Mostrando entradas con la etiqueta Ray Bradbury. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ray Bradbury. Mostrar todas las entradas

miércoles, 1 de junio de 2016

EL DRAGÓN, por Ray Bradbury

El Dragón

 

Por Ray Bradbury, del libro Remedio Para Melancólicos (1960) 

Ilustraciones Vicente Segrelles



 

La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
—¡No, idiota, nos delatarás!
—¡Qué importa! —dijo el otro hombre—. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
—Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos…
—¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
—¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
—¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
—¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
—Ah… —el segundo hombre suspiró—. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
—¡Suficiente, te digo!
—¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en que año estamos.
—Novecientos años después de Navidad.
—No, no —murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados—. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!
—¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
—¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
—Mira… —murmuró el primer hombre—. Oh, mira, allá.
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
—¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
—¡Pasará por aquí!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballos.
—¡Señor!
—Sí; invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera.
—¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.
—¿Viste? —gritó una voz—. ¿No te lo había dicho?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
—¿Vas a detenerte?
—Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé que siento.
—Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió. Una ráfaga de humo dividió la niebla.
—Llegaremos a Stokely a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.




lunes, 29 de abril de 2013

SUEÑO DE FIEBRE (Por Ray Bradbury)


SUEÑO DE FIEBRE

 



Lo habían puesto entre sábanas tersas, limpias, recién lavadas. Sobre la mesa, bajo la luz rosada del velador, había siempre un vaso de jugo de naranja, espeso y fresco. Bastaba que Charles llamase para que papá y mamá asomaran en seguida las cabezas y vieran cuán enfermo estaba. La acústica del cuarto era buena; se oían las gárgaras de la garganta enlozada, en el cuarto de baño, a la mañana; la lluvia que repiqueteaba en el techo, los ratones sigilosos que se escurrían entre paredes secretas, o el canario que cantaba en la planta baja. Si uno prestaba atención, no era tan malo estar enfermo.

Septiembre avanzaba y las tierras ardían en el otoño. Charles tenía trece años. Llevaba tres días en cama cuando sintió por primera vez aquel terror.

La mano le empezó a cambiar. La mano derecha. Charles la miraba y la mano estaba caliente y sudorosa, allí, sola, sobre el cubrecama. Tembló de pronto, sacudiéndose levemente. Luego se quedó quieta y cambió de color.

Esa tarde vino el doctor y le golpeó el pecho, delgado como el parche de un tambor pequeño.

-¿Cómo estás? -preguntó el doctor sonriendo-. Ya lo sé, no me lo digas: «El resfrío está bien, doctor, pero yo me siento horriblemente.» ¡Ja, ja!

El médico se rió de su propia broma, tantas veces repetida.

Para Charles, allí, acostado, esa bufonada terrible y vieja era ya, casi, una realidad. La broma se le deslizó en la mente. La mente se apartó sintiendo un terror pálido. El doctor no entendía cuán crueles eran esas bromas.

-Doctor -murmuró Charles, abatido y descolorido-. La mano, ya no es mi mano. Esta mañana se convirtió en otra cosa. Quiero que usted me la cambie de nuevo. ¡Doctor, doctor!

El doctor mostró los dientes y le acarició la mano.

-Yo la veo bien, hijo. Soñaste, nada más. Fue un sueño de la fiebre.

-Pero cambió, doctor, oh, doctor -gritó Charles alzando penosamente la mano agitada y pálida-. ¡Cambió!

El doctor guiñó un ojo.

-Te daré una píldora rosada para eso. -Puso una tableta sobre la lengua de Charlie-. ¡Traga!

-¿Hará que mi mano cambie y sea yo otra vez?

-Sí, sí.

Había silencio en la casa cuando el doctor se alejó en el automóvil, bajo el cielo de septiembre, tranquilo y azul. Lejos, en la planta baja, en el mundo de la cocina, sonaba el tictac de un reloj. Charles, acostado, se miraba la mano.

No era aún como antes. Seguía siendo otra cosa.

Afuera soplaba el viento. Las hojas golpeaban los vidrios fríos.

