"La Respuesta" es un cuento corto (hoy diríamos casi un "micro-cuento") de Fredric Brown publicado originalmente en el libro Angels and Spaceships (1954)
LA RESPUESTA
Dwar Ev soldó ceremoniosamente la última conexión con oro.
Los ojos de una docena de cámaras de televisión le contemplaban y el subéter
transmitió al universo una docena de imágenes sobre lo que estaba haciendo.
Se enderezó e hizo una seña a Dwar Reyn, acercándose
después a un interruptor que completaría el contacto cuando lo accionara. El
interruptor conectaría, inmediatamente, todo aquel monstruo de máquinas
computadoras con todos los planetas habitados del universo - noventa y seis mil
millones de planetas - en el supercircuito que los conectaría a todos con una
supercalculadora, una máquina cibernética que combinaría todos los
conocimientos de todas las galaxias.
Dwar Reyn habló brevemente a los miles de millones
de espectadores y oyentes. Después, tras un momento de silencio, dijo:
- Ahora, Dwar Ev.
Dwar Ev accionó el interruptor. Se produjo un
impresionante zumbido, la onda de energía procedente de noventa y seis mil
millones de planetas. Las luces se encendieron y apagaron a lo largo de los
muchos kilómetros de longitud de los paneles.
Dwar Ev retrocedió un paso y lanzó un profundo
suspiro.
- El honor de formular la primera pregunta te
corresponde a ti, Dwar Reyn.
- Gracias - repuso Dwar Reyn -, será una pregunta
que ninguna máquina cibernética ha podido contestar por sí sola.
Se volvió de cara a la máquina.
- ¿Existe Dios?
La impresionante voz contestó sin vacilar, sin el
chasquido de un solo relé.
- Sí, ahora existe un Dios.
Un súbito temor se reflejó en la cara de Dwar Ev.
Dio un salto para agarrar el interruptor.
Un rayo procedente del cielo despejado le abatió y
produjo un cortocircuito que inutilizó el interruptor.
Nuevo fragmento del
libro "The Real Frank Zappa Book" (de F.Z. y Peter Occhiogrosso). Acá pueden leer la PRIMERA, SEGUNDA, TERCERA, Y CUARTA PARTE
Traducción: Mazzu
¿Ya la Estamos Pasando Bien?
Durante los
primeros días, cuando Paul Buff aún era dueño del estudio, conocí a Ray Collins.
Ray había cantado en varios grupos de R&B desde mediados de los años
cincuenta, y había grabado con Little Julian Herrera and the Tigers. En 1964, se
ganaba la vida trabajando como carpintero, y los fines de semana cantaba con un
grupo llamado the Soul Giants en un bar en Pomona llamado the Broadside.
Al parecer se metió
en una pelea con su guitarrista, Ray Hunt, le dio un puñetazo, y el guitarrista
dejó el grupo. Necesitaban un sustituto, así que me sumé para los fines de
semana.
The Soul Giants eran
una banda de bar bastante decente. Me gustaba especialmente Jimmy Carl Black,
el baterista, un indio cherokee de Texas con un interés casi antinatural por la
cerveza. Su estilo me recordaba al baterista con gran ritmo en los viejos
discos de Jimmy Reed. Roy Estrada, que era mexicano-estadounidense y también
había sido parte de la escena de R&B de Los Angeles desde los años
cincuenta, era el bajista. Davy Coronado era el saxofonista y líder de la
banda.
Toqué durante un
tiempo, y una noche sugerí que empezáramos a componer material original para
así poder conseguir un contrato de grabación. A Davy no le gustó la idea. Le
preocupaba que si tocábamos material original nos despedirían de todos los
buenos bares en los que estábamos trabajando.
Las únicas cosas
que los dueños de los clubes querían que las bandas tocaran en aquel entonces
eran “Wooly Bully”, “Louie Louie” y “In the Midnight Hour”, ya que si la banda
tocaba algo original nadie bailaba, y cuando se no baila, no se bebe.
A los otros tipos
de la banda les gustó mi idea del contrato de grabación y querían probar el
material original. Davy abandonó la banda. Resultó que Davy tenía toda la razón
- no podíamos mantener ningún trabajo. Uno de los lugares de los que fuimos
despedidos fue el Tomcat-a-Go-Go en Torrance. Durante ese período de la Historia
Musical Americana, cualquier cosa que terminara con “a-Go-Go” estaba realmente a la moda. Todo lo que se
requería de uno, si uno era un músico que deseaba un trabajo estable, era tocar
cinco tandas de canciones de ritmo fuerte por noche, mientras las chicas con
vestidos de flecos bailaban el twist, como si ese movimiento corporal en
particular resumiera toda la estética preferida del bebedor de cerveza serio.
Los grupos que acaparaban
la mayoría de los trabajos eran los que simulaban ser ingleses. A menudo eran
bandas de surf que usaban pelucas para que pareciera que tenían el pelo largo,
o añadían la palabra Beatles en alguna
parte del nombre de la banda – ya me entienden. Había grupos de clones de los
Beatles por todas partes. Nosotros no teníamos el pelo largo, no teníamos uniformes
para la banda y éramos más feos que la mierda. Éramos, en el sentido bíblico de
la palabra, INCONTRATABLES.
Una ex tienda de
zapatos con licencia para vender cerveza en Norwalk también nos despidió. Por
supuesto, la paga no era muy buena: quince dólares por noche, dividido entre
cuatro.
No tenían
escenario, así que nos pidieron que tocáramos en un rincón, rodeado por mesas
sobre las que tres mujeres de mediana edad (el orgullo de Norwalk - tal vez parientes
del propietario), con cancanes color canela oscuro que ocultaban lo que parecía
ser queso Roquefort moldeado en la forma de piernas humanas, zarandeaban sus
pútridos flecos en nuestras caras mientras tocábamos (así es, lo han adivinado)
“Louie Louie”.
Cómo Conseguimos Nuestro Primer Manager
Mientras vivía en
el bungalow donde mi estómago casi explotó (1964), me encontré con Don Cerveris
de nuevo. En esa ocasión, Don me presentó a un amigo suyo llamado Mark Cheka,
un ‘artista pop’ del East Village de Nueva
York. Mark tenía unos cincuenta años y usaba boina. Vivía en West Hollywood con
una camarera del Ash Grove llamada Stephanie, que también tenía pinta de
beatnik.
El foco principal
de su trabajo era un grupo de pinturas grandes que se parecían a los blancos
que usa la policía en el departamento de tiro, diseñados para ser vistos bajo luces parpadeantes, que daban la ilusión de que las siluetas saltaban de un
lado al otro. Esto me pareció un poco desconcertante - pero ¿qué carajo sé yo
de arte? Pasamos el rato y nos reímos bastante, a pesar de los blancos.
Yo había llegado a
la conclusión de que la banda necesitaba un manager, y había pensado (¡Ay! ¡Cómo iba a lamentarlo!) que la
persona requerida para esta importante tarea tenía que ser alguien con cierta
‘base artística’. Sólo de esa manera, pensé, nuestra estética sería
comprendida, y, una vez que hubiéramos adquirido un manager con dicha
sensibilidad, nuestro éxito futuro en el mundo del espectáculo estaría
asegurado.
Así que convencí a
Mark para que realizara el misterioso viaje a Pomona (ochenta kilómetros al
este), donde podría escuchar a the Mothers, en vivo, en el Broadside. ¿Qué
sabía yo sobre ser manager? Le pregunté si quería manejar el grupo y conseguirnos
algunas fechas para seguir adelante.
