Tal y como vivo
es difícil incluso empanar un filete. Algunas noches es diferente: a veces es
pescado, o pollo. Pero en cuanto tengo una mano pringada de huevo y en la otra
sostengo la carne me llama alguien con problemas. Casi cada noche de mi vida es
así, últimamente. Esta noche es una chica la que me llama desde dentro de una
disco atronadora. La única palabra que entiendo es «detrás». Dice: —Gilipollas.
Dice algo que podría ser «cada» o «nada». La cosa es que no te puedes poner a
rellenar los espacios en blanco, así que ahí estoy, en la cocina, solo y
gritando para que se me oiga por encima de la tralla discotequera de donde sea.
Ella suena joven y agotada, así que le pregunto si va a confiar en mí. Si está
cansada de que le duela. Si sólo hay una forma de acabar con tu dolor, le
pregunto, ¿lo harás? Mi pez nada muy excitado en su pecera, encima de la
nevera, así que le echo un Valium en el agua. Le estoy gritando a esa chica que
si ya ha tenido bastante. Le estoy gritando que no me voy a quedar a oírla quejarse.
Quedarme aquí a intentar arreglarle la vida es una pérdida de tiempo. La gente
no quiere que les arregles la vida. Nadie quiere que le solucionen sus
problemas. Sus dramas. Sus congojas. Ni quieren resueltas sus historias. Ni sus
líos. Porque ¿qué les quedaría? Sólo lo desconocido, grande y aterrador. La
mayoría de los que me llaman ya saben lo que quieren. Los hay que quieren morir
pero me piden primero permiso. Los hay que quieren morir y necesitan un poco de
ánimo. Un empujoncito. A alguien dispuesto a suicidarse no le queda mucho
sentido del humor. Una palabra en falso y a la semana siguiente ya son una
necrológica. Aunque la mitad de las llamadas que recibo casi no las escucho.
Con la mayoría, decido quién vive y quién muere por el tono de voz. Con la
chica de la disco no estamos yendo a ninguna parte, así que le digo que se
mate. Ella dice: —¿Qué? Mátate. Ella dice: —¿Qué? Inténtalo con barbitúricos y
alcohol y la cabeza metida en una bolsa de plástico. Ella dice: -¿Qué? No se
puede empanar bien un filete sólo con una mano, así . que le digo que ahora o
nunca. O lo hace o no lo hace. Yo estoy con ella. No va a morirse sola, pero no
tengo toda la noche. Lo que parece parte de la música es ella, que se pone a
llorar muy fuerte. Entonces cuelgo. Además de empanar un filete, esa gente
quiere que les enderece la vida.
Con el teléfono
en la mano, intento con la otra que las migas se queden pegadas. No tendría que
ser tan difícil. Se moja el filete en huevo. Se sacude para escurrirlo y se
echa el pan rallado. El problema del filete es que no sé poner bien el pan
rallado. Hay sitios en que el filete está sin tapar. En otros hay tanto pan que
no se sabe lo que hay dentro. Antes, esto solía ser una risa. Te llama la gente
al borde del suicidio. Llaman mujeres. Me quedo aquí sólito, con mi pez, solo
en esta cocina sucia empanando chuletas de cerdo o vete a saber qué, vestido
sólo con unos calzoncillos y escuchando los rezos de alguien Administrando
redención y castigo. Me llama un tío, cuando ya me he ido a dormir. Las
llamadas seguirían toda la noche si no desenchufase el teléfono. Algún capullo
me llama de noche, después de que cierren los bares, para decirme que está
sentado de piernas cruzadas en el suelo de su apartamento. No puede dormir sin
que le asalten horribles pesadillas. Ve en sueños cómo se estrellan aviones
llenos de gente. Es todo muy real, y nadie quiere ayudarle. No puede dormir. Me
cuenta que tiene un rifle apoyado en la barbilla, y me pide que le dé un buen
motivo para no apretar el gatillo. No puede vivir conociendo el futuro y sin
poder hacer nada para salvar a nadie. Me llaman los victimistas. Los sufridores
crónicos. Llaman. Interrumpen mi propio tedio. Es mejor que la televisión. Yo
le digo que adelante. Estoy medio dormido. Son las tres de la madrugada, y
mañana he de trabajar. Le digo que se dé prisa, antes de que me duerma, y
apriete el gatillo. Le digo que este mundo no es tan hermoso como para quedarse
y sufrir. Como mundo no es gran cosa. Mi trabajo se trata de que trabajo la
mayoría del tiempo para una compañía de limpieza. Marmitón a tiempo completo.