A las cuatro le cambió la otra mano. Parecía casi una fiebre. Latía y se trasformaba, célula a célula. Palpitaba como un corazón caliente. Las uñas se le pusieron azules, y luego rojas. Tardó casi una hora en cambiar, y al fin pareció casi una mano como todas. Pero no era como todas. Ya no era él. Charles, tendido, inmóvil, fascinado y horrorizado a la vez, cayó en un sueño pesado.

A las seis mamá trajo la sopa. Charlie no la tocó.

-No tengo manos -dijo con los ojos cerrados.

-Tus manos están perfectamente bien -dijo mamá.

-No -gimió Charlie-. No tengo manos. Me siento como si tuviese muñones. Oh, papá, mamá, ayúdame, ayúdame, estoy muy asustado.

Mamá tuvo que darle de comer.

-Mamá -dijo Charlie-, llama al doctor, otra vez. Sé buena. Estoy tan enfermo...

-El doctor vendrá esta noche, a las ocho -dijo mamá, y salió del cuarto.

A las siete, la noche envolvía la casa. Charles, sentado en la cama, sintió que se le trasformaba una pierna, y luego la otra.

-¡Mamá! ¡Ven, pronto! -gritó.

Pero cuando mamá llegó ya no pasaba nada.

Mamá se fue; y Charlie, otra vez acostado, ya no luchó mientras las piernas le latían y latían, se calentaban al rojo, y el calor de ese cambio febril se difundía por el cuarto. El fuego le trepó de los dedos a los tobillos, y de los tobillos a las rodillas.

-¿Puedo entrar?

El doctor sonreía, en el vano de la puerta.

-¡Doctor! -gritó Charles-. Pronto, ¡levante las mantas!

El doctor levantó pacientemente las mantas.

-Ya veo. Sano y fuerte. Estás sudando, sin embargo. Un poco de fiebre. Te dije que no te movieras, criatura. -Pellizcó la húmeda mejilla rosada-. ¿Te hicieron bien las píldoras? ¿Se te curó la mano?

-No, no; ahora es también la otra mano y las piernas. –

Bueno, bueno, tendré que darte tres píldoras más, una para cada extremidad, ¿eh, mi muchachito? -rió el médico.

-¿Me harán bien? Doctor, por favor, por favor, ¿qué tengo?

-Una escarlatina leve, complicada con un resfrío.

-¿Es un germen que vive y tiene en mí más gérmenes?

-Sí.

-¿Está seguro que esto es una escarlatina? ¡No hizo ningún análisis!

-Bueno, algo sé de enfermedades -dijo el doctor secamente tomándole el pulso al niño.

Charles se quedó acostado, sin hablar, hasta que el doctor empezó a guardar los instrumentos en el maletín negro. Entonces, en el cuarto silencioso la voz de Charles se alzó en un débil sonido. Habló con los ojos brillantes, recordando.

-Leí un libro una vez. Trataba de árboles petrificados. Decía cómo caían los árboles y se pudrían, y los minerales se metían en la madera y crecían, y entonces parecían árboles, pero no, eran piedras.

En el cuarto tranquilo y caldeado, el médico oyó la respiración de Charles.

-¿Y bien? -preguntó.

-Estuve pensando -dijo Charles al cabo de un rato-. ¿Crecen los gérmenes? Quiero decir: en la clase de biología nos hablaron de animales unicelulares, amebas y otras cosas, que hace millones de años se juntaron y formaron el primer cuerpo. Y luego se juntaron más células y crecieron y así nació un pez y al fin aparecimos nosotros. Y todos nosotros somos un montón de células que se juntaron para ayudarse, ¿no es así?

Charles se humedeció los labios. El médico se inclinó sobre la cama.

-¿De qué hablas?

-Tengo que decírselo, doctor, oh, sí, ¡tengo que decírselo! -exclamó Charles-. ¿Qué pasaría, eh, piense, por Dios, qué pasaría si unos microbios se juntaran otra vez como en los tiempos antiguos, y luego, reproduciéndose?...