Él realmente no
sabía cómo hacerlo. ¿Qué sabía él sobre ser manager? Trajo a un tipo llamado Herb
Cohen, que manejaba algunos grupos folk y folk-rock y andaba buscando otras
bandas. Con el tiempo se convirtieron en managers conjuntos de nuestra banda,
con un contrato negociado ‘en nombre del
grupo’ por el hermano de Herb, un abogado llamado Martin (Mutt) Cohen.
De repente teníamos
a un Verdadero Manager de Hollywood
- un profesional de la industria que había conseguido fechas para grupos en Verdaderos Clubes Nocturnos de Hollywooddurante años, y que presumiblemente haría
lo mismo por nosotros. Después de haber
sido forzados (a un alto costo) a anotarnos en la Unión de Músicos (local 47),
empezamos a cobrar un poco mejor; sin embargo, nuestro nuevo equipo de managers
altamente cualificado estaba tomando el quince por ciento de la paga. Casi de
un día para el otro pasamos del nivel de muertos de hambre al nivel de pobreza
estándar.
La Temprana Escena Freak de L.A.
En el Día de la
Madre de 1964, el nombre de la banda fue cambiado oficialmente a The Mothers. Habíamos
empezado a construir un pequeño grupo de seguidores en el circuito subterráneo
psicodélico.
Había una ‘escena’
evolucionando en LA en ese momento - algo muy diferente a la ‘escena’ de San Francisco.
San Francisco a mediados de los años sesenta era muy chovinista, y
etnocéntrico. Según la manera de pensar de los friscoides, todo lo que
venía de su ciudad era verdaderamente
artístico e importante, y cualquier
cosa que viniera de cualquier otro
lugar (especialmente de L.A.) era una mierda. La revista Rolling Stone ayudó a promover esta
ficción en todo el país. Una de las razones por la cual los músicos se mudaban
a San Francisco era para ser certificados como parte de la Onda Verdadera. La otra era el ‘bono de Kool-Aid’ en los recitales
de Grateful Dead.
La escena de Los
Angeles era mucho más extraña. No importa cuán ‘paz-y-amor’ intentaran ser las
bandas de San Francisco, finalmente tenían que venir al sur, hasta el viejo y
malvado Hollywood, para conseguir un contrato discográfico. Mi recuerdo es que
el adelanto en efectivo más alto pagado por el contrato de un grupo durante ese
tiempo fue para Jefferson Airplane - unos sorprendentes y asombrosos
veinticinco mil dólares, una suma de dinero inaudita.
Los Byrds eran el
alfa y el omega del rock de Los Angeles por ese entonces. Eran ‘La Banda’ - y
luego un grupo llamado Love fue ‘La Banda’. Había unos cuantos grupos ‘psicodélicos’
que en realidad nunca llegaron a ser ‘La Banda’, pero que aún podían encontrar trabajo
y obtener contratos discográficos, incluyendo la West Coast Pop Art Experimental
Band, Sky Saxon and the Seeds y the Leaves (conocidos por su versión de “Hey,
Joe”).
Cuando fuimos por
primera vez a San Francisco, durante los tempranos días de Family Dog, parecía
que todo el mundo usaba la misma ropa, una mezcla de barbarismo y viejo oeste -
tipos con bigotes franceses, chicas con vestidos estilo polisón con plumas en
el cabello, etc. Por el contrario, el vestuario en LA era más aleatorio y
extravagante.
Musicalmente, las
bandas del norte tenían un estilo un poco más country. En L.A., era folk-rock a morir. Todo tenía aquel puto
acorde Re al fondo del mástil, donde uno mueve el meñique como en “Needles and
Pins”.
El blues era aceptable
en San Francisco, pero no lo era en absoluto en Hollywood. Me acuerdo de la
Butterfield Blues Band tocando en The Trip. Gustaban en todas partes del país,
pero la gente de LA hubiera preferido escuchar “Mr. Tambourine Man”.
Gente Normal
Yo había visto a
Lenny Bruce varias veces en el Canter Deli, donde solía sentarse en una mesa de
adelante con Phil Spector a comer knackwurst.
En realidad no hablé con él hasta que abrimos para uno de sus shows en el
Fillmore West en 1966. Lo conocí en el vestíbulo y le pedí que firmara mi
tarjeta de reclutamiento. Me dijo que no - no quiso ni tocarla.
En ese momento
Lenny vivía con un tipo llamado John Judnich. John se ganaba la vida a tiempo
parcial alquilando equipos de sonido a los grupos locales. El sistema de
vanguardia por entonces constaba de dos parlantes Altec A-7 alimentados por un amplificador
de 200 vatios, y sin sistema de monitoreo (aún no había sido inventado - los
magos del audio de la vieja escuela habían convencido a todo el mundo de que era
imposible poner un micrófono tan cerca de los altavoces). Los vocalistas no
tenían forma de saber lo que estaban cantando - sólo podían oír sus voces
rebotando en la pared del fondo, saliendo de los parlantes principales.
Nosotros usamos los equipos de Judnich para tocar en el Shrine Exposition Hall
(de cinco mil asientos). John solía visitarnos de vez en cuando, y fue en una
de esas ocasiones que nos presentó a “Crazy Jerry”, (el Loco Jerry).
Jerry tenía unos
treinta y cinco o cuarenta años, y había estado entrando y saliendo de
instituciones psiquiátricas durante años. Era adicto a las anfetas. Cuando era niño, su madre (que trabajaba para el
Departamento de Libertad Condicional) le regaló una copia de la Anatomía de Gray. Lo leyó obedientemente
y notó que en algunas de las ilustraciones de los músculos decía, “tal músculo y tal otro músculo, cuando están
presentes...”, y así fue que Jerry se propuso desarrollar esos músculos “supuestamente presentes” en el cuerpo
humano. Él inventó ‘aparatos de ejercicio’ para aquellas “áreas especiales” que
no habían estado ocupadas por tejido muscular desde que el libro fue escrito.
No se veía como un
culturista, pero era muy fuerte. Podía doblar barras de acero torsionado (las
varillas que se utilizan para reforzar el hormigón) colocándolas en la parte
posterior de su cuello y empujando hacia adelante con los brazos. Como
resultado de esta experimentación personal, le habían brotado bultos extraños
en todo el cuerpo - pero eso sólo era el comienzo.
En algún momento,
Jerry descubrió que amaba la electricidad
- tal vez incluso era adicto a ella –. Le encantaba recibir descargas, y había
sido arrestado varias veces cuando algunos vecinos desprevenidos de los
suburbios lo habían encontrado en sus patios, con la cabeza apretada contra el
medidor de electricidad - sólo porque quería estar cerca del aparato.
Él y un amigo una
vez saltaron la cerca de la subestación de energía de Nichols Canyon por la
misma razón. El amigo casi muere electrocutado. Jerry escapó.
Vivió un tiempo en Echo
Park, con un tipo llamado “Wild Bill el
Coge-Maniquíes” en una casa llena de maniquíes de tienda. Wild Bill era un
químico que fabricaba anfetas. Jerry solía transportar enseres e ingredientes
por la empinada colina hasta el laboratorio, a cambio de alojamiento y drogas
gratuitas.
Wild Bill tenía un hobby. Los
maniquíes en la casa habían sido pintados y equipados con prótesis de goma de
modo que pudiera cogérselos. En ocasiones festivas, invitaba a las personas a “cogerse a su familia” - incluyendo un
pequeño maniquí de niña (llamada Caroline
Cuntley).
Jerry quería ser
músico, así que aprendió a tocar el piano utilizando un espejo. Me dijo que miraba
sus manos en un espejo, ya que esto hacía que la distancia entre las teclas se
viera más pequeña, y le resultaba mucho más fácil aprender de esa manera. También
llevaba un sombrero de metal (un colador invertido) porque tenía miedo de que
las personas trataran de leer su mente.
