Después de esto,
la violenta requisitoria de Purichkevich contra el staretz en la Duma añade leña al fuego. Hombre de sacudones y de
violencias, este diputado de extrema derecha es conocido por su culto de la
monarquía, su antisemitismo visceral y su obsesión por los complots
revolucionarios. Por todas partes huele intrigas y traiciones. Paladín de la
guerra a ultranza, no se contenta con palabras y organiza ambulancias, puestos
de socorro y cantinas para los soldados. Con sus ataques contra Rasputín ante
la Asamblea Legislativa, ha eliminado los últimos escrúpulos de su joven
oyente. Éste se reúne con él en su tren sanitario el 21 de noviembre de 1916.
Los dos están de acuerdo en la urgencia de suprimir la "bestia
inmunda". Al día siguiente, vuelven a encontrarse en el palacio Yusupov,
con Sukhotin y el gran duque Dimitri. Félix expone su plan desde el principio:
sugiere atraer a Rasputín a su palacio pretendiendo, para entusiasmarlo, que su
mujer está deseosa de conocerlo. En realidad, la princesa Irina está pasando
una temporada en Crimea con sus suegros. Pero Rasputín no lo sabe. Muy
aficionado a los encuentros femeninos, responderá sin desconfianza a la
invitación del príncipe. Falta decidir el medio a emplear para matarlo. Sería
imprudente hacerlo a pistola porque el palacio Yusupov está situado frente a
una comisaría y los disparos no dejarían de alertar a los agentes. Más que un
arma blanca, el veneno representa evidentemente la mejor solución. Después se
tratará de disimular el cadáver. Nada más fácil: lo sumergirán en el Neva
haciendo un agujero en el hielo. Para prevenir cualquier inconveniente, deciden
reclutar a una persona que tenga conocimientos de medicina y que, en caso de
necesidad, pueda hacer de chofer. Purichkevich propone recurrir al médico jefe
de su destacamento sanitario, el doctor Estanislao Lazovert. Este último,
contactado en secreto, acepta participar en un atentado que salvará a Rusia y
promete, además, proporcionar el veneno. Ahora los conjurados son cinco:
Yusupov, Sukhotin, Purichkevich, el gran duque Dimitri y Lazovert. Todos
patriotas dispuestos a arriesgar su reputación y su libertad en nombre del
interés del Estado.
Cada vez más excitado por la inminencia del
acontecimiento, Félix elige la noche del 16 al 17 de diciembre para terminar
con el staretz. Todas sus veladas
están tomadas de aquí hasta entonces. A fin de evitar sospechas, debe continuar
viviendo como si nada ocurriera hasta la fecha fatídica. Sin embargo, no puede
impedirse informar al diputado Basilio Maklakov sobre sus preparativos. Incluso
le sugiere que se una a la acción. Maklakov invoca su próximo viaje a Moscú
para declinar la oferta, pero declara que aprueba sin reservas esa operación de
salud pública. Autoriza a su visitante a tomar de su mesa de trabajo una
cachiporra de plomo de dos kilos, recubierta de caucho, que constituye un arma
temible. Félix se confía igualmente al presidente de la Duma, Rodzianko, quien,
como Maklakov, apoya el proyecto pero no cree posible participar en persona. La
exaltación del príncipe es comparable a la de un actor antes de entrar en
escena. Incapaz de contenerse, escribe a su madre y a su mujer, a Crimea, para
informarlas en modo alusivo de la gran limpieza que se organiza. La princesa
Irina le responde: "Querido Félix, gracias por tu carta insensata. Pude
entenderla sólo a medias. Me parece que estás por cometer una locura. Por
favor, ten cuidado. No te mezcles en cosas vergonzosas".[1] Por su parte, al inquieto
Purichkevich le cuesta sujetar su lengua. Sabiendo que su colega Maklakov
"piensa" como él, quiere hacerlo partícipe del secreto. Pero Maklakov
le confiesa que ya sabe todo por Félix y que está inquieto. Y alerta a Kerenski,
el líder de izquierda. Éste tiene un temor: ¿la eliminación de Rasputín no
reforzará el prestigio de la monarquía? ¿Cómo prever, en efecto, la reacción
del público? ¿Quién sabe si, "liquidando" al staretz, los conjurados no van a comprometer la victoria del
socialismo? A los ojos de los "laboristas" de la Duma, es una carta
necesaria para precipitar la caída del régimen.