Charles tenía ahora las manos sobre el pecho, y las manos se le movían, trepando.

-¡Y decidieran ocupar una persona! -gritó Charles.

-¿Ocupar una persona?

-Sí, transformarse en una persona. En mí, en mis manos, ¡en mis pies! ¿Qué sucedería si una enfermedad supiera cómo matar a una persona y luego seguir viviendo?

Charles chilló.

Tenía las manos en el cuello.

El doctor se adelantó, gritando.

A las nueve el padre y la madre escoltaron al doctor hasta el automóvil, le dieron el maletín y se quedaron conversando en el frío viento nocturno.

-Cuiden que tenga las manos atadas a las piernas -dijo el doctor-. No quiero que se lastime.

La madre retuvo un momento el brazo del médico.

-¿Mejorará, doctor?

El doctor le palmeó el hombro.

-¿No soy acaso el médico de la familia, desde hace treinta años? Es la fiebre. Se imagina cosas.

-Pero esas lastimaduras en el cuello, por poco se estrangula.

-Manténgalo atado. Mañana estará bien.

El coche se alejó por el oscuro camino de septiembre.

A las tres de la mañana, Charles estaba todavía despierto en el cuarto en sombras. Sentía la cama húmeda bajo la cabeza y la espalda. Se le estaba trasformando el cuerpo. No se movía, y miraba el vasto cielo raso desierto con una concentración demente. Durante un rato había gritado, debatiéndose, pero ahora estaba débil y ronco, y la madre se había levantado varias veces a refrescarle la frente con una toalla mojada. Ahora yacía en silencio, con las manos atadas a las piernas.

Sentía el cambio en las paredes del cuerpo y en los órganos. Los pulmones le ardían como fuelles encendidos de alcohol rosado. El cuarto parecía iluminado por el resplandor trémulo de una hoguera.

Ahora ya no tenía cuerpo. Todo había desaparecido. El cuerpo estaba ahí, debajo, pero parecía la inmensa pulsación de una droga ardiente y letárgica. Era como si una guillotina lo hubiese separado limpiamente de la cabeza, que yacía brillante sobre la almohada de medianoche, y el cuerpo, abajo, vivo, perteneciese a algún otro. La enfermedad había devorado el cuerpo, reproduciéndolo luego en un doble afiebrado. Allí estaba el vello de las manos, y las uñas y las cicatrices y los dedos de los pies, y el lunar en la cadera derecha, todo de nuevo y perfecto.

Estoy muerto, pensó Charles. Me han matado, y sin embargo todavía vivo. Mi cuerpo está muerto, es todo enfermedad, y nadie lo sabrá nunca. Caminaré y no seré yo, seré otra cosa. Seré algo dañino, maligno, tan poderoso y maligno que es casi inconcebible. Algo que se comprará zapatos y beberá agua y se casará algún día, quizá, y que hará en el mundo un daño que nadie hizo hasta ahora.

El calor le invadía el cuello, las mejillas, como un vino caliente. Sentía los labios, los párpados como hojas en llamas. Las ventanas de la nariz espiraban débiles fuegos azules.

Esto será todo, pensó. Se me meterá en la cabeza y en el cerebro y me cambiará los ojos y todos los dientes y las huellas del cerebro y todos los pelos y los pliegues de las orejas, y no quedará nada de mí.

Sintió que el cerebro se le llenaba de mercurio caliente. Sintió que el ojo izquierdo se le enroscaba como un caracol, se retraía, se trasformaba. Estaba ciego del ojo izquierdo, ya no le pertenecía. Había pasado a territorio enemigo. Había perdido la lengua, no la sentía ya. La mejilla derecha se le había dormido. El oído izquierdo dejó de oír. Ya era de otro. De esa cosa que estaba haciendo, de ese mineral que reemplazaba a la madera, de esa enfermedad que sustituía a la célula animal sana.

Trató de gritar y consiguió gritar, con una voz aguda y ronca, en el cuarto, cuando ya le zozobraba el cerebro y perdía el ojo derecho y el oído derecho y quedaba ciego y sordo, todo llamas, todo terror, todo pánico, todo muerte.