Una mañana, mi
esposa Gail y yo despertamos y encontramos al Loco Jerry colgando de sus
rodillas - como un murciélago - de la rama de un árbol en nuestro patio trasero,
justo frente a la ventana del dormitorio. Más tarde esa noche, en el sótano, hice
una grabación de su historia de vida.
Él no tenía ni un
diente, así que le era difícil hablar, pero en el transcurso de un par de horas
nos enteramos de que, una vez, cuando estaba en “La Institución” y le estaban
inyectando Thorazine, pudo escapar, saltar una valla de tres metros, y burlar a
los guardias.
Fue a la casa de su
madre para esconderse. Las puertas estaban cerradas, así que se arrastró por
debajo de la casa y entró a la cocina a través del cajón del pan. Se metió en la
cama y se durmió. Su madre, la oficial de libertad condicional, llegó a casa,
lo encontró y lo entregó de nuevo.
En comparación con
Jerry y Bill, Lenny Bruce era bastante normal. En ese momento, según Judnich,
Lenny solía permanecer despierto toda la noche vestido con ropas de doctor,
escuchando marchas de Sousa y trabajando en sus declaraciones legales. El sur
de California era bastante colorido en aquellos días - pero luego vinieron un
par de administraciones republicanas y ¡puf!
¿Duque de Qué?
En 1965 sólo había
tres clubes en Hollywood que lo eran todo términos de ser visto por un
representante de alguna compañía discográfica, todos ellos propiedad de la
misma ‘organización étnica’.
Uno se llamaba The
Action, otro The Trip, y el otro era el Whisky-a-Go-Go.
The Action era un
lugar donde los actores y personalidades de la televisión iban a pasar el rato
con prostitutas; el Whisky era la residencia permanente de Johnny Rivers, quien
tocó allí durante años; y The Trip era el gran escaparate donde tocaban todos
los grupos que ya habían grabado cuando venían a la ciudad - Donovan, la
Butterfield Blues Band, Sam the Sham and the Pharaohs; bandas como esas tocaban
allí.
Había algunos otros
clubes en la ciudad, pero no tenían el mismo estatus que esos lugares. Un nuevo
grupo que venía a insertarse en el circuito debía iniciarse en the Action;
entonces, tal vez durante el día libre de Johnny Rivers, podía tocar en el
Whisky (pero no conseguían que su nombre figurara en la marquesina, que aún
diría “Johnny Rivers”), y, si lograban firmar un contrato discográfico,
llegaban a tocar en the Trip. Eventualmente nosotros conseguimos una fecha en
The Action.
En la noche de
Halloween de 1965, durante el descanso antes del último set, yo estaba sentado
en los escalones del frente del lugar, con pantalones de trabajo color caqui ,
sin zapatos, una camisa de baño de 1890 y un sombrero hornburg negro con la
parte superior abierta hacia arriba.
John Wayne llegó vestido
de esmoquin, junto a dos guardaespaldas, otro tipo y dos mujeres con vestidos de
noche - todos muy borrachos.
Al subir los
escalones, me agarró, me levantó y me empezó a palmear la espalda, gritando: “te vi en Egipto y estuviste genial. . . ¡y
luego me arruinaste!”
Sentí una aversión
inmediata hacia el tipo. Recuerden, todo tipo de gente del espectáculo iba a
este club, desde Warren Beatty a Soupy Sales, por lo que no era raro que
alguien como “el Duque” apareciera. El lugar estaba lleno. Cuando me subí al
escenario para comenzar el último set, anuncié: “Señoras y señores, como ustedes ya saben, es Halloween. Íbamos a tener
algunos invitados importantes aquí esta noche - esperábamos a George Lincoln
Rockwell, jefe del Partido Nazi Americano – pero, por desgracia, no pudo venir
- pero aquí está John Wayne”.
Tan pronto como
dije eso, él se levantó de la mesa, tambaleó hasta la pista de baile, y empezó
a hacer un discurso. Incliné hacia el micrófono hacia abajo para que todos pudieran
oírlo; decía algo en la línea de “... y si me eligen, prometo...” En ese
momento, uno de sus guardaespaldas lo agarró y lo hizo sentarse. El otro empujó
el micrófono de nuevo al escenario y me dijo que me tranquilizara o iba a tener
GRANDES PROBLEMAS.
Al final del espectáculo,
el gerente del club se me acercó y me dijo: “Sé amable con el Duque, porque cuando se pone así comienza a lanzar
billetes de cincuenta dólares alrededor”.
Tuve que pasar al
lado de su mesa cuando bajé del escenario. Mientras pasaba, él se levantó y
aplastó mi sombrero de un golpe. Me lo quité y lo acomodé. Al parecer, esto le
molestó, mientras gritaba, “¿no te gusta
mi forma de arreglar los sombreros? He estado arreglando sombreros durante
cuarenta años”. Puse el sombrero de nuevo en mi cabeza y él volvió a
aplastarlo. Le dije: “ni siquiera voy a
darte la oportunidad de pedir disculpas”, y me fui.
Cómo Llegamos a Nuestro Primer Contrato Discográfico
No mucho tiempo
después de eso, Johnny Rivers se fue de gira y fuimos contratados como
reemplazo temporal en el Whisky-A-Go-Go. Por casualidad, Tom Wilson, un
productor de la MGM Records, estaba en la ciudad. Estaba en otro club, en The
Trip, mirando un ‘grupo grande’. Herb Cohen lo convenció de hacer una visita
rápida al Whisky. Él llegó mientras estábamos tocando nuestro ‘GRAN BOOGIE’
- el único que sabíamos, totalmente no
representativo del resto de nuestro material.
Le gustó y nos
ofreció un contrato de grabación (pensando que había contratado a la banda de
blues blanca con los tipos más feos del sur de California), y un avance de dos
mil quinientos dólares.
El presupuesto normal
de un LP por aquellos días era de seis a ocho mil dólares. La mayoría de los
álbumes consistían en los lados A y B del hit del artista, además de otras
siete u ocho “canciones de relleno” - lo suficiente para satisfacer el tiempo
mínimo contractual por lado (quince minutos).
La otra norma
industrial era que la mayoría de los grupos no tocaban realmente sus propios instrumentos
en las pistas básicas de sus álbumes. Llegaban colocados y tocaban la canción
un par de veces, después el productor o el tipo de la A&R la cortaban, y a
continuación, los músicos de estudio se la aprendían y la tocaban de manera
afinada, y con “buen ritmo”. Había un
montón de “especialistas de sesión” que hacían las veces de fantasmas de los actos principales en
aquella época (los Monkees eran el ejemplo clásico de uno de estos actos).
Nosotros tocamos
todas nuestras pistas básicas en Freak
Out!, con el agregado de los músicos de estudio sólo para el color
orquestal.
Freaks Hambrientos
Wilson tenía su
base de operaciones en Nueva York, y había vuelto allí después de reservarnos
las fechas para las sesiones. Nosotros estábamos en la quiebra. MGM no nos había
dado el adelanto de inmediato - el dinero iba a venir después. El productor de Run Home Slow, Tim Sullivan, todavía me
debía algo de dinero por la banda sonora. Cuando finalmente lo pude ubicar, él
estaba trabajando en un edificio en Seward Street, en Hollywood (las antiguas
instalaciones de Decca).
No tenía dinero en
efectivo, pero, en lugar del pago, nos dejó utilizar su lugar para ensayar.
Teníamos la mejor sala de ensayos que cualquier banda podía desear, pero
estábamos muertos de hambre. Recogíamos botellas de refresco y las vendíamos,
utilizando las ganancias para comprar pan blanco, mortadela y mayonesa.