Mientras tanto, Rasputín saborea por
adelantado el placer de encontrarse con la mujer del "pequeño", la
seductora princesa Irina, en una cita reservada. Está tan impaciente de acudir
a esa velada como su asesino en prepararla. Como el palacio Yusupov está en
reparaciones, Félix vive en casa de sus suegros. Pero no tiene importancia: ha
elegido recibir al staretz en su
vasta morada familiar, sobre el muelle del Moika. Ha hecho preparar y decorar
especialmente un lugar espacioso en el subsuelo. El techo bajo tiene viejas
lámparas. Dos tragaluces dan sobre el muelle. En los muros hay colgaduras
rojas. En el medio, una doble arcada. A un lado, el comedor, con su chimenea de
granito rosa en la que arde un fuego de leña; al otro, un lugar de descanso con
un armario de ébano con incrustaciones, espejos y columnitas; sillones de
respaldo alto y, en el suelo, una inmensa piel de oso blanco. Aquí y allá muebles
preciosos, bibelots, un conjunto bien organizado en el que cada objeto ha sido
seleccionado por el dueño de casa.
Félix Yusupov
El 16 de diciembre, a las once de la noche,
todo está listo. Los criados se han retirado después de haber dispuesto en la
mesa el samovar, masas, botellas y vasos. Lazovert se calza guantes de goma,
pulveriza los cristales de cianuro de potasio y, tomando de las bandejas unas
masas rellenas de crema rosada, las corta en dos, les pone una fuerte dosis de
veneno, las une borde a borde, las pone en su lugar y arroja los guantes en la
chimenea, de la que se desprende un humo acre. Tosiendo y echando pestes, los
cinco hombres suben la escalera de caracol que conduce al escritorio de Félix.
Allí, el príncipe saca de un secreter dos frascos de cianuro líquido. Se ha
convenido que Sukhotin y Purichkevich verterán el contenido en dos de los
grandes vasos alineados sobre el aparador. Esto deberá hacerse veinte minutos
después de la partida de Félix hacia la calle Gorokhovaia, donde Rasputín
espera que vayan a buscarlo. De ese modo, el veneno no tendrá tiempo de
evaporarse. Con el escenario listo en sus menores detalles, Lazovert, vestido
de chofer, y Yusupov, hundido en un espeso abrigo de pieles y con la cabeza
cubierta de una gorra con orejeras, salen de la casa y suben al coche.
Durante ese tiempo, en el departamento de la
calle Gorokhovaia, las dos hijas de Rasputín, Maria y Varvara, que viven con
él, tratan de convencerlo de que renuncie a su extraña cita nocturna. Pero él
les explica que, al aceptar la invitación de Félix cuenta con acercarse al clan
hostil a la Zarina, reconciliar a Alejandra Fedorovna con su hermana Isabel y
llevar la paz a toda la familia imperial. "Sí, palomas mías", les
dice, "nuestro plan está triunfando." Y como ellas le participan sus
prevenciones contra Félix, que es taimado, cobarde y perverso, las tranquiliza:
"Es débil, muy débil. Es un pecador. Pero su corazón ha conocido el
arrepentimiento y viene a buscarme para vencer su debilidad y restaurar su
salud, que está lejos de ser robusta".