El grito cesó antes que la madre entrara corriendo en el cuarto.

 

Era una mañana clara y hermosa y el viento ayudó al doctor a subir por el sendero que llevaba a la casa. Arriba, en la ventana, estaba el niño, de pie, totalmente vestido. No contestó cuando el doctor lo saludó con la mano y gritó:

-¿Qué es esto? ¿Levantado? ¡Santo Dios!

Corriendo casi, el doctor, subió las escaleras y entró jadeando en el cuarto.

-¿Qué haces levantado? -le preguntó al niño. Le auscultó el pecho delgado, le tomó el pulso y la temperatura-. ¡Increíble! ¡Absolutamente increíble! Sano. Sano. ¡Dios!

-Nunca más me enfermaré -declaró el niño firmemente, siempre de pie, mirando hacia afuera por la ventana abierta-. Nunca.

-Así lo espero. Pero Charles, tienes muy buen aspecto.

-¿Doctor?

-¿Sí, Charles?

-¿Puedo ir a la escuela, ahora?

-Mañana, espera a mañana. ¿Por qué esa prisa?

-Me gusta la escuela. Y los chicos. Quiero jugar con ellos, y pelear con ellos, y escupirles, y tironear las trenzas a las chicas y estrecharle la mano a la maestra y frotarme las manos en todos los abrigos del guardarropa, y quiero crecer y viajar y casarme y tener muchos hijos, ir a las bibliotecas y ver libros y..., ¡quiero hacer todo eso! -dijo el niño con la mirada fija en la mañana de septiembre-. ¿Cómo me llamó usted?

-¿Qué dices? -preguntó el doctor, perplejo-, Charles, no te he llamado de ningún otro modo.

El chico se encogió de hombros.

-Mejor eso en vez de ningún nombre, supongo.

-Me alegra que quieras volver a la escuela -dijo el doctor.

-Tengo muchas ganas -sonrió el niño-. Gracias por su ayuda, doctor. Deme la mano.

-Con mucho gusto.

Se dieron la mano, gravemente, y el viento claro sopló por la ventana abierta. Se estrecharon la mano casi un minuto, el chico sonriéndole al viejo, dándole las gracias.

Después, riendo, el chico corrió con el doctor escaleras abajo y luego hacia el automóvil. El padre y la madre los siguieron para asistir a la feliz despedida.

-¡Fuerte como un roble! -dijo el doctor-. ¡Increíble!

-Sí, fuerte -dijo el padre-. Se desató anoche, solo. ¿No es verdad, Charles?

-¿Sí? -dijo el niño.

-¡Te desataste! ¿Cómo?

-Oh -dijo el niño-, eso fue hace mucho tiempo.

-¡Hace mucho tiempo!

Todos se rieron y mientras se reían, el niño, en silencio, movió el pie descalzo y rozó apenas unas hormigas rojas que se escurrían por la acera. Secretamente, con los ojos brillantes, mientras los padres y el viejo doctor conversaban, vio que las hormigas vacilaban, se estremecían y se quedaban quietas sobre el cemento. Sintió que estaban frías ahora.

-¡Adiós!

El doctor partió saludando con la mano.

El chico caminó delante de los padres, mirando a lo lejos, hacia la ciudad, y empezó a tararear una canción: Los días felices de la escuela.

-Qué alegría verlo sano otra vez -dijo el padre.

-Escúchalo, sueña con ir otra vez a la escuela.

El chico se volvió, en silencio. Abrazó al padre y a la madre, con fuerza. Los besó varias veces. Luego, sin una palabra, subió la escalera y entró en la casa.

En el vestíbulo, antes que llegaran los otros, abrió rápidamente la puerta de la jaula, metió la mano, y acarició al canario amarillo, una vez.

Luego cerró la puerta de la jaula, dio un paso atrás, y esperó.

 

 

F I N

 

Título Original: Fever Dream 1948. Incluido en la colección de relatos cortos de Ray Bradbury “Remedio Para Melancólicos”, publicada en 1960.