Hungry Freaks, Daddy
Gracias, Jesse
Finalmente, llegó
el día de la primera sesión – a eso de las tres de la tarde en un lugar llamado
TTG Recorders, en el Sunset Boulevard de la Avenida Highland.
El representante contable
de MGM Records era un viejo avaro llamado Jesse Kaye. Jesse caminaba con sus
manos detrás de la espalda, marcando el ritmo en el piso mientras estábamos grabando,
asegurándose de que nadie se pasara más allá de las tres horas
asignadas para cada sesión. Durante un descanso, fui a la cabina de control y
le dije: “Mira, Jesse, tenemos un pequeño
problema. Nos gustaría cumplir los horarios. Nos gustaría tener todo listo en
tres horas – estas tres gloriosas horas que nos has dado para hacer este disco
- pero no tenemos dinero y estamos hambrientos. ¿Podrías prestarnos diez
dólares?”
Había un
restaurante drive-in en la planta baja del estudio, y pensé que diez dólares (era
1965) serían suficientes para alimentar a toda la banda y así continuar con la sesión.
Bueno, la reputación de Jesse era tal que, si alguien lo había visto prestar dinero
a un músico, era porque estaba
realmente arruinado. No dijo que sí
pero tampoco dijo que no. Me alejé, pensando que eso era todo - no iba a
preguntarle nada más. Volví a entrar en el estudio y me preparé para la
siguiente toma. Jesse entró. Tenía las manos detrás de su espalda. Se acercó a
mí, de manera casual, y fingió darme la mano. Había un billete de diez dólares
enrollado en la palma de su mano. Trató de dármelo, pero yo no me di cuenta de lo
que estaba pasando, y el dinero cayó al suelo. Puso una cara como de “¡Oh, mierda!” y lo recogió rápidamente,
esperando que nadie lo hubiera visto, y lo puso en mi mano. Sin este acto de
bondad de Jesse, el álbum Freak Out! no habría existido.
Tal y como vivo
es difícil incluso empanar un filete. Algunas noches es diferente: a veces es
pescado, o pollo. Pero en cuanto tengo una mano pringada de huevo y en la otra
sostengo la carne me llama alguien con problemas. Casi cada noche de mi vida es
así, últimamente. Esta noche es una chica la que me llama desde dentro de una
disco atronadora. La única palabra que entiendo es «detrás». Dice: —Gilipollas.
Dice algo que podría ser «cada» o «nada». La cosa es que no te puedes poner a
rellenar los espacios en blanco, así que ahí estoy, en la cocina, solo y
gritando para que se me oiga por encima de la tralla discotequera de donde sea.
Ella suena joven y agotada, así que le pregunto si va a confiar en mí. Si está
cansada de que le duela. Si sólo hay una forma de acabar con tu dolor, le
pregunto, ¿lo harás? Mi pez nada muy excitado en su pecera, encima de la
nevera, así que le echo un Valium en el agua. Le estoy gritando a esa chica que
si ya ha tenido bastante. Le estoy gritando que no me voy a quedar a oírla quejarse.
Quedarme aquí a intentar arreglarle la vida es una pérdida de tiempo. La gente
no quiere que les arregles la vida. Nadie quiere que le solucionen sus
problemas. Sus dramas. Sus congojas. Ni quieren resueltas sus historias. Ni sus
líos. Porque ¿qué les quedaría? Sólo lo desconocido, grande y aterrador. La
mayoría de los que me llaman ya saben lo que quieren. Los hay que quieren morir
pero me piden primero permiso. Los hay que quieren morir y necesitan un poco de
ánimo. Un empujoncito. A alguien dispuesto a suicidarse no le queda mucho
sentido del humor. Una palabra en falso y a la semana siguiente ya son una
necrológica. Aunque la mitad de las llamadas que recibo casi no las escucho.
Con la mayoría, decido quién vive y quién muere por el tono de voz. Con la
chica de la disco no estamos yendo a ninguna parte, así que le digo que se
mate. Ella dice: —¿Qué? Mátate. Ella dice: —¿Qué? Inténtalo con barbitúricos y
alcohol y la cabeza metida en una bolsa de plástico. Ella dice: -¿Qué? No se
puede empanar bien un filete sólo con una mano, así . que le digo que ahora o
nunca. O lo hace o no lo hace. Yo estoy con ella. No va a morirse sola, pero no
tengo toda la noche. Lo que parece parte de la música es ella, que se pone a
llorar muy fuerte. Entonces cuelgo. Además de empanar un filete, esa gente
quiere que les enderece la vida.
Con el teléfono
en la mano, intento con la otra que las migas se queden pegadas. No tendría que
ser tan difícil. Se moja el filete en huevo. Se sacude para escurrirlo y se
echa el pan rallado. El problema del filete es que no sé poner bien el pan
rallado. Hay sitios en que el filete está sin tapar. En otros hay tanto pan que
no se sabe lo que hay dentro. Antes, esto solía ser una risa. Te llama la gente
al borde del suicidio. Llaman mujeres. Me quedo aquí sólito, con mi pez, solo
en esta cocina sucia empanando chuletas de cerdo o vete a saber qué, vestido
sólo con unos calzoncillos y escuchando los rezos de alguien Administrando
redención y castigo. Me llama un tío, cuando ya me he ido a dormir. Las
llamadas seguirían toda la noche si no desenchufase el teléfono. Algún capullo
me llama de noche, después de que cierren los bares, para decirme que está
sentado de piernas cruzadas en el suelo de su apartamento. No puede dormir sin
que le asalten horribles pesadillas. Ve en sueños cómo se estrellan aviones
llenos de gente. Es todo muy real, y nadie quiere ayudarle. No puede dormir. Me
cuenta que tiene un rifle apoyado en la barbilla, y me pide que le dé un buen
motivo para no apretar el gatillo. No puede vivir conociendo el futuro y sin
poder hacer nada para salvar a nadie. Me llaman los victimistas. Los sufridores
crónicos. Llaman. Interrumpen mi propio tedio. Es mejor que la televisión. Yo
le digo que adelante. Estoy medio dormido. Son las tres de la madrugada, y
mañana he de trabajar. Le digo que se dé prisa, antes de que me duerma, y
apriete el gatillo. Le digo que este mundo no es tan hermoso como para quedarse
y sufrir. Como mundo no es gran cosa. Mi trabajo se trata de que trabajo la
mayoría del tiempo para una compañía de limpieza. Marmitón a tiempo completo.
Dios a tiempo parcial. Experiencias anteriores me han enseñado a apartar el
auricular de la oreja cuando oigo el clic del gatillo. Suena una explosión, un
momento de ruido estático y el auricular cae al suelo en algún lugar. Soy la
última persona que ha hablado con él, y me vuelvo a dormir antes de que se
apague el eco del disparo en mis oídos. La semana que viene hay que buscar la
necrológica, quince centímetros escasos que no cuentan nada importante. Hay que
buscar la necrológica, si no, no hay manera de saber si pasó de verdad o fue un
sueño. No espero que me entendáis. Es otro estilo de diversión. Ese tipo de
control es como un chute. Pone en la necrológica que el de la escopeta se
llamaba Trevor Hollis, y saber que era una persona real me hace sentir de
maravilla. Si es asesinato o no lo es, depende de lo responsable que quieras
sentirte. Ni siquiera puedo decir que lo de las intervenciones críticas fuese
mi idea. La verdad es que este mundo es terrible, y yo acabé con su
sufrimiento. La idea me llegó por casualidad, cuando un periódico sacó un
artículo sobre una línea de ayuda para crisis graves. El teléfono que salía en
el periódico era el mío por equivocación. Un error tipográfico. Nadie leyó la
fe de errores del día siguiente, y la gente empezó a llamarme día y noche para
contarme sus problemas.