En el mismo momento, Félix, a bordo de su
coche, es asaltado por un brusco remordimiento. La perspectiva de atraer a su
casa a un hombre cuya pérdida ha jurado le causa horror como una transgresión a
las leyes de la hospitalidad. Casi lamenta haber decidido que el crimen tuviera
lugar bajo su techo. ¡Demasiado tarde para retroceder! El automóvil se detiene
ante la casa del staretz. El portero
ha recibido la consigna de dejar pasar al visitante indicándole la escalera de
servicio. Al llegar al palier del departamento, Félix llama a la puerta. El que
abre es Rasputín. Está vestido de fiesta: blusa de seda blanca bordada con
flores, ancho pantalón de terciopelo negro, cinturón color frambuesa, botas
nuevas, cabello y barba peinados con coquetería. "Cuando se me
acercó", anotará Yusupov, "sentí un fuerte olor a jabón barato, que
me demostró la atención especial que había otorgado ese día a su arreglo. Nunca
lo había visto tan limpio y cuidado." Rasputín espera que la madre de
Félix, cuya animosidad conoce, no asista a la reunión. Yusupov lo tranquiliza:
estará sólo su mujer; su madre está en Crimea. "No me gusta tu mamá",
gruñe Rasputín. "Sé que me odia. Es amiga de Isabel.[2] Las dos intrigan contra mí
y hacen correr calumnias acerca de mi conducta. La misma Zarina me ha repetido
que eran mis peores enemigas. Mira, anoche Protopopov vino a verme y me hizo
jurar que no saldría en estos días. 'Te van a matar', me dijo. 'Tus enemigos te
preparan algo malo.' Pero será inútil; no lo lograrán; sus brazos no son
suficientemente largos... ¡Bueno, basta de charla! ¡Vamos!" Félix lo ayuda
a ponerse las galochas encima de las botas y una pesada pelliza sobre los
hombros. Así vestido, Rasputín le parece todavía más grande y más fuerte que de
costumbre: un oso indestructible. Y él conduce a ese oso a una trampa.
"Una inmensa piedad se apoderó de mí", escribirá. "Me pregunté
cómo había podido concebir un crimen tan cobarde." Lo que lo deja
estupefacto es la confianza que le demuestra su futura víctima. ¿Qué se ha hecho
de la clarividencia de ese hombre del que se dice que sabe leer los
pensamientos y prever el porvenir? ¿No estará a la vez consciente de la suerte
que le espera e impaciente por someterse a ella para obedecer a la voluntad de
Dios?
El aire fresco de la calle revigoriza a Félix.
Lazovert, como un chofer acostumbrado, abre la portezuela del coche. Rasputín y
el príncipe se instalan lado a lado. La casa del Moika está cerca de la calle
Gorokhovaia. Minutos después, el automóvil se interna en el patio del palacio y
se detiene ante la escalinata.
Al penetrar en la sala del subsuelo, los dos
oyen voces apagadas y el sonido de un gramófono que toca una canción
norteamericana: Yankee Doodle. Eso también forma parte del programa.
Como Rasputín se sorprende, Félix le explica que su mujer recibe algunos
amigos, que están por irse y que ella bajará cuando hayan partido. Mientras
esperan, es mejor comer algunas golosinas y tomar vino. Rasputín acepta, pero
Félix está tan nervioso que se equivoca y le presenta primero las masas
inofensivas. "No quiero", dice Rasputín. ¡Son demasiado dulces!"
Poco después, recobrado, Félix le tiende la bandeja de las masas rellenas con
crema rosa y cianuro. Cambiando de idea, el staretz
toma una, después otra. Las mastica con placer, sin dejar de hablar. En lugar
de caer como fulminado, no manifiesta ningún malestar. Sorprendido por su
resistencia, Félix le ofrece vino. Pero se equivoca de nuevo y le entrega un
vaso sin veneno. En fin, como Rasputín dice que todavía tiene sed, logra darle
la bebida preparada por Sukhotin y Purichkevich, que tendría que matarlo del
primer trago. Impasible, el staretz
bebe a pequeños sorbos y contempla a su asesino con una expresión de picardía
malévola. Tiene aire de decir: "Ya ves, por más que hagas, ¡no puedes nada
contra mí!". Después de un momento, al ver la guitarra de Félix, sugiere:
"Toca algo alegre. Me gusta oírte". "¡Realmente no tengo
ganas!", balbucea Félix, al borde de una crisis. Luego, como Rasputín
insiste, toma la guitarra y entona una romanza melancólica. Su voz de tenor,
muy alta, de pronto le parece falsa, desentonada, irreal. ¿No va a despertar de
ese delirio? Mientras él canta, con el corazón oprimido y las ideas en
desorden, Rasputín se adormece.
