfico

No mucho tiempo después de eso, Johnny Rivers se fue de gira y fuimos contratados como reemplazo temporal en el Whisky-A-Go-Go. Por casualidad, Tom Wilson, un productor de la MGM Records, estaba en la ciudad. Estaba en otro club, en The Trip, mirando un ‘grupo grande’. Herb Cohen lo convenció de hacer una visita rápida al Whisky. Él llegó mientras estábamos tocando nuestro ‘GRAN BOOGIE’ - el único que sabíamos, totalmente no representativo del resto de nuestro material.

Le gustó y nos ofreció un contrato de grabación (pensando que había contratado a la banda de blues blanca con los tipos más feos del sur de California), y un avance de dos mil quinientos dólares.

El presupuesto normal de un LP por aquellos días era de seis a ocho mil dólares. La mayoría de los álbumes consistían en los lados A y B del hit del artista, además de otras siete u ocho “canciones de relleno” - lo suficiente para satisfacer el tiempo mínimo contractual por lado (quince minutos).

La otra norma industrial era que la mayoría de los grupos no tocaban realmente sus propios instrumentos en las pistas básicas de sus álbumes. Llegaban colocados y tocaban la canción un par de veces, después el productor o el tipo de la A&R la cortaban, y a continuación, los músicos de estudio se la aprendían y la tocaban de manera afinada, y con “buen ritmo”. Había un montón de “especialistas de sesión” que hacían las veces de fantasmas de los actos principales en aquella época (los Monkees eran el ejemplo clásico de uno de estos actos).

Nosotros tocamos todas nuestras pistas básicas en Freak Out!, con el agregado de los músicos de estudio sólo para el color orquestal.

Freaks Hambrientos

Wilson tenía su base de operaciones en Nueva York, y había vuelto allí después de reservarnos las fechas para las sesiones. Nosotros estábamos en la quiebra. MGM no nos había dado el adelanto de inmediato - el dinero iba a venir después. El productor de Run Home Slow, Tim Sullivan, todavía me debía algo de dinero por la banda sonora. Cuando finalmente lo pude ubicar, él estaba trabajando en un edificio en Seward Street, en Hollywood (las antiguas instalaciones de Decca).

No tenía dinero en efectivo, pero, en lugar del pago, nos dejó utilizar su lugar para ensayar. Teníamos la mejor sala de ensayos que cualquier banda podía desear, pero estábamos muertos de hambre. Recogíamos botellas de refresco y las vendíamos, utilizando las ganancias para comprar  pan blanco, mortadela y mayonesa.

Hungry Freaks, Daddy



Gracias, Jesse




Finalmente, llegó el día de la primera sesión – a eso de las tres de la tarde en un lugar llamado TTG Recorders, en el Sunset Boulevard de la Avenida Highland.

El representante contable de MGM Records era un viejo avaro llamado Jesse Kaye. Jesse caminaba con sus manos detrás de la espalda, marcando el ritmo en el piso mientras estábamos grabando, asegurándose de que nadie se pasara más allá de las tres horas asignadas para cada sesión. Durante un descanso, fui a la cabina de control y le dije: “Mira, Jesse, tenemos un pequeño problema. Nos gustaría cumplir los horarios. Nos gustaría tener todo listo en tres horas – estas tres gloriosas horas que nos has dado para hacer este disco - pero no tenemos dinero y estamos hambrientos. ¿Podrías prestarnos diez dólares?

Había un restaurante drive-in en la planta baja del estudio, y pensé que diez dólares (era 1965) serían suficientes para alimentar a toda la banda y así continuar con la sesión. Bueno, la reputación de Jesse era tal que, si alguien lo había visto prestar dinero a un músico, era porque estaba realmente arruinado. No dijo que sí pero tampoco dijo que no. Me alejé, pensando que eso era todo - no iba a preguntarle nada más. Volví a entrar en el estudio y me preparé para la siguiente toma. Jesse entró. Tenía las manos detrás de su espalda. Se acercó a mí, de manera casual, y fingió darme la mano. Había un billete de diez dólares enrollado en la palma de su mano. Trató de dármelo, pero yo no me di cuenta de lo que estaba pasando, y el dinero cayó al suelo. Puso una cara como de “¡Oh, mierda!” y lo recogió rápidamente, esperando que nadie lo hubiera visto, y lo puso en mi mano. Sin este acto de bondad de Jesse, el álbum Freak Out! no habría existido.