Por favor, no
piensen que estoy aquí para salvar vidas. En lo de ser o no ser, no soy yo
quien toma decisiones. Y no crean que estoy por encima de hablar así con
mujeres. Mujeres vulnerables. Paralíticas emocionales. Casi me contratan en
McDonald's una vez, y eso que sólo pedí el trabajo para conocer chicas jóvenes.
Chicas negras, hispanas, blancas, chicas chinas, en el mismo formulario pone
que McDonald's contrata todo tipo de razas y grupos étnicos. Eso son chicas,
chicas y más chicas, al estilo bufé. En el formulario pone también que si
tienes una de las enfermedades siguientes: Hepatitis A Salmonella Shigella
Staphilococcus Giardia o Campylobacter, no puedes trabajar con ellos. Ésa es
una garantía mejor que la que tienes si conoces a chicas en la calle. Todo
cuidado es poco. En McDonald's por lo menos consta que está limpia. Además, hay
muchas posibilidades de que sean jóvenes. Jóvenes y con granos. Con risitas de
joven. Tontitas como jóvenes, y tan idiotas como yo. Chicas de dieciocho,
diecinueve o veinte años. Sólo quiero hablar con ellas. Chicas de residencia
universitaria. En su último año de instituto. Menores emancipadas. Es lo mismo
con esas suicidas que me llaman. La mayoría son muy jóvenes. Lloran, con el
pelo mojado pegado a la cara, en un teléfono público bajo la lluvia, y llaman
para que las rescate. Me llaman, acurrucadas desde hace días en la cama.
Mesías, me llaman. Salvador. Sorben la nariz y se atragantan y me cuentan con
todo detalle lo que yo quiero. Algunas noches es maravilloso oírlas en la
oscuridad. La chica confía del todo en mí. Con el teléfono en una mano, puedo
imaginarme que la otra mano es ella. No es que quiera casarme. Admiro a la
gente que es capaz de comprometerse con un tatuaje. Cuando el periódico publicó
el número de teléfono correcto, las llamadas empezaron a cesar. De la cantidad
de gente que me llamaba al principio, los que no están muertos están cabreados
conmigo. Ya no llamaba nadie nuevo. Al final no me aceptaron en McDonald's, así
que hice un puñado de pegatinas grandes. Las pegatinas tenían que destacar.
Tienen que ser fáciles de leer de noche para alguien que llora drogado o
borracho. Las pegatinas que uso son en blanco y negro, y las letras dicen:
«Date otra oportunidad, a ti y a tu vida. Si necesitas ayuda, llama.» Y mi
número de teléfono. La segunda versión era: «Si eres una joven de sexualidad
irresponsable con problemas de bebida, pide ayuda. Llama a…», y mi número de
teléfono. Creedme. No hagáis este tipo de pegatinas. Con este tipo de
pegatinas, irá alguien de la policía a haceros una visita. Con el número de
teléfono pueden utilizar un listado inverso y señalaros como criminales en
potencia. A partir de entonces, en cada llamada que hagáis se oirá el clic clic
clic que indica que el teléfono está pinchado. Creedme. Si usáis el primer
modelo de pegatina, llamará gente que confiesa sus pecados, que se queja, que
pide consejo, que busca aprobación. A las chicas que se conocen así nunca les
falta mucho para acabar de hundirse en la miseria. Hay un harén de mujeres
aferradas al teléfono, al límite, que ruegan que por favor las llames. Por
favor. Podéis decir si queréis que soy un depredador sexual, pero cuando pienso
en depredadores pienso en leones o tigres, en grandes felinos, en tiburones.
Ésta no es una relación entre un depredador y su presa. No es entre carroñero,
buitre o hiena contra carroña. No es entre parásito y huésped. Todos juntos
somos miserables. Es lo opuesto a un crimen sin víctimas. Lo más importante es
poner las pegatinas en los teléfonos públicos. Valen la pena las cabinas
mugrientas cercanas a puentes con fuertes corrientes de agua. Probad a ponerlas
cerca de los tugurios de los que echan a la gente sin sitio adonde ir. En menos
que canta un gallo estaréis en danza. Os hará falta un auricular de esos que
suena como si uno hablase desde muy dentro de algo. Entonces llamará la gente
con una crisis y oirán tirar de la cadena. Oirán el rugido de la batidora, y
sabrán que os la trae floja. Estos días me hace falta uno de esos receptores
inalámbricos de telefonista. Una especie de walkman de la miseria humana. A
vida o muerte. Sexo o muerte. Así se pueden tomar decisiones a vida o muerte
con las manos libres a cada momento, cuando la gente llama para confesar su
horrible crimen. Entonces imparto penitencia. Condeno a la gente. Les doy a
tíos desquiciados el teléfono de tías en su misma situación. Igual que con la
mayoría de rezos, el grueso de lo que uno oye son quejas y ruegos. Ayúdame.
Escúchame. Guíame. Perdóname. Vuelve a sonar el teléfono. Me es casi imposible
hacer bien la fina capa de migas del filete, y la del teléfono es una chica
nueva que llora. Le pregunto de entrada si va a confiar en mí. Le pregunto si
me lo contará todo. Mi pececito y yo nadamos juntos en el mismo sitio. Parece
que haya sacado el filete del cajón de arena del gato. Para calmar a esa chica
y conseguir que me escuche le cuento la historia de mi pez. El de ahora es el
pez seiscientos cuarenta y uno de toda una vida de peces. Mis padres me
compraron el primero para enseñarme a amar y cuidar otra criatura del Señor.
Pasados seiscientos cuarenta peces, lo único que sé es que todo lo que uno ama
se muere. Cuando conoces a alguien especial, puedes estar seguro de que un día
caerá muerto al suelo.
La Muerte de Rasputín (del libro "Rasputín" de Henri Troyat)
Después de esto,
la violenta requisitoria de Purichkevich contra el staretz en la Duma añade leña al fuego. Hombre de sacudones y de
violencias, este diputado de extrema derecha es conocido por su culto de la
monarquía, su antisemitismo visceral y su obsesión por los complots
revolucionarios. Por todas partes huele intrigas y traiciones. Paladín de la
guerra a ultranza, no se contenta con palabras y organiza ambulancias, puestos
de socorro y cantinas para los soldados. Con sus ataques contra Rasputín ante
la Asamblea Legislativa, ha eliminado los últimos escrúpulos de su joven
oyente. Éste se reúne con él en su tren sanitario el 21 de noviembre de 1916.
Los dos están de acuerdo en la urgencia de suprimir la "bestia
inmunda". Al día siguiente, vuelven a encontrarse en el palacio Yusupov,
con Sukhotin y el gran duque Dimitri. Félix expone su plan desde el principio:
sugiere atraer a Rasputín a su palacio pretendiendo, para entusiasmarlo, que su
mujer está deseosa de conocerlo. En realidad, la princesa Irina está pasando
una temporada en Crimea con sus suegros. Pero Rasputín no lo sabe. Muy
aficionado a los encuentros femeninos, responderá sin desconfianza a la
invitación del príncipe. Falta decidir el medio a emplear para matarlo. Sería
imprudente hacerlo a pistola porque el palacio Yusupov está situado frente a
una comisaría y los disparos no dejarían de alertar a los agentes. Más que un
arma blanca, el veneno representa evidentemente la mejor solución. Después se
tratará de disimular el cadáver. Nada más fácil: lo sumergirán en el Neva
haciendo un agujero en el hielo. Para prevenir cualquier inconveniente, deciden
reclutar a una persona que tenga conocimientos de medicina y que, en caso de
necesidad, pueda hacer de chofer. Purichkevich propone recurrir al médico jefe
de su destacamento sanitario, el doctor Estanislao Lazovert. Este último,
contactado en secreto, acepta participar en un atentado que salvará a Rusia y
promete, además, proporcionar el veneno. Ahora los conjurados son cinco:
Yusupov, Sukhotin, Purichkevich, el gran duque Dimitri y Lazovert. Todos
patriotas dispuestos a arriesgar su reputación y su libertad en nombre del
interés del Estado.