Ya son las dos y media de la mañana. Arriba,
los otros conspiradores de agitan. Levantando la cabeza, Rasputín pregunta qué
significa ese alboroto. Trastornado, Félix le asegura que son los invitados de
su mujer que se preparan para irse y que ella no tardará en aparecer. Y dejando
al staretz dormir la mona, sube a su
escritorio. Sus amigos se precipitan sobre él. "¡El veneno no hizo
efecto!", informa, abrumado. Al oírlo, se aterrorizan: "¡Sin embargo,
la dosis era enorme! ¿Tragó todo?" "¡Todo!", responde Félix. Los
cinco cómplices intercambian miradas despavoridas. En esas condiciones, hay que
rever la estrategia con urgencia. Al término de una discusión afiebrada,
durante la cual cada uno da su opinión, deciden bajar en grupo, arrojarse sobre
Rasputín y estrangularlo. Ya están en fila india en la escalera cuando Félix
recapacita. Dice que prefiere actuar sin la ayuda de nadie. Los otros aprueban.
Con una firmeza de la que él mismo se asombra, toma el revólver del gran duque
Dimitri y penetra solo en la habitación del subsuelo donde el staretz está siempre sentado en el mismo
lugar, con la frente inclinada y la respiración jadeante. "Tengo la cabeza
pesada y una sensación de ardor en el estómago", eructa Rasputín. Y pide
más vino madera.Vacía su vaso, se enjuga la barba y propone terminar la noche
con los gitanos. ¿Cómo puede pensar en banquetear y reír después de haber
absorbido una dosis de veneno como para matar un buey? Ese apetito de placer en
alguien que está por morir aterra a Félix, que ve en ello una monstruosidad de
la naturaleza humana. Con el revólver oculto detrás de la espalda, mira
alternativamente al que está frente a él y a un crucifijo de cristal de roca y
plata cincelada que adorna el remate del armario de ébano. Pide en silencio al
emblema divino que lo ayude a vencer las fuerzas infernales que mantienen con
vida ese cuerpo en apariencia invulnerable. En tanto que Rasputín, inconsciente
o despreocupado, se endereza y parece interesarse en los detalles del armario
antiguo, él pronuncia con una voz temblorosa: "¡Gregorio Efimovich, harías
mejor en mirar el crucifijo y rezar una plegaria!". Ante esas palabras,
Rasputín tiene una expresión de aceptación y de mansedumbre. Se diría que acaba
de comprender por qué lo han llevado allí y que está de acuerdo en morir a
manos de su huésped. Como si obedeciera a una orden de su víctima, Félix
levanta lentamente el revólver, apunta al corazón y tira. El staretz lanza un aullido de bestia, se
tambalea y se desploma pesadamente sobre la piel de oso.
Al oír el disparo, los amigos acuden. Pero, en
su precipitación, enganchan el conmutador eléctrico y se apaga la luz. Chocan
entre ellos susurrando en la oscuridad, luego se inmovilizan, temiendo tropezar
con el cadáver. Al fin, alguno encuentra a tientas el interruptor y las
lámparas vuelven a encenderse. Rasputín yace de espaldas, en medio de la piel
de oso, con los ojos cerrados y las manos crispadas. Una mancha de sangre se
extiende sobre su hermosa camisa bordada con flores. Sus rasgos se contraen por
momentos sin que él levante los párpados. Pronto deja de moverse. El doctor
Lazovert constata que el staretz está
bien muerto. Alivio general. Los rostros se distienden como los de los buenos
obreros que han terminado su trabajo. Mueven el cuerpo y lo dejan sobre el
mosaico para evitar que la sangre manche la piel de oso, lo que proporcionaría
un indicio a los investigadores. Luego, los cinco conjurados suben al
escritorio sin apresurarse. Cada uno de ellos se considera como el salvador del
país y de la dinastía. Mañana, toda Rusia les agradecerá.