miércoles, 12 de noviembre de 2014

FRAGMENTO DE "SUPERVIVIENTE" DE CHUCK PALAHNIUK

"Superviviente" (1999) de Chuck Palahniuk



Tal y como vivo es difícil incluso empanar un filete. Algunas noches es diferente: a veces es pescado, o pollo. Pero en cuanto tengo una mano pringada de huevo y en la otra sostengo la carne me llama alguien con problemas. Casi cada noche de mi vida es así, últimamente. Esta noche es una chica la que me llama desde dentro de una disco atronadora. La única palabra que entiendo es «detrás». Dice: —Gilipollas. Dice algo que podría ser «cada» o «nada». La cosa es que no te puedes poner a rellenar los espacios en blanco, así que ahí estoy, en la cocina, solo y gritando para que se me oiga por encima de la tralla discotequera de donde sea. Ella suena joven y agotada, así que le pregunto si va a confiar en mí. Si está cansada de que le duela. Si sólo hay una forma de acabar con tu dolor, le pregunto, ¿lo harás? Mi pez nada muy excitado en su pecera, encima de la nevera, así que le echo un Valium en el agua. Le estoy gritando a esa chica que si ya ha tenido bastante. Le estoy gritando que no me voy a quedar a oírla quejarse. Quedarme aquí a intentar arreglarle la vida es una pérdida de tiempo. La gente no quiere que les arregles la vida. Nadie quiere que le solucionen sus problemas. Sus dramas. Sus congojas. Ni quieren resueltas sus historias. Ni sus líos. Porque ¿qué les quedaría? Sólo lo desconocido, grande y aterrador. La mayoría de los que me llaman ya saben lo que quieren. Los hay que quieren morir pero me piden primero permiso. Los hay que quieren morir y necesitan un poco de ánimo. Un empujoncito. A alguien dispuesto a suicidarse no le queda mucho sentido del humor. Una palabra en falso y a la semana siguiente ya son una necrológica. Aunque la mitad de las llamadas que recibo casi no las escucho. Con la mayoría, decido quién vive y quién muere por el tono de voz. Con la chica de la disco no estamos yendo a ninguna parte, así que le digo que se mate. Ella dice: —¿Qué? Mátate. Ella dice: —¿Qué? Inténtalo con barbitúricos y alcohol y la cabeza metida en una bolsa de plástico. Ella dice: -¿Qué? No se puede empanar bien un filete sólo con una mano, así . que le digo que ahora o nunca. O lo hace o no lo hace. Yo estoy con ella. No va a morirse sola, pero no tengo toda la noche. Lo que parece parte de la música es ella, que se pone a llorar muy fuerte. Entonces cuelgo. Además de empanar un filete, esa gente quiere que les enderece la vida.



Con el teléfono en la mano, intento con la otra que las migas se queden pegadas. No tendría que ser tan difícil. Se moja el filete en huevo. Se sacude para escurrirlo y se echa el pan rallado. El problema del filete es que no sé poner bien el pan rallado. Hay sitios en que el filete está sin tapar. En otros hay tanto pan que no se sabe lo que hay dentro. Antes, esto solía ser una risa. Te llama la gente al borde del suicidio. Llaman mujeres. Me quedo aquí sólito, con mi pez, solo en esta cocina sucia empanando chuletas de cerdo o vete a saber qué, vestido sólo con unos calzoncillos y escuchando los rezos de alguien Administrando redención y castigo. Me llama un tío, cuando ya me he ido a dormir. Las llamadas seguirían toda la noche si no desenchufase el teléfono. Algún capullo me llama de noche, después de que cierren los bares, para decirme que está sentado de piernas cruzadas en el suelo de su apartamento. No puede dormir sin que le asalten horribles pesadillas. Ve en sueños cómo se estrellan aviones llenos de gente. Es todo muy real, y nadie quiere ayudarle. No puede dormir. Me cuenta que tiene un rifle apoyado en la barbilla, y me pide que le dé un buen motivo para no apretar el gatillo. No puede vivir conociendo el futuro y sin poder hacer nada para salvar a nadie. Me llaman los victimistas. Los sufridores crónicos. Llaman. Interrumpen mi propio tedio. Es mejor que la televisión. Yo le digo que adelante. Estoy medio dormido. Son las tres de la madrugada, y mañana he de trabajar. Le digo que se dé prisa, antes de que me duerma, y apriete el gatillo. Le digo que este mundo no es tan hermoso como para quedarse y sufrir. Como mundo no es gran cosa. Mi trabajo se trata de que trabajo la mayoría del tiempo para una compañía de limpieza. Marmitón a tiempo completo. Dios a tiempo parcial. Experiencias anteriores me han enseñado a apartar el auricular de la oreja cuando oigo el clic del gatillo. Suena una explosión, un momento de ruido estático y el auricular cae al suelo en algún lugar. Soy la última persona que ha hablado con él, y me vuelvo a dormir antes de que se apague el eco del disparo en mis oídos. La semana que viene hay que buscar la necrológica, quince centímetros escasos que no cuentan nada importante. Hay que buscar la necrológica, si no, no hay manera de saber si pasó de verdad o fue un sueño. No espero que me entendáis. Es otro estilo de diversión. Ese tipo de control es como un chute. Pone en la necrológica que el de la escopeta se llamaba Trevor Hollis, y saber que era una persona real me hace sentir de maravilla. Si es asesinato o no lo es, depende de lo responsable que quieras sentirte. Ni siquiera puedo decir que lo de las intervenciones críticas fuese mi idea. La verdad es que este mundo es terrible, y yo acabé con su sufrimiento. La idea me llegó por casualidad, cuando un periódico sacó un artículo sobre una línea de ayuda para crisis graves. El teléfono que salía en el periódico era el mío por equivocación. Un error tipográfico. Nadie leyó la fe de errores del día siguiente, y la gente empezó a llamarme día y noche para contarme sus problemas.