Cada vez más excitado por la inminencia del
acontecimiento, Félix elige la noche del 16 al 17 de diciembre para terminar
con el staretz. Todas sus veladas
están tomadas de aquí hasta entonces. A fin de evitar sospechas, debe continuar
viviendo como si nada ocurriera hasta la fecha fatídica. Sin embargo, no puede
impedirse informar al diputado Basilio Maklakov sobre sus preparativos. Incluso
le sugiere que se una a la acción. Maklakov invoca su próximo viaje a Moscú
para declinar la oferta, pero declara que aprueba sin reservas esa operación de
salud pública. Autoriza a su visitante a tomar de su mesa de trabajo una
cachiporra de plomo de dos kilos, recubierta de caucho, que constituye un arma
temible. Félix se confía igualmente al presidente de la Duma, Rodzianko, quien,
como Maklakov, apoya el proyecto pero no cree posible participar en persona. La
exaltación del príncipe es comparable a la de un actor antes de entrar en
escena. Incapaz de contenerse, escribe a su madre y a su mujer, a Crimea, para
informarlas en modo alusivo de la gran limpieza que se organiza. La princesa
Irina le responde: "Querido Félix, gracias por tu carta insensata. Pude
entenderla sólo a medias. Me parece que estás por cometer una locura. Por
favor, ten cuidado. No te mezcles en cosas vergonzosas".[1] Por su parte, al inquieto
Purichkevich le cuesta sujetar su lengua. Sabiendo que su colega Maklakov
"piensa" como él, quiere hacerlo partícipe del secreto. Pero Maklakov
le confiesa que ya sabe todo por Félix y que está inquieto. Y alerta a Kerenski,
el líder de izquierda. Éste tiene un temor: ¿la eliminación de Rasputín no
reforzará el prestigio de la monarquía? ¿Cómo prever, en efecto, la reacción
del público? ¿Quién sabe si, "liquidando" al staretz, los conjurados no van a comprometer la victoria del
socialismo? A los ojos de los "laboristas" de la Duma, es una carta
necesaria para precipitar la caída del régimen.
Mientras tanto, Rasputín saborea por
adelantado el placer de encontrarse con la mujer del "pequeño", la
seductora princesa Irina, en una cita reservada. Está tan impaciente de acudir
a esa velada como su asesino en prepararla. Como el palacio Yusupov está en
reparaciones, Félix vive en casa de sus suegros. Pero no tiene importancia: ha
elegido recibir al staretz en su
vasta morada familiar, sobre el muelle del Moika. Ha hecho preparar y decorar
especialmente un lugar espacioso en el subsuelo. El techo bajo tiene viejas
lámparas. Dos tragaluces dan sobre el muelle. En los muros hay colgaduras
rojas. En el medio, una doble arcada. A un lado, el comedor, con su chimenea de
granito rosa en la que arde un fuego de leña; al otro, un lugar de descanso con
un armario de ébano con incrustaciones, espejos y columnitas; sillones de
respaldo alto y, en el suelo, una inmensa piel de oso blanco. Aquí y allá muebles
preciosos, bibelots, un conjunto bien organizado en el que cada objeto ha sido
seleccionado por el dueño de casa.
Félix Yusupov
El 16 de diciembre, a las once de la noche,
todo está listo. Los criados se han retirado después de haber dispuesto en la
mesa el samovar, masas, botellas y vasos. Lazovert se calza guantes de goma,
pulveriza los cristales de cianuro de potasio y, tomando de las bandejas unas
masas rellenas de crema rosada, las corta en dos, les pone una fuerte dosis de
veneno, las une borde a borde, las pone en su lugar y arroja los guantes en la
chimenea, de la que se desprende un humo acre. Tosiendo y echando pestes, los
cinco hombres suben la escalera de caracol que conduce al escritorio de Félix.
Allí, el príncipe saca de un secreter dos frascos de cianuro líquido. Se ha
convenido que Sukhotin y Purichkevich verterán el contenido en dos de los
grandes vasos alineados sobre el aparador. Esto deberá hacerse veinte minutos
después de la partida de Félix hacia la calle Gorokhovaia, donde Rasputín
espera que vayan a buscarlo. De ese modo, el veneno no tendrá tiempo de
evaporarse. Con el escenario listo en sus menores detalles, Lazovert, vestido
de chofer, y Yusupov, hundido en un espeso abrigo de pieles y con la cabeza
cubierta de una gorra con orejeras, salen de la casa y suben al coche.
Durante ese tiempo, en el departamento de la
calle Gorokhovaia, las dos hijas de Rasputín, Maria y Varvara, que viven con
él, tratan de convencerlo de que renuncie a su extraña cita nocturna. Pero él
les explica que, al aceptar la invitación de Félix cuenta con acercarse al clan
hostil a la Zarina, reconciliar a Alejandra Fedorovna con su hermana Isabel y
llevar la paz a toda la familia imperial. "Sí, palomas mías", les
dice, "nuestro plan está triunfando." Y como ellas le participan sus
prevenciones contra Félix, que es taimado, cobarde y perverso, las tranquiliza:
"Es débil, muy débil. Es un pecador. Pero su corazón ha conocido el
arrepentimiento y viene a buscarme para vencer su debilidad y restaurar su
salud, que está lejos de ser robusta".
En el mismo momento, Félix, a bordo de su
coche, es asaltado por un brusco remordimiento. La perspectiva de atraer a su
casa a un hombre cuya pérdida ha jurado le causa horror como una transgresión a
las leyes de la hospitalidad. Casi lamenta haber decidido que el crimen tuviera
lugar bajo su techo. ¡Demasiado tarde para retroceder! El automóvil se detiene
ante la casa del staretz. El portero
ha recibido la consigna de dejar pasar al visitante indicándole la escalera de
servicio. Al llegar al palier del departamento, Félix llama a la puerta. El que
abre es Rasputín. Está vestido de fiesta: blusa de seda blanca bordada con
flores, ancho pantalón de terciopelo negro, cinturón color frambuesa, botas
nuevas, cabello y barba peinados con coquetería. "Cuando se me
acercó", anotará Yusupov, "sentí un fuerte olor a jabón barato, que
me demostró la atención especial que había otorgado ese día a su arreglo. Nunca
lo había visto tan limpio y cuidado." Rasputín espera que la madre de
Félix, cuya animosidad conoce, no asista a la reunión. Yusupov lo tranquiliza:
estará sólo su mujer; su madre está en Crimea. "No me gusta tu mamá",
gruñe Rasputín. "Sé que me odia. Es amiga de Isabel.[2] Las dos intrigan contra mí
y hacen correr calumnias acerca de mi conducta. La misma Zarina me ha repetido
que eran mis peores enemigas. Mira, anoche Protopopov vino a verme y me hizo
jurar que no saldría en estos días. 'Te van a matar', me dijo. 'Tus enemigos te
preparan algo malo.' Pero será inútil; no lo lograrán; sus brazos no son
suficientemente largos... ¡Bueno, basta de charla! ¡Vamos!" Félix lo ayuda
a ponerse las galochas encima de las botas y una pesada pelliza sobre los
hombros. Así vestido, Rasputín le parece todavía más grande y más fuerte que de
costumbre: un oso indestructible. Y él conduce a ese oso a una trampa.