Son las tres de la mañana. Conforme al plan
establecido, Sukhotin y Lazovert deben simular el regreso de Rasputín a su
domicilio para desviar las primeras sospechas. Con ese propósito, Sukhotin,
encargado de hacerse pasar por el staretz,
se desliza la pelliza del muerto sobre su capote militar y se coloca su gorro
de piel. Lazovert se pone su uniforme de chofer. Parten en el coche descubierto
de Purichkevich seguidos por el gran duque Dimitri. Después de hacer creer que
Rasputín había vuelto a su casa, no tendrán más que volver al coche cerrado del
gran duque para retirar el cadáver y transportarlo hacia la isla Petrovski.
Purichkevich y Félix quedan solos en el
palacio Yusupov esperando que sus cómplices se reúnan con ellos. Para calmar
los nervios, hablan del porvenir de Rusia, al fin desembarazada del demonio que
la desfiguraba. Pero de pronto Félix tiene un presentimiento. Siente la
necesidad de volver a ver al muerto. Rápidamente baja al subsuelo. ¡Dios sea
loado! Rasputín sigue tendido, inmóvil, sobre los mosaicos. Por las dudas, le
tantea el pulso. Ningún latido. Con repulsión, le sacude el brazo, que cae,
inerte. Cuando está a punto de volver al escritorio, le llama la atención un
ligero estremecimiento que recorre el rostro del staretz. El párpado izquierdo se levanta imperceptiblemente. Y, de
pronto, Rasputín abre los ojos. Espantado, Félix quiere huir, pero las piernas
le flaquean. Rasputín ya está de pie, con las pupilas fosforescentes, espuma en
los labios, la garganta llena de aullidos. Grita: "¡Félix! ¡Félix!"
Y, arrojándose sobre él, le aferra la garganta. A medias estrangulado, Félix
tiene la sensación de luchar contra Satán en persona. Ni el veneno ni las balas
han podido contra el monstruoso mujik
Es más fuerte que la muerte. Más fuerte que Dios. ¡Todo está perdido! Por fin,
con un esfuerzo desesperado, Félix consigue librarse de sus brazos. Rasputín
cae hacia atrás, con estertores y aferrando en su mano la charretera que acaba
de arrancar del uniforme de su asesino. Inmediatamente, Félix se precipita a la
escalera y llama a Purichkevich, que ha quedado arriba: "¡Rápido! ¡Rápido!
¡Baje! ¡Todavía vive!"
Purichkevich prepara su revólver, se precipita
por los escalones y llega justo a tiempo para ver a Rasputín, que ha escapado
del subsuelo y se dirige pesadamente hacia una de las puertas del patio.
Justamente la que no está cerrada. El staretz
corre tambaleándose. Va a escapar. Y repite con una voz terrible: "¡Félix!
¡Félix! ¡Le diré todo a la Emperatriz!". El príncipe oye ese llamado con
un sentimiento de angustia religiosa. ¿Y si se hubieran equivocado? ¿Si
Rasputín fuera verdaderamente un hombre de Dios? Purichkevich tira dos veces
sobre el fugitivo y yerra. Furioso, se muerde la mano izquierda para calmar el
temblor que lo agita y tira de nuevo. Alcanzado en la espalda, Rasputín se
detiene y vacila. Purichkevich lo alcanza, apunta a la cabeza y tira. Esta vez,
el staretz se desploma, de cara al
suelo. Dominado por la furia, Purichkevich le da un violento puntapié con la
bota en la sien izquierda. Rasputín se estremece, se arrastra sobre el vientre
y se inmoviliza definitivamente no lejos de la reja. Al tener la certeza de su
muerte, Purichkevich vuelve hacia adentro a grandes pasos. Félix, testigo de la
ejecución, se acerca. Las piernas le flaquean pero no puede apartarse de la
visión del cuerpo acostado en la nieve. Teme verlo enderezarse bruscamente,
como hace un momento. Pero no, ya está terminado. No habrá una tercera
resurrección para el staretz. Se
acercan algunos sirvientes, alertados por las detonaciones. Son gente de
confianza. No dirán nada.