Por favor, no piensen que estoy aquí para salvar vidas. En lo de ser o no ser, no soy yo quien toma decisiones. Y no crean que estoy por encima de hablar así con mujeres. Mujeres vulnerables. Paralíticas emocionales. Casi me contratan en McDonald's una vez, y eso que sólo pedí el trabajo para conocer chicas jóvenes. Chicas negras, hispanas, blancas, chicas chinas, en el mismo formulario pone que McDonald's contrata todo tipo de razas y grupos étnicos. Eso son chicas, chicas y más chicas, al estilo bufé. En el formulario pone también que si tienes una de las enfermedades siguientes: Hepatitis A Salmonella Shigella Staphilococcus Giardia o Campylobacter, no puedes trabajar con ellos. Ésa es una garantía mejor que la que tienes si conoces a chicas en la calle. Todo cuidado es poco. En McDonald's por lo menos consta que está limpia. Además, hay muchas posibilidades de que sean jóvenes. Jóvenes y con granos. Con risitas de joven. Tontitas como jóvenes, y tan idiotas como yo. Chicas de dieciocho, diecinueve o veinte años. Sólo quiero hablar con ellas. Chicas de residencia universitaria. En su último año de instituto. Menores emancipadas. Es lo mismo con esas suicidas que me llaman. La mayoría son muy jóvenes. Lloran, con el pelo mojado pegado a la cara, en un teléfono público bajo la lluvia, y llaman para que las rescate. Me llaman, acurrucadas desde hace días en la cama. Mesías, me llaman. Salvador. Sorben la nariz y se atragantan y me cuentan con todo detalle lo que yo quiero. Algunas noches es maravilloso oírlas en la oscuridad. La chica confía del todo en mí. Con el teléfono en una mano, puedo imaginarme que la otra mano es ella. No es que quiera casarme. Admiro a la gente que es capaz de comprometerse con un tatuaje. Cuando el periódico publicó el número de teléfono correcto, las llamadas empezaron a cesar. De la cantidad de gente que me llamaba al principio, los que no están muertos están cabreados conmigo. Ya no llamaba nadie nuevo. Al final no me aceptaron en McDonald's, así que hice un puñado de pegatinas grandes. Las pegatinas tenían que destacar. Tienen que ser fáciles de leer de noche para alguien que llora drogado o borracho. Las pegatinas que uso son en blanco y negro, y las letras dicen: «Date otra oportunidad, a ti y a tu vida. Si necesitas ayuda, llama.» Y mi número de teléfono. La segunda versión era: «Si eres una joven de sexualidad irresponsable con problemas de bebida, pide ayuda. Llama a…», y mi número de teléfono. Creedme. No hagáis este tipo de pegatinas. Con este tipo de pegatinas, irá alguien de la policía a haceros una visita. Con el número de teléfono pueden utilizar un listado inverso y señalaros como criminales en potencia. A partir de entonces, en cada llamada que hagáis se oirá el clic clic clic que indica que el teléfono está pinchado. Creedme. Si usáis el primer modelo de pegatina, llamará gente que confiesa sus pecados, que se queja, que pide consejo, que busca aprobación. A las chicas que se conocen así nunca les falta mucho para acabar de hundirse en la miseria. Hay un harén de mujeres aferradas al teléfono, al límite, que ruegan que por favor las llames. Por favor. Podéis decir si queréis que soy un depredador sexual, pero cuando pienso en depredadores pienso en leones o tigres, en grandes felinos, en tiburones. Ésta no es una relación entre un depredador y su presa. No es entre carroñero, buitre o hiena contra carroña. No es entre parásito y huésped. Todos juntos somos miserables. Es lo opuesto a un crimen sin víctimas. Lo más importante es poner las pegatinas en los teléfonos públicos. Valen la pena las cabinas mugrientas cercanas a puentes con fuertes corrientes de agua. Probad a ponerlas cerca de los tugurios de los que echan a la gente sin sitio adonde ir. En menos que canta un gallo estaréis en danza. Os hará falta un auricular de esos que suena como si uno hablase desde muy dentro de algo. Entonces llamará la gente con una crisis y oirán tirar de la cadena. Oirán el rugido de la batidora, y sabrán que os la trae floja. Estos días me hace falta uno de esos receptores inalámbricos de telefonista. Una especie de walkman de la miseria humana. A vida o muerte. Sexo o muerte. Así se pueden tomar decisiones a vida o muerte con las manos libres a cada momento, cuando la gente llama para confesar su horrible crimen. Entonces imparto penitencia. Condeno a la gente. Les doy a tíos desquiciados el teléfono de tías en su misma situación. Igual que con la mayoría de rezos, el grueso de lo que uno oye son quejas y ruegos. Ayúdame. Escúchame. Guíame. Perdóname. Vuelve a sonar el teléfono. Me es casi imposible hacer bien la fina capa de migas del filete, y la del teléfono es una chica nueva que llora. Le pregunto de entrada si va a confiar en mí. Le pregunto si me lo contará todo. Mi pececito y yo nadamos juntos en el mismo sitio. Parece que haya sacado el filete del cajón de arena del gato. Para calmar a esa chica y conseguir que me escuche le cuento la historia de mi pez. El de ahora es el pez seiscientos cuarenta y uno de toda una vida de peces. Mis padres me compraron el primero para enseñarme a amar y cuidar otra criatura del Señor. Pasados seiscientos cuarenta peces, lo único que sé es que todo lo que uno ama se muere. Cuando conoces a alguien especial, puedes estar seguro de que un día caerá muerto al suelo.