"Una inmensa piedad se apoderó de mí", escribirá. "Me pregunté
cómo había podido concebir un crimen tan cobarde." Lo que lo deja
estupefacto es la confianza que le demuestra su futura víctima. ¿Qué se ha hecho
de la clarividencia de ese hombre del que se dice que sabe leer los
pensamientos y prever el porvenir? ¿No estará a la vez consciente de la suerte
que le espera e impaciente por someterse a ella para obedecer a la voluntad de
Dios?
El aire fresco de la calle revigoriza a Félix.
Lazovert, como un chofer acostumbrado, abre la portezuela del coche. Rasputín y
el príncipe se instalan lado a lado. La casa del Moika está cerca de la calle
Gorokhovaia. Minutos después, el automóvil se interna en el patio del palacio y
se detiene ante la escalinata.
Al penetrar en la sala del subsuelo, los dos
oyen voces apagadas y el sonido de un gramófono que toca una canción
norteamericana: Yankee Doodle. Eso también forma parte del programa.
Como Rasputín se sorprende, Félix le explica que su mujer recibe algunos
amigos, que están por irse y que ella bajará cuando hayan partido. Mientras
esperan, es mejor comer algunas golosinas y tomar vino. Rasputín acepta, pero
Félix está tan nervioso que se equivoca y le presenta primero las masas
inofensivas. "No quiero", dice Rasputín. ¡Son demasiado dulces!"
Poco después, recobrado, Félix le tiende la bandeja de las masas rellenas con
crema rosa y cianuro. Cambiando de idea, el staretz
toma una, después otra. Las mastica con placer, sin dejar de hablar. En lugar
de caer como fulminado, no manifiesta ningún malestar. Sorprendido por su
resistencia, Félix le ofrece vino. Pero se equivoca de nuevo y le entrega un
vaso sin veneno. En fin, como Rasputín dice que todavía tiene sed, logra darle
la bebida preparada por Sukhotin y Purichkevich, que tendría que matarlo del
primer trago. Impasible, el staretz
bebe a pequeños sorbos y contempla a su asesino con una expresión de picardía
malévola. Tiene aire de decir: "Ya ves, por más que hagas, ¡no puedes nada
contra mí!". Después de un momento, al ver la guitarra de Félix, sugiere:
"Toca algo alegre. Me gusta oírte". "¡Realmente no tengo
ganas!", balbucea Félix, al borde de una crisis. Luego, como Rasputín
insiste, toma la guitarra y entona una romanza melancólica. Su voz de tenor,
muy alta, de pronto le parece falsa, desentonada, irreal. ¿No va a despertar de
ese delirio? Mientras él canta, con el corazón oprimido y las ideas en
desorden, Rasputín se adormece.
Ya son las dos y media de la mañana. Arriba,
los otros conspiradores de agitan. Levantando la cabeza, Rasputín pregunta qué
significa ese alboroto. Trastornado, Félix le asegura que son los invitados de
su mujer que se preparan para irse y que ella no tardará en aparecer. Y dejando
al staretz dormir la mona, sube a su
escritorio. Sus amigos se precipitan sobre él. "¡El veneno no hizo
efecto!", informa, abrumado. Al oírlo, se aterrorizan: "¡Sin embargo,
la dosis era enorme! ¿Tragó todo?" "¡Todo!", responde Félix. Los
cinco cómplices intercambian miradas despavoridas. En esas condiciones, hay que
rever la estrategia con urgencia. Al término de una discusión afiebrada,
durante la cual cada uno da su opinión, deciden bajar en grupo, arrojarse sobre
Rasputín y estrangularlo. Ya están en fila india en la escalera cuando Félix
recapacita. Dice que prefiere actuar sin la ayuda de nadie. Los otros aprueban.
Con una firmeza de la que él mismo se asombra, toma el revólver del gran duque
Dimitri y penetra solo en la habitación del subsuelo donde el staretz está siempre sentado en el mismo
lugar, con la frente inclinada y la respiración jadeante. "Tengo la cabeza
pesada y una sensación de ardor en el estómago", eructa Rasputín. Y pide
más vino madera.Vacía su vaso, se enjuga la barba y propone terminar la noche
con los gitanos. ¿Cómo puede pensar en banquetear y reír después de haber
absorbido una dosis de veneno como para matar un buey? Ese apetito de placer en
alguien que está por morir aterra a Félix, que ve en ello una monstruosidad de
la naturaleza humana. Con el revólver oculto detrás de la espalda, mira
alternativamente al que está frente a él y a un crucifijo de cristal de roca y
plata cincelada que adorna el remate del armario de ébano. Pide en silencio al
emblema divino que lo ayude a vencer las fuerzas infernales que mantienen con
vida ese cuerpo en apariencia invulnerable. En tanto que Rasputín, inconsciente
o despreocupado, se endereza y parece interesarse en los detalles del armario
antiguo, él pronuncia con una voz temblorosa: "¡Gregorio Efimovich, harías
mejor en mirar el crucifijo y rezar una plegaria!". Ante esas palabras,
Rasputín tiene una expresión de aceptación y de mansedumbre. Se diría que acaba
de comprender por qué lo han llevado allí y que está de acuerdo en morir a
manos de su huésped. Como si obedeciera a una orden de su víctima, Félix
levanta lentamente el revólver, apunta al corazón y tira. El staretz lanza un aullido de bestia, se
tambalea y se desploma pesadamente sobre la piel de oso.
Al oír el disparo, los amigos acuden. Pero, en
su precipitación, enganchan el conmutador eléctrico y se apaga la luz. Chocan
entre ellos susurrando en la oscuridad, luego se inmovilizan, temiendo tropezar
con el cadáver. Al fin, alguno encuentra a tientas el interruptor y las
lámparas vuelven a encenderse. Rasputín yace de espaldas, en medio de la piel
de oso, con los ojos cerrados y las manos crispadas. Una mancha de sangre se
extiende sobre su hermosa camisa bordada con flores. Sus rasgos se contraen por
momentos sin que él levante los párpados. Pronto deja de moverse. El doctor
Lazovert constata que el staretz está
bien muerto. Alivio general. Los rostros se distienden como los de los buenos
obreros que han terminado su trabajo. Mueven el cuerpo y lo dejan sobre el
mosaico para evitar que la sangre manche la piel de oso, lo que proporcionaría
un indicio a los investigadores. Luego, los cinco conjurados suben al
escritorio sin apresurarse. Cada uno de ellos se considera como el salvador del
país y de la dinastía. Mañana, toda Rusia les agradecerá.
Son las tres de la mañana. Conforme al plan
establecido, Sukhotin y Lazovert deben simular el regreso de Rasputín a su
domicilio para desviar las primeras sospechas. Con ese propósito, Sukhotin,
encargado de hacerse pasar por el staretz,
se desliza la pelliza del muerto sobre su capote militar y se coloca su gorro
de piel. Lazovert se pone su uniforme de chofer. Parten en el coche descubierto
de Purichkevich seguidos por el gran duque Dimitri. Después de hacer creer que
Rasputín había vuelto a su casa, no tendrán más que volver al coche cerrado del
gran duque para retirar el cadáver y transportarlo hacia la isla Petrovski.