Dios a tiempo parcial. Experiencias anteriores me han enseñado a apartar el
auricular de la oreja cuando oigo el clic del gatillo. Suena una explosión, un
momento de ruido estático y el auricular cae al suelo en algún lugar. Soy la
última persona que ha hablado con él, y me vuelvo a dormir antes de que se
apague el eco del disparo en mis oídos. La semana que viene hay que buscar la
necrológica, quince centímetros escasos que no cuentan nada importante. Hay que
buscar la necrológica, si no, no hay manera de saber si pasó de verdad o fue un
sueño. No espero que me entendáis. Es otro estilo de diversión. Ese tipo de
control es como un chute. Pone en la necrológica que el de la escopeta se
llamaba Trevor Hollis, y saber que era una persona real me hace sentir de
maravilla. Si es asesinato o no lo es, depende de lo responsable que quieras
sentirte. Ni siquiera puedo decir que lo de las intervenciones críticas fuese
mi idea. La verdad es que este mundo es terrible, y yo acabé con su
sufrimiento. La idea me llegó por casualidad, cuando un periódico sacó un
artículo sobre una línea de ayuda para crisis graves. El teléfono que salía en
el periódico era el mío por equivocación. Un error tipográfico. Nadie leyó la
fe de errores del día siguiente, y la gente empezó a llamarme día y noche para
contarme sus problemas.
Por favor, no
piensen que estoy aquí para salvar vidas. En lo de ser o no ser, no soy yo
quien toma decisiones. Y no crean que estoy por encima de hablar así con
mujeres. Mujeres vulnerables. Paralíticas emocionales. Casi me contratan en
McDonald's una vez, y eso que sólo pedí el trabajo para conocer chicas jóvenes.
Chicas negras, hispanas, blancas, chicas chinas, en el mismo formulario pone
que McDonald's contrata todo tipo de razas y grupos étnicos. Eso son chicas,
chicas y más chicas, al estilo bufé. En el formulario pone también que si
tienes una de las enfermedades siguientes: Hepatitis A Salmonella Shigella
Staphilococcus Giardia o Campylobacter, no puedes trabajar con ellos. Ésa es
una garantía mejor que la que tienes si conoces a chicas en la calle. Todo
cuidado es poco. En McDonald's por lo menos consta que está limpia. Además, hay
muchas posibilidades de que sean jóvenes. Jóvenes y con granos. Con risitas de
joven. Tontitas como jóvenes, y tan idiotas como yo. Chicas de dieciocho,
diecinueve o veinte años. Sólo quiero hablar con ellas. Chicas de residencia
universitaria. En su último año de instituto. Menores emancipadas. Es lo mismo
con esas suicidas que me llaman. La mayoría son muy jóvenes. Lloran, con el
pelo mojado pegado a la cara, en un teléfono público bajo la lluvia, y llaman
para que las rescate. Me llaman, acurrucadas desde hace días en la cama.
Mesías, me llaman. Salvador. Sorben la nariz y se atragantan y me cuentan con
todo detalle lo que yo quiero. Algunas noches es maravilloso oírlas en la
oscuridad. La chica confía del todo en mí. Con el teléfono en una mano, puedo
imaginarme que la otra mano es ella. No es que quiera casarme. Admiro a la
gente que es capaz de comprometerse con un tatuaje. Cuando el periódico publicó
el número de teléfono correcto, las llamadas empezaron a cesar. De la cantidad
de gente que me llamaba al principio, los que no están muertos están cabreados
conmigo. Ya no llamaba nadie nuevo. Al final no me aceptaron en McDonald's, así
que hice un puñado de pegatinas grandes. Las pegatinas tenían que destacar.
Tienen que ser fáciles de leer de noche para alguien que llora drogado o
borracho. Las pegatinas que uso son en blanco y negro, y las letras dicen:
«Date otra oportunidad, a ti y a tu vida. Si necesitas ayuda, llama.» Y mi
número de teléfono. La segunda versión era: «Si eres una joven de sexualidad
irresponsable con problemas de bebida, pide ayuda. Llama a…», y mi número de
teléfono. Creedme. No hagáis este tipo de pegatinas. Con este tipo de
pegatinas, irá alguien de la policía a haceros una visita. Con el número de
teléfono pueden utilizar un listado inverso y señalaros como criminales en
potencia. A partir de entonces, en cada llamada que hagáis se oirá el clic clic
clic que indica que el teléfono está pinchado. Creedme. Si usáis el primer
modelo de pegatina, llamará gente que confiesa sus pecados, que se queja, que
pide consejo, que busca aprobación. A las chicas que se conocen así nunca les
falta mucho para acabar de hundirse en la miseria. Hay un harén de mujeres
aferradas al teléfono, al límite, que ruegan que por favor las llames. Por
favor. Podéis decir si queréis que soy un depredador sexual, pero cuando pienso
en depredadores pienso en leones o tigres, en grandes felinos, en tiburones.
Ésta no es una relación entre un depredador y su presa. No es entre carroñero,
buitre o hiena contra carroña. No es entre parásito y huésped. Todos juntos
somos miserables. Es lo opuesto a un crimen sin víctimas. Lo más importante es
poner las pegatinas en los teléfonos públicos. Valen la pena las cabinas
mugrientas cercanas a puentes con fuertes corrientes de agua. Probad a ponerlas
cerca de los tugurios de los que echan a la gente sin sitio adonde ir. En menos
que canta un gallo estaréis en danza. Os hará falta un auricular de esos que
suena como si uno hablase desde muy dentro de algo. Entonces llamará la gente
con una crisis y oirán tirar de la cadena. Oirán el rugido de la batidora, y
sabrán que os la trae floja. Estos días me hace falta uno de esos receptores
inalámbricos de telefonista. Una especie de walkman de la miseria humana. A
vida o muerte. Sexo o muerte. Así se pueden tomar decisiones a vida o muerte
con las manos libres a cada momento, cuando la gente llama para confesar su
horrible crimen. Entonces imparto penitencia. Condeno a la gente. Les doy a
tíos desquiciados el teléfono de tías en su misma situación. Igual que con la
mayoría de rezos, el grueso de lo que uno oye son quejas y ruegos. Ayúdame.
Escúchame. Guíame. Perdóname. Vuelve a sonar el teléfono. Me es casi imposible
hacer bien la fina capa de migas del filete, y la del teléfono es una chica
nueva que llora. Le pregunto de entrada si va a confiar en mí. Le pregunto si
me lo contará todo. Mi pececito y yo nadamos juntos en el mismo sitio. Parece
que haya sacado el filete del cajón de arena del gato. Para calmar a esa chica
y conseguir que me escuche le cuento la historia de mi pez. El de ahora es el
pez seiscientos cuarenta y uno de toda una vida de peces. Mis padres me
compraron el primero para enseñarme a amar y cuidar otra criatura del Señor.
Pasados seiscientos cuarenta peces, lo único que sé es que todo lo que uno ama
se muere. Cuando conoces a alguien especial, puedes estar seguro de que un día
caerá muerto al suelo.
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