sábado, 25 de mayo de 2013

La Muerte de Rasputín (por Henri Troyat)

La Muerte de Rasputín (del libro "Rasputín" de Henri Troyat)




Después de esto, la violenta requisitoria de Purichkevich contra el staretz en la Duma añade leña al fuego. Hombre de sacudones y de violencias, este diputado de extrema derecha es conocido por su culto de la monarquía, su antisemitismo visceral y su obsesión por los complots revolucionarios. Por todas partes huele intrigas y traiciones. Paladín de la guerra a ultranza, no se contenta con palabras y organiza ambulancias, puestos de socorro y cantinas para los soldados. Con sus ataques contra Rasputín ante la Asamblea Legislativa, ha eliminado los últimos escrúpulos de su joven oyente. Éste se reúne con él en su tren sanitario el 21 de noviembre de 1916. Los dos están de acuerdo en la urgencia de suprimir la "bestia inmunda". Al día siguiente, vuelven a encontrarse en el palacio Yusupov, con Sukhotin y el gran duque Dimitri. Félix expone su plan desde el principio: sugiere atraer a Rasputín a su palacio pretendiendo, para entusiasmarlo, que su mujer está deseosa de conocerlo. En realidad, la princesa Irina está pasando una temporada en Crimea con sus suegros. Pero Rasputín no lo sabe. Muy aficionado a los encuentros femeninos, responderá sin desconfianza a la invitación del príncipe. Falta decidir el medio a emplear para matarlo. Sería imprudente hacerlo a pistola porque el palacio Yusupov está situado frente a una comisaría y los disparos no dejarían de alertar a los agentes. Más que un arma blanca, el veneno representa evidentemente la mejor solución. Después se tratará de disimular el cadáver. Nada más fácil: lo sumergirán en el Neva haciendo un agujero en el hielo. Para prevenir cualquier inconveniente, deciden reclutar a una persona que tenga conocimientos de medicina y que, en caso de necesidad, pueda hacer de chofer. Purichkevich propone recurrir al médico jefe de su destacamento sanitario, el doctor Estanislao Lazovert. Este último, contactado en secreto, acepta participar en un atentado que salvará a Rusia y promete, además, proporcionar el veneno. Ahora los conjurados son cinco: Yusupov, Sukhotin, Purichkevich, el gran duque Dimitri y Lazovert. Todos patriotas dispuestos a arriesgar su reputación y su libertad en nombre del interés del Estado.

 Cada vez más excitado por la inminencia del acontecimiento, Félix elige la noche del 16 al 17 de diciembre para terminar con el staretz. Todas sus veladas están tomadas de aquí hasta entonces. A fin de evitar sospechas, debe continuar viviendo como si nada ocurriera hasta la fecha fatídica. Sin embargo, no puede impedirse informar al diputado Basilio Maklakov sobre sus preparativos. Incluso le sugiere que se una a la acción. Maklakov invoca su próximo viaje a Moscú para declinar la oferta, pero declara que aprueba sin reservas esa operación de salud pública. Autoriza a su visitante a tomar de su mesa de trabajo una cachiporra de plomo de dos kilos, recubierta de caucho, que constituye un arma temible. Félix se confía igualmente al presidente de la Duma, Rodzianko, quien, como Maklakov, apoya el proyecto pero no cree posible participar en persona. La exaltación del príncipe es comparable a la de un actor antes de entrar en escena. Incapaz de contenerse, escribe a su madre y a su mujer, a Crimea, para informarlas en modo alusivo de la gran limpieza que se organiza. La princesa Irina le responde: "Querido Félix, gracias por tu carta insensata. Pude entenderla sólo a medias. Me parece que estás por cometer una locura. Por favor, ten cuidado. No te mezcles en cosas vergonzosas".[1] Por su parte, al inquieto Purichkevich le cuesta sujetar su lengua. Sabiendo que su colega Maklakov "piensa" como él, quiere hacerlo partícipe del secreto. Pero Maklakov le confiesa que ya sabe todo por Félix y que está inquieto. Y alerta a Kerenski, el líder de izquierda. Éste tiene un temor: ¿la eliminación de Rasputín no reforzará el prestigio de la monarquía? ¿Cómo prever, en efecto, la reacción del público? ¿Quién sabe si, "liquidando" al staretz, los conjurados no van a comprometer la victoria del socialismo? A los ojos de los "laboristas" de la Duma, es una carta necesaria para precipitar la caída del régimen.