Destrozado por las emociones, Félix sube a su
escritorio, pasa al cuarto de baño y vomita. Entre dos arcadas farfulla:
"¡Félix!, ¡Félix!", con la voz del difunto. Purichkevich se reúne con
él y lo reconforta. Pero el mucamo les anuncia que dos agentes de policía
quieren hablarles. Han oído los disparos y quieren explicaciones. Muy dueño de
sí, Purichkevich les declara que acaba de matar a Gregorio Rasputín, "ese
que tramaba la pérdida de la patria". Impresionados por la importancia de
las personas presentes, un príncipe y un diputado, los agentes prometen guardar
silencio y hasta aceptan ayudar a transportar el cadáver al vestíbulo.
Una vez que se han ido, Félix quiere ver el
cuerpo por última vez. Cuando lo ve, tendido en la entrada, lleno de heridas,
el rostro tumefacto, la barba manchada con trazos rojos, se apodera de él una
aberración furiosa. Sin reflexionar, vuelve a subir a su escritorio, empuña la
cachiporra envuelta en caucho que le prestó Malakov, vuelve sobre sus pasos y
asesta violentos golpes en el rostro y el vientre del muerto. Salpicado de
sangre, sigue golpeando y repite: "¡Félix!, ¡Félix!..." Purichkevich
y los criados lo sujetan y se lo llevan. Apenas llega a su escritorio se
desmaya.[3]
A todo esto, el gran duque Dimitri, Sukhotin y
Lazovert vuelven en automóvil cerrado para llevarse el cuerpo. Purichkevich,
todavía trastornado, les cuenta las últimas peripecias del homicidio. Deciden
dejar a Félix descansando, envuelven a Rasputín en una lona, lo cargan en el
coche y parten hacia el puente Petrovski, entre las islas Petrovski y
Krestovskil. El vehículo se detiene con las luces apagadas junto al parapeto.
Los conjurados deciden arrojar el cadáver desde lo alto del puente, en un
agujero que han visto en el hielo. Su apuro es tan grande que olvidan ponerle
un lastre, lo que habría permitido mantenerlo en el fondo del agua. Lo levantan
y lo arrojan por el borde al Neva. La pelliza, una galocha y el gorro de la
víctima, que habrían debido ser quemados, van tras los despojos. No queda nada.
Todo está en orden. Cada uno vuelve a su casa con la satisfacción de haber
aprovechado el tiempo. Son las seis y media de la mañana.
En el palacio Yusupov, Félix ha caído en un
sueño de locura. Al despertarse, cree salir de una pesadilla. ¿Qué es verdadero
y qué es falso en las imágenes que lo obsesionan? Junto con su ayuda de cámara,
hace desaparecer las últimas manchas de sangre que podrían conducir a los
investigadores a descubrir el drama. Luego imagina una explicación plausible de
los disparos: uno de sus invitados, en estado de ebriedad, ha tirado sobre uno
de los perros guardianes de la casa para divertirse. Obedeciendo sus órdenes,
el ayuda de cámara mata un perro, lo arrastra por el patio siguiendo las
huellas dejadas por Rasputín y abandona el cadáver, bien a la vista, sobre un
montón de nieve. Satisfecho con la puesta en escena, Félix hace prometer una
vez más a los sirvientes que no revelarán nada de lo ocurrido. Lavado,
afeitado, cepillado, perfumado, reencuentra su seguridad de gran señor. Un poco
más y se tomaría por un héroe de la guerra.
Su primer recaudo es dirigirse al palacio del
gran duque Alejandro, su suegro, donde vive desde que el palacio Yusupov está
en obras. Después del horror que acaba de vivir, no le desagrada cambiar de
ambiente. Su cuñado, Teodoro, sale a su encuentro. Estaba al corriente de la
celada y no ha pegado un ojo en toda la noche. "¿Y bien?", pregunta
con rostro angustiado "¡Rasputín ha muerto!", responde Félix. Ptero no
estoy en condiciones de hablar. Me caigo de sueno. Y dejando a su cuñado
estupefacto, se encierra en su cuarto, se desploma en la cama y se duerme
inmediatamente.
[1] Citado por A. De Jonge, The Life and Times of Grigori Rasputