Los genios roban (fragmento de 'Starman' de Paul Trynka)
QEPD David Bowie
Jueves, siete de la tarde:
la decadencia está a punto de introducirse en cinco millones de hogares. Los
padres, pulcramente trajeados, se acomodan en el sillón más cómodo; las madres,
con el delantal puesto, recogen los platos; y los hijos, todavía con la camisa
y el pantalón del uniforme, se apiñan en torno a una pequeña televisión para
cumplir con el ritual más sagrado de la semana.
El escaso público presente
en el estudio, que pulula ataviado con chalecos de punto y trajes, aplaude
educadamente al sonido de dos acordes menores. Quien los rasguea en una
guitarra azul de doce cuerdas es un músico que ocupa el puesto 41 en la lista
de éxitos. La cámara le enfoca primero las manos y luego la cara, donde atrapa
un sutil amago de sonrisa, como la de un niño que espera salir indemne de una
travesura. Pero en el momento en que sus amigos, Trevor, Woody y Mick Ronson,
estallan con un redoble en la caja y una guitarra ronca, la cámara se aleja y
David Bowie le dirige una mirada audaz, una sonrisa lasciva. Mientras el
público, formado por adolescentes excitados y padres escandalizados, trata de
asimilar ese mono guateado y multicolor, ese pelo exuberante y naranja, esos
dientes puntiagudos y esos ojos soñolientos pintados con rímel, él entona una
sucesión de imágenes fascinantes: radios, extraterrestres y rock and roll. Y a
pesar de que el público se debate aún con ese espectáculo confuso y exagerado,
de repente, un staccato de la
guitarra envía un mensaje en morse y, sin previo aviso, llegamos al estribillo.
De la novedad inquietante a
una familiaridad tranquilizadora; en ese momento, la voz de Bowie entona
suavemente «There’s a starman…» y
salta una octava hacia arriba, un viejo truco de la Tin Pan Alley para marcar
la distensión, el clímax. Y al tiempo que describe a ese amable extraterrestre
que espera en el cielo, el público reconoce de repente una melodía y un mensaje
extraídos claramente, sin pudor, del himno en tecnicolor de los años de la guerra,
el escapista «Over the Rainbow» de Judy Garland. Hemos llegado a terreno
conocido, podemos unirnos y cantar la melodía, y a pesar de que dura solo
cuatro compases, son suficientes para que David Bowie trate de alcanzar la
inmortalidad. Menos de un minuto después de haber visto su rostro por primera
vez en Top of the Pops, el programa
musical de la BBC dirigido al público familiar, Bowie se apoya la mano, delgada
y grácil, en la mejilla y su compañero de pelo rubio platino se une a él al
micrófono. En ese instante, con tranquilidad y descaro, Bowie rodea el cuello
del guitarrista con el brazo y acerca a Ronson cariñosamente hacia él. De nuevo
suena el mismo salto de octava al cantar «starman»,
aunque esta vez no sugiere escapar de los límites terrenales, sino de los
límites de la sexualidad.
Entre tanto, el público de
quince millones de espectadores trata de asimilar a esta criatura exótica y
pansexual. En miles de hogares, los chavales, cientos, miles de ellos, están
extasiados, al tiempo que los padres lo miran con desprecio, gritan o se van de
la habitación. Y mientras se siguen preguntando cómo reaccionar, se produce
otro viraje: al son de «let the children
boogie», David Bowie and The Spiders irrumpen con un ritmo de baile
descaradamente a lo T. Rex. Para toda una generación de adolescentes se acaba
de hacer la luz: aquellos noventa segundos de una tarde soleada de julio de
1972 alteraron el rumbo de sus vidas. Hasta aquel momento, la música pop había
tratado fundamentalmente sobre la pertenencia, la identificación con el grupo.
Sin embargo, esta música, que había sido coreografiada con esmero en un sótano
frío y húmedo situado bajo una agencia de señoritas de compañía en el sur de
Londres, era un espectáculo sobre la no pertenencia. Para algunos chavales
aislados y diseminados por el Reino Unido, después para los de la Costa Este de
Estados Unidos y más tarde para los de la Costa Oeste, había llegado la hora.
Era el turno de los outsiders.
A lo largo de las semanas
siguientes se hizo evidente que aquellos tres minutos habían disparado la
carrera de alguien al que hacía poco habían calificado despectivamente de
«prodigio de un solo éxito». La mayoría de los que lo conocían estaban
encantados, aunque también se percibía cierta desconfianza. Un cínico amigo le
puso el apodo de Hip Vera Lynn en
clara referencia a «The White Cliffs of Dover», aquel éxito masivo de los años
de la guerra que también había fusilado la canción más conocida de Judy
Garland, homenaje este que también era plenamente consciente. Unas semanas
después y para hacer hincapié sobre el tema, David empezó a cantar «somewhere over the rainbow» en el
estribillo de «Starman», como si tratase de demostrar la máxima de Pablo
Picasso: «Los buenos artistas copian, los genios roban».
Y eso es lo que él había
hecho, con una desfachatez tan escandalosa como las propias melodías robadas.
La forma en que había recompuesto una serie de viejos motivos para crear una
nueva canción formaba parte de una tradición musical tan antigua como la
humanidad, una tradición que seguían practicando amigos de David de la vieja
escuela pertenecientes al mundo del espectáculo como Lionel Bart, el compositor
de Oliver! Sin embargo, presumir del homenaje, mostrar descaradamente las
costuras, como los ascensores del centro Pompidou, era un truco nuevo, un truco
posmodernista tan perturbador como la postsexualidad de la que había alardeado
al rodear cariñosamente los hombros de Mick Ronson. Puede que Andy Warhol
hubiese puesto de moda este tipo de «apropiación» en el mundo del arte, pero
que un rockero declarase «soy un elegante ladrón» desafiaba una idea sagrada:
que el rock and roll era un medio auténtico y visceral. El rock and roll era real. Había surgido de la alegría y de
la angustia imperantes en los tumultuosos años de la posguerra en Estados
Unidos y había cristalizado en el primer blues eléctrico. Sin embargo, David
alardeaba de esa carencia de autenticidad con una fresca despreocupación. En
unas declaraciones hechas a un entrevistador expuso: «El único arte que voy a estudiar
será aquel del que pueda robar. Creo que mi forma de plagiar es muy eficaz». El
robo sin tapujos de sonidos icónicos constituía una nueva e inquietante forma
de genialidad. Pero ¿era el rock and roll solo un juego? ¿Aquel Ziggy Stardust
de pelo flamígero, poderoso símbolo de la otredad, no era más que una pose
intelectual?
Todas aquellas
contradicciones quedaron al descubierto aquella misma noche en que David Bowie
dejó su impronta con tanta elegancia, con tanta extravagancia, en el Top of the Pops en una actuación que
definió la década de los setenta como distinta de los sesenta; de hecho, esas
mismas contradicciones aportaron una tensión maravillosa. Posteriormente se
desharía del grupo que había dado forma a su música y algunas figuras influyentes
en su vida (según él mismo había pregonado) como Iggy Pop, la inspiración
detrás de Ziggy, lo tacharían de ser un «jodido zanahorio» que lo había
explotado y después saboteado; incluso el propio David confesaría públicamente
que su imagen homosexual había perjudicado su carrera en Estados Unidos. De
allí en adelante, todas aquellas contradicciones se harían aún más patentes.
De manera que David Bowie,
¿era realmente un proscrito social? ¿O se trataba de un profesional del
espectáculo que explotaba a los desplazados como un auténtico vampiro mental?
¿Era una estrella de verdad o solamente oropel y purpurina baratos sacados de
un espectáculo de variedades? ¿Era gay o solo lo aparentaba? Había pruebas
suficientes para refrendar ambas versiones, pruebas que se multiplicaron con el
paso de los meses y los años, a medida que los fans presenciaban boquiabiertos
momentos sorprendentes como su extraña y esperpéntica aparición en The Dick Cavett Show, o su cercanía
nerviosa pero encantadora en Soul Train.
Semejante comportamiento ¿era también pura apariencia? ¿Un número
cuidadosamente ensayado?
A lo largo de los años
siguientes, David Bowie, y aquellos que lo rodeaban, trataron de responder a
esta pregunta. Bowie había emergido del mundo del espectáculo impulsado fundamentalmente
por la ambición juvenil y teniendo como talento principal el ser capaz de
«reposicionar la marca», tal y como había dicho un amigo. Ese saber calcular,
esas dotes de hombre de negocios, según lo describe Iggy Pop, lo encumbraron
como la pura antítesis de héroes instintivos del rock and roll como Elvis
Presley. Sin embargo, las señales que aparentemente presagiaban la muerte del
rock and roll anunciaron también su regreso. Puede que este no fuese un rock
como el de Elvis, pero marcaba la senda que seguiría el rock and roll futuro.
Sucesores como Prince o Madonna, Bono o Lady Gaga tomaron el «reposicionamiento
de marca» de Bowie como modelo para evitar los callejones sin salida
artísticos, como el que había atrapado a Elvis. Sin embargo, para el propio
Bowie, cada renovación de la marca, cada metamorfosis, le pasó factura.
Inevitablemente, a medida
que la carrera de David Bowie siguió avanzando, generaciones y generaciones de
fans se hicieron la misma pregunta: qué había detrás de aquella apariencia. A
lo largo de los años se han formulado numerosas teorías, ya sea la del
comerciante sin escrúpulos y con corazón de piedra o la del genio nato con
pequeños defectos de carácter. Sin embargo, tal y como atestiguan los cientos
de amigos, amantes y compañeros de profesión que hablan de él en estas páginas,
la verdad esconde mucho más.
Y la verdad es que, detrás
del oropel y el personaje, David Bowie no se transformó solo en apariencia;
cambió también en el interior. Desde que el doctor Fausto vendiera su alma o
Robert Johnson se encontrase a sí mismo en aquel cruce de caminos, músicos y
artistas han tratado de ampliar las dotes con las que nacieron. Aparentemente,
David Bowie, un joven con ambición y más encanto que talento, encontró la
fórmula mágica, la que todos perseguimos, una fórmula que le permitió
transformarse a sí mismo y a su destino.
Lazarus - David Bowie