 Mientras tanto, Rasputín saborea por adelantado el placer de encontrarse con la mujer del "pequeño", la seductora princesa Irina, en una cita reservada. Está tan impaciente de acudir a esa velada como su asesino en prepararla. Como el palacio Yusupov está en reparaciones, Félix vive en casa de sus suegros. Pero no tiene importancia: ha elegido recibir al staretz en su vasta morada familiar, sobre el muelle del Moika. Ha hecho preparar y decorar especialmente un lugar espacioso en el subsuelo. El techo bajo tiene viejas lámparas. Dos tragaluces dan sobre el muelle. En los muros hay colgaduras rojas. En el medio, una doble arcada. A un lado, el comedor, con su chimenea de granito rosa en la que arde un fuego de leña; al otro, un lugar de descanso con un armario de ébano con incrustaciones, espejos y columnitas; sillones de respaldo alto y, en el suelo, una inmensa piel de oso blanco. Aquí y allá muebles preciosos, bibelots, un conjunto bien organizado en el que cada objeto ha sido seleccionado por el dueño de casa.

Félix Yusupov


 El 16 de diciembre, a las once de la noche, todo está listo. Los criados se han retirado después de haber dispuesto en la mesa el samovar, masas, botellas y vasos. Lazovert se calza guantes de goma, pulveriza los cristales de cianuro de potasio y, tomando de las bandejas unas masas rellenas de crema rosada, las corta en dos, les pone una fuerte dosis de veneno, las une borde a borde, las pone en su lugar y arroja los guantes en la chimenea, de la que se desprende un humo acre. Tosiendo y echando pestes, los cinco hombres suben la escalera de caracol que conduce al escritorio de Félix. Allí, el príncipe saca de un secreter dos frascos de cianuro líquido. Se ha convenido que Sukhotin y Purichkevich verterán el contenido en dos de los grandes vasos alineados sobre el aparador. Esto deberá hacerse veinte minutos después de la partida de Félix hacia la calle Gorokhovaia, donde Rasputín espera que vayan a buscarlo. De ese modo, el veneno no tendrá tiempo de evaporarse. Con el escenario listo en sus menores detalles, Lazovert, vestido de chofer, y Yusupov, hundido en un espeso abrigo de pieles y con la cabeza cubierta de una gorra con orejeras, salen de la casa y suben al coche.

 Durante ese tiempo, en el departamento de la calle Gorokhovaia, las dos hijas de Rasputín, Maria y Varvara, que viven con él, tratan de convencerlo de que renuncie a su extraña cita nocturna. Pero él les explica que, al aceptar la invitación de Félix cuenta con acercarse al clan hostil a la Zarina, reconciliar a Alejandra Fedorovna con su hermana Isabel y llevar la paz a toda la familia imperial. "Sí, palomas mías", les dice, "nuestro plan está triunfando." Y como ellas le participan sus prevenciones contra Félix, que es taimado, cobarde y perverso, las tranquiliza: "Es débil, muy débil. Es un pecador. Pero su corazón ha conocido el arrepentimiento y viene a buscarme para vencer su debilidad y restaurar su salud, que está lejos de ser robusta".

 En el mismo momento, Félix, a bordo de su coche, es asaltado por un brusco remordimiento. La perspectiva de atraer a su casa a un hombre cuya pérdida ha jurado le causa horror como una transgresión a las leyes de la hospitalidad. Casi lamenta haber decidido que el crimen tuviera lugar bajo su techo. ¡Demasiado tarde para retroceder! El automóvil se detiene ante la casa del staretz. El portero ha recibido la consigna de dejar pasar al visitante indicándole la escalera de servicio. Al llegar al palier del departamento, Félix llama a la puerta. El que abre es Rasputín. Está vestido de fiesta: blusa de seda blanca bordada con flores, ancho pantalón de terciopelo negro, cinturón color frambuesa, botas nuevas, cabello y barba peinados con coquetería. "Cuando se me acercó", anotará Yusupov, "sentí un fuerte olor a jabón barato, que me demostró la atención especial que había otorgado ese día a su arreglo. Nunca lo había visto tan limpio y cuidado." Rasputín espera que la madre de Félix, cuya animosidad conoce, no asista a la reunión. Yusupov lo tranquiliza: estará sólo su mujer; su madre está en Crimea. "No me gusta tu mamá", gruñe Rasputín. "Sé que me odia. Es amiga de Isabel.[2] Las dos intrigan contra mí y hacen correr calumnias acerca de mi conducta. La misma Zarina me ha repetido que eran mis peores enemigas. Mira, anoche Protopopov vino a verme y me hizo jurar que no saldría en estos días. 'Te van a matar', me dijo. 'Tus enemigos te preparan algo malo.' Pero será inútil; no lo lograrán; sus brazos no son suficientemente largos... ¡Bueno, basta de charla! ¡Vamos!" Félix lo ayuda a ponerse las galochas encima de las botas y una pesada pelliza sobre los hombros. Así vestido, Rasputín le parece todavía más grande y más fuerte que de costumbre: un oso indestructible. Y él conduce a ese oso a una trampa. "Una inmensa piedad se apoderó de mí", escribirá. "Me pregunté cómo había podido concebir un crimen tan cobarde." Lo que lo deja estupefacto es la confianza que le demuestra su futura víctima. ¿Qué se ha hecho de la clarividencia de ese hombre del que se dice que sabe leer los pensamientos y prever el porvenir? ¿No estará a la vez consciente de la suerte que le espera e impaciente por someterse a ella para obedecer a la voluntad de Dios?