Purichkevich y Félix quedan solos en el
palacio Yusupov esperando que sus cómplices se reúnan con ellos. Para calmar
los nervios, hablan del porvenir de Rusia, al fin desembarazada del demonio que
la desfiguraba. Pero de pronto Félix tiene un presentimiento. Siente la
necesidad de volver a ver al muerto. Rápidamente baja al subsuelo. ¡Dios sea
loado! Rasputín sigue tendido, inmóvil, sobre los mosaicos. Por las dudas, le
tantea el pulso. Ningún latido. Con repulsión, le sacude el brazo, que cae,
inerte. Cuando está a punto de volver al escritorio, le llama la atención un
ligero estremecimiento que recorre el rostro del staretz. El párpado izquierdo se levanta imperceptiblemente. Y, de
pronto, Rasputín abre los ojos. Espantado, Félix quiere huir, pero las piernas
le flaquean. Rasputín ya está de pie, con las pupilas fosforescentes, espuma en
los labios, la garganta llena de aullidos. Grita: "¡Félix! ¡Félix!"
Y, arrojándose sobre él, le aferra la garganta. A medias estrangulado, Félix
tiene la sensación de luchar contra Satán en persona. Ni el veneno ni las balas
han podido contra el monstruoso mujik
Es más fuerte que la muerte. Más fuerte que Dios. ¡Todo está perdido! Por fin,
con un esfuerzo desesperado, Félix consigue librarse de sus brazos. Rasputín
cae hacia atrás, con estertores y aferrando en su mano la charretera que acaba
de arrancar del uniforme de su asesino. Inmediatamente, Félix se precipita a la
escalera y llama a Purichkevich, que ha quedado arriba: "¡Rápido! ¡Rápido!
¡Baje! ¡Todavía vive!"
Purichkevich prepara su revólver, se precipita
por los escalones y llega justo a tiempo para ver a Rasputín, que ha escapado
del subsuelo y se dirige pesadamente hacia una de las puertas del patio.
Justamente la que no está cerrada. El staretz
corre tambaleándose. Va a escapar. Y repite con una voz terrible: "¡Félix!
¡Félix! ¡Le diré todo a la Emperatriz!". El príncipe oye ese llamado con
un sentimiento de angustia religiosa. ¿Y si se hubieran equivocado? ¿Si
Rasputín fuera verdaderamente un hombre de Dios? Purichkevich tira dos veces
sobre el fugitivo y yerra. Furioso, se muerde la mano izquierda para calmar el
temblor que lo agita y tira de nuevo. Alcanzado en la espalda, Rasputín se
detiene y vacila. Purichkevich lo alcanza, apunta a la cabeza y tira. Esta vez,
el staretz se desploma, de cara al
suelo. Dominado por la furia, Purichkevich le da un violento puntapié con la
bota en la sien izquierda. Rasputín se estremece, se arrastra sobre el vientre
y se inmoviliza definitivamente no lejos de la reja. Al tener la certeza de su
muerte, Purichkevich vuelve hacia adentro a grandes pasos. Félix, testigo de la
ejecución, se acerca. Las piernas le flaquean pero no puede apartarse de la
visión del cuerpo acostado en la nieve. Teme verlo enderezarse bruscamente,
como hace un momento. Pero no, ya está terminado. No habrá una tercera
resurrección para el staretz. Se
acercan algunos sirvientes, alertados por las detonaciones. Son gente de
confianza. No dirán nada.
Destrozado por las emociones, Félix sube a su
escritorio, pasa al cuarto de baño y vomita. Entre dos arcadas farfulla:
"¡Félix!, ¡Félix!", con la voz del difunto. Purichkevich se reúne con
él y lo reconforta. Pero el mucamo les anuncia que dos agentes de policía
quieren hablarles. Han oído los disparos y quieren explicaciones. Muy dueño de
sí, Purichkevich les declara que acaba de matar a Gregorio Rasputín, "ese
que tramaba la pérdida de la patria". Impresionados por la importancia de
las personas presentes, un príncipe y un diputado, los agentes prometen guardar
silencio y hasta aceptan ayudar a transportar el cadáver al vestíbulo.
Una vez que se han ido, Félix quiere ver el
cuerpo por última vez. Cuando lo ve, tendido en la entrada, lleno de heridas,
el rostro tumefacto, la barba manchada con trazos rojos, se apodera de él una
aberración furiosa. Sin reflexionar, vuelve a subir a su escritorio, empuña la
cachiporra envuelta en caucho que le prestó Malakov, vuelve sobre sus pasos y
asesta violentos golpes en el rostro y el vientre del muerto. Salpicado de
sangre, sigue golpeando y repite: "¡Félix!, ¡Félix!..." Purichkevich
y los criados lo sujetan y se lo llevan. Apenas llega a su escritorio se
desmaya.[3]
A todo esto, el gran duque Dimitri, Sukhotin y
Lazovert vuelven en automóvil cerrado para llevarse el cuerpo. Purichkevich,
todavía trastornado, les cuenta las últimas peripecias del homicidio. Deciden
dejar a Félix descansando, envuelven a Rasputín en una lona, lo cargan en el
coche y parten hacia el puente Petrovski, entre las islas Petrovski y
Krestovskil. El vehículo se detiene con las luces apagadas junto al parapeto.
Los conjurados deciden arrojar el cadáver desde lo alto del puente, en un
agujero que han visto en el hielo. Su apuro es tan grande que olvidan ponerle
un lastre, lo que habría permitido mantenerlo en el fondo del agua. Lo levantan
y lo arrojan por el borde al Neva. La pelliza, una galocha y el gorro de la
víctima, que habrían debido ser quemados, van tras los despojos. No queda nada.
Todo está en orden. Cada uno vuelve a su casa con la satisfacción de haber
aprovechado el tiempo. Son las seis y media de la mañana.
En el palacio Yusupov, Félix ha caído en un
sueño de locura. Al despertarse, cree salir de una pesadilla. ¿Qué es verdadero
y qué es falso en las imágenes que lo obsesionan? Junto con su ayuda de cámara,
hace desaparecer las últimas manchas de sangre que podrían conducir a los
investigadores a descubrir el drama. Luego imagina una explicación plausible de
los disparos: uno de sus invitados, en estado de ebriedad, ha tirado sobre uno
de los perros guardianes de la casa para divertirse. Obedeciendo sus órdenes,
el ayuda de cámara mata un perro, lo arrastra por el patio siguiendo las
huellas dejadas por Rasputín y abandona el cadáver, bien a la vista, sobre un
montón de nieve. Satisfecho con la puesta en escena, Félix hace prometer una
vez más a los sirvientes que no revelarán nada de lo ocurrido. Lavado,
afeitado, cepillado, perfumado, reencuentra su seguridad de gran señor. Un poco
más y se tomaría por un héroe de la guerra.
Su primer recaudo es dirigirse al palacio del
gran duque Alejandro, su suegro, donde vive desde que el palacio Yusupov está
en obras. Después del horror que acaba de vivir, no le desagrada cambiar de
ambiente. Su cuñado, Teodoro, sale a su encuentro. Estaba al corriente de la
celada y no ha pegado un ojo en toda la noche. "¿Y bien?", pregunta
con rostro angustiado "¡Rasputín ha muerto!", responde Félix. Ptero no
estoy en condiciones de hablar. Me caigo de sueno. Y dejando a su cuñado
estupefacto, se encierra en su cuarto, se desploma en la cama y se duerme
inmediatamente.
[1]Citado por A. De Jonge, The Life and Times of Grigori Rasputin;
repetido por Yves Ternon, ob. cit.
[2]Hermana mayor de la Emperatriz, viuda del gran duque Sergio.
[3]Las circunstancias del asesinato de Rasputín están relatadas aquí según
las declaraciones de Félix Yusupov y de Vladimiro Purichkevich, que se
diferencian sólo en detalles.