 El aire fresco de la calle revigoriza a Félix. Lazovert, como un chofer acostumbrado, abre la portezuela del coche. Rasputín y el príncipe se instalan lado a lado. La casa del Moika está cerca de la calle Gorokhovaia. Minutos después, el automóvil se interna en el patio del palacio y se detiene ante la escalinata.

 Al penetrar en la sala del subsuelo, los dos oyen voces apagadas y el sonido de un gramófono que toca una canción norteamericana: Yankee Doodle. Eso también forma parte del programa. Como Rasputín se sorprende, Félix le explica que su mujer recibe algunos amigos, que están por irse y que ella bajará cuando hayan partido. Mientras esperan, es mejor comer algunas golosinas y tomar vino. Rasputín acepta, pero Félix está tan nervioso que se equivoca y le presenta primero las masas inofensivas. "No quiero", dice Rasputín. ¡Son demasiado dulces!" Poco después, recobrado, Félix le tiende la bandeja de las masas rellenas con crema rosa y cianuro. Cambiando de idea, el staretz toma una, después otra. Las mastica con placer, sin dejar de hablar. En lugar de caer como fulminado, no manifiesta ningún malestar. Sorprendido por su resistencia, Félix le ofrece vino. Pero se equivoca de nuevo y le entrega un vaso sin veneno. En fin, como Rasputín dice que todavía tiene sed, logra darle la bebida preparada por Sukhotin y Purichkevich, que tendría que matarlo del primer trago. Impasible, el staretz bebe a pequeños sorbos y contempla a su asesino con una expresión de picardía malévola. Tiene aire de decir: "Ya ves, por más que hagas, ¡no puedes nada contra mí!". Después de un momento, al ver la guitarra de Félix, sugiere: "Toca algo alegre. Me gusta oírte". "¡Realmente no tengo ganas!", balbucea Félix, al borde de una crisis. Luego, como Rasputín insiste, toma la guitarra y entona una romanza melancólica. Su voz de tenor, muy alta, de pronto le parece falsa, desentonada, irreal. ¿No va a despertar de ese delirio? Mientras él canta, con el corazón oprimido y las ideas en desorden, Rasputín se adormece.



 Ya son las dos y media de la mañana. Arriba, los otros conspiradores de agitan. Levantando la cabeza, Rasputín pregunta qué significa ese alboroto. Trastornado, Félix le asegura que son los invitados de su mujer que se preparan para irse y que ella no tardará en aparecer. Y dejando al staretz dormir la mona, sube a su escritorio. Sus amigos se precipitan sobre él. "¡El veneno no hizo efecto!", informa, abrumado. Al oírlo, se aterrorizan: "¡Sin embargo, la dosis era enorme! ¿Tragó todo?" "¡Todo!", responde Félix. Los cinco cómplices intercambian miradas despavoridas. En esas condiciones, hay que rever la estrategia con urgencia. Al término de una discusión afiebrada, durante la cual cada uno da su opinión, deciden bajar en grupo, arrojarse sobre Rasputín y estrangularlo. Ya están en fila india en la escalera cuando Félix recapacita. Dice que prefiere actuar sin la ayuda de nadie. Los otros aprueban. Con una firmeza de la que él mismo se asombra, toma el revólver del gran duque Dimitri y penetra solo en la habitación del subsuelo donde el staretz está siempre sentado en el mismo lugar, con la frente inclinada y la respiración jadeante. "Tengo la cabeza pesada y una sensación de ardor en el estómago", eructa Rasputín. Y pide más vino madera.Vacía su vaso, se enjuga la barba y propone terminar la noche con los gitanos. ¿Cómo puede pensar en banquetear y reír después de haber absorbido una dosis de veneno como para matar un buey? Ese apetito de placer en alguien que está por morir aterra a Félix, que ve en ello una monstruosidad de la naturaleza humana. Con el revólver oculto detrás de la espalda, mira alternativamente al que está frente a él y a un crucifijo de cristal de roca y plata cincelada que adorna el remate del armario de ébano. Pide en silencio al emblema divino que lo ayude a vencer las fuerzas infernales que mantienen con vida ese cuerpo en apariencia invulnerable. En tanto que Rasputín, inconsciente o despreocupado, se endereza y parece interesarse en los detalles del armario antiguo, él pronuncia con una voz temblorosa: "¡Gregorio Efimovich, harías mejor en mirar el crucifijo y rezar una plegaria!". Ante esas palabras, Rasputín tiene una expresión de aceptación y de mansedumbre. Se diría que acaba de comprender por qué lo han llevado allí y que está de acuerdo en morir a manos de su huésped. Como si obedeciera a una orden de su víctima, Félix levanta lentamente el revólver, apunta al corazón y tira. El staretz lanza un aullido de bestia, se tambalea y se desploma pesadamente sobre la piel de oso.

 Al oír el disparo, los amigos acuden. Pero, en su precipitación, enganchan el conmutador eléctrico y se apaga la luz. Chocan entre ellos susurrando en la oscuridad, luego se inmovilizan, temiendo tropezar con el cadáver. Al fin, alguno encuentra a tientas el interruptor y las lámparas vuelven a encenderse. Rasputín yace de espaldas, en medio de la piel de oso, con los ojos cerrados y las manos crispadas. Una mancha de sangre se extiende sobre su hermosa camisa bordada con flores. Sus rasgos se contraen por momentos sin que él levante los párpados. Pronto deja de moverse. El doctor Lazovert constata que el staretz está bien muerto. Alivio general. Los rostros se distienden como los de los buenos obreros que han terminado su trabajo. Mueven el cuerpo y lo dejan sobre el mosaico para evitar que la sangre manche la piel de oso, lo que proporcionaría un indicio a los investigadores. Luego, los cinco conjurados suben al escritorio sin apresurarse. Cada uno de ellos se considera como el salvador del país y de la dinastía. Mañana, toda Rusia les agradecerá.

 Son las tres de la mañana. Conforme al plan establecido, Sukhotin y Lazovert deben simular el regreso de Rasputín a su domicilio para desviar las primeras sospechas. Con ese propósito, Sukhotin, encargado de hacerse pasar por el staretz, se desliza la pelliza del muerto sobre su capote militar y se coloca su gorro de piel. Lazovert se pone su uniforme de chofer. Parten en el coche descubierto de Purichkevich seguidos por el gran duque Dimitri. Después de hacer creer que Rasputín había vuelto a su casa, no tendrán más que volver al coche cerrado del gran duque para retirar el cadáver y transportarlo hacia la isla Petrovski.

 Purichkevich y Félix quedan solos en el palacio Yusupov esperando que sus cómplices se reúnan con ellos. Para calmar los nervios, hablan del porvenir de Rusia, al fin desembarazada del demonio que la desfiguraba. Pero de pronto Félix tiene un presentimiento. Siente la necesidad de volver a ver al muerto. Rápidamente baja al subsuelo. ¡Dios sea loado! Rasputín sigue tendido, inmóvil, sobre los mosaicos. Por las dudas, le tantea el pulso. Ningún latido. Con repulsión, le sacude el brazo, que cae, inerte. Cuando está a punto de volver al escritorio, le llama la atención un ligero estremecimiento que recorre el rostro del staretz. El párpado izquierdo se levanta imperceptiblemente. Y, de pronto, Rasputín abre los ojos. Espantado, Félix quiere huir, pero las piernas le flaquean. Rasputín ya está de pie, con las pupilas fosforescentes, espuma en los labios, la garganta llena de aullidos. Grita: "¡Félix! ¡Félix!" Y, arrojándose sobre él, le aferra la garganta. A medias estrangulado, Félix tiene la sensación de luchar contra Satán en persona. Ni el veneno ni las balas han podido contra el monstruoso mujik Es más fuerte que la muerte. Más fuerte que Dios. ¡Todo está perdido! Por fin, con un esfuerzo desesperado, Félix consigue librarse de sus brazos. Rasputín cae hacia atrás, con estertores y aferrando en su mano la charretera que acaba de arrancar del uniforme de su asesino. Inmediatamente, Félix se precipita a la escalera y llama a Purichkevich, que ha quedado arriba: "¡Rápido! ¡Rápido! ¡Baje! ¡Todavía vive!"

 Purichkevich prepara su revólver, se precipita por los escalones y llega justo a tiempo para ver a Rasputín, que ha escapado del subsuelo y se dirige pesadamente hacia una de las puertas del patio. Justamente la que no está cerrada. El staretz corre tambaleándose. Va a escapar. Y repite con una voz terrible: "¡Félix! ¡Félix! ¡Le diré todo a la Emperatriz!". El príncipe oye ese llamado con un sentimiento de angustia religiosa. ¿Y si se hubieran equivocado? ¿Si Rasputín fuera verdaderamente un hombre de Dios? Purichkevich tira dos veces sobre el fugitivo y yerra. Furioso, se muerde la mano izquierda para calmar el temblor que lo agita y tira de nuevo. Alcanzado en la espalda, Rasputín se detiene y vacila. Purichkevich lo alcanza, apunta a la cabeza y tira. Esta vez, el staretz se desploma, de cara al suelo. Dominado por la furia, Purichkevich le da un violento puntapié con la bota en la sien izquierda. Rasputín se estremece, se arrastra sobre el vientre y se inmoviliza definitivamente no lejos de la reja. Al tener la certeza de su muerte, Purichkevich vuelve hacia adentro a grandes pasos. Félix, testigo de la ejecución, se acerca. Las piernas le flaquean pero no puede apartarse de la visión del cuerpo acostado en la nieve. Teme verlo enderezarse bruscamente, como hace un momento. Pero no, ya está terminado. No habrá una tercera resurrección para el staretz. Se acercan algunos sirvientes, alertados por las detonaciones. Son gente de confianza. No dirán nada.

 Destrozado por las emociones, Félix sube a su escritorio, pasa al cuarto de baño y vomita. Entre dos arcadas farfulla: "¡Félix!, ¡Félix!", con la voz del difunto. Purichkevich se reúne con él y lo reconforta. Pero el mucamo les anuncia que dos agentes de policía quieren hablarles. Han oído los disparos y quieren explicaciones. Muy dueño de sí, Purichkevich les declara que acaba de matar a Gregorio Rasputín, "ese que tramaba la pérdida de la patria". Impresionados por la importancia de las personas presentes, un príncipe y un diputado, los agentes prometen guardar silencio y hasta aceptan ayudar a transportar el cadáver al vestíbulo.

 Una vez que se han ido, Félix quiere ver el cuerpo por última vez. Cuando lo ve, tendido en la entrada, lleno de heridas, el rostro tumefacto, la barba manchada con trazos rojos, se apodera de él una aberración furiosa. Sin reflexionar, vuelve a subir a su escritorio, empuña la cachiporra envuelta en caucho que le prestó Malakov, vuelve sobre sus pasos y asesta violentos golpes en el rostro y el vientre del muerto. Salpicado de sangre, sigue golpeando y repite: "¡Félix!, ¡Félix!..." Purichkevich y los criados lo sujetan y se lo llevan. Apenas llega a su escritorio se desmaya.[3]

 A todo esto, el gran duque Dimitri, Sukhotin y Lazovert vuelven en automóvil cerrado para llevarse el cuerpo. Purichkevich, todavía trastornado, les cuenta las últimas peripecias del homicidio. Deciden dejar a Félix descansando, envuelven a Rasputín en una lona, lo cargan en el coche y parten hacia el puente Petrovski, entre las islas Petrovski y Krestovskil. El vehículo se detiene con las luces apagadas junto al parapeto. Los conjurados deciden arrojar el cadáver desde lo alto del puente, en un agujero que han visto en el hielo. Su apuro es tan grande que olvidan ponerle un lastre, lo que habría permitido mantenerlo en el fondo del agua. Lo levantan y lo arrojan por el borde al Neva. La pelliza, una galocha y el gorro de la víctima, que habrían debido ser quemados, van tras los despojos. No queda nada. Todo está en orden. Cada uno vuelve a su casa con la satisfacción de haber aprovechado el tiempo. Son las seis y media de la mañana.

 En el palacio Yusupov, Félix ha caído en un sueño de locura. Al despertarse, cree salir de una pesadilla. ¿Qué es verdadero y qué es falso en las imágenes que lo obsesionan? Junto con su ayuda de cámara, hace desaparecer las últimas manchas de sangre que podrían conducir a los investigadores a descubrir el drama. Luego imagina una explicación plausible de los disparos: uno de sus invitados, en estado de ebriedad, ha tirado sobre uno de los perros guardianes de la casa para divertirse. Obedeciendo sus órdenes, el ayuda de cámara mata un perro, lo arrastra por el patio siguiendo las huellas dejadas por Rasputín y abandona el cadáver, bien a la vista, sobre un montón de nieve. Satisfecho con la puesta en escena, Félix hace prometer una vez más a los sirvientes que no revelarán nada de lo ocurrido. Lavado, afeitado, cepillado, perfumado, reencuentra su seguridad de gran señor. Un poco más y se tomaría por un héroe de la guerra.

 Su primer recaudo es dirigirse al palacio del gran duque Alejandro, su suegro, donde vive desde que el palacio Yusupov está en obras. Después del horror que acaba de vivir, no le desagrada cambiar de ambiente. Su cuñado, Teodoro, sale a su encuentro. Estaba al corriente de la celada y no ha pegado un ojo en toda la noche. "¿Y bien?", pregunta con rostro angustiado "¡Rasputín ha muerto!", responde Félix. Ptero no estoy en condiciones de hablar. Me caigo de sueno. Y dejando a su cuñado estupefacto, se encierra en su cuarto, se desploma en la cama y se duerme inmediatamente.


 




[1] Citado por A. De Jonge, The Life and Times of Grigori Rasputin; repetido por Yves Ternon, ob. cit.
 
[2] Hermana mayor de la Emperatriz, viuda del gran duque Sergio.
 
[3] Las circunstancias del asesinato de Rasputín están relatadas aquí según las declaraciones de Félix Yusupov y de Vladimiro Purichkevich, que se diferencian sólo en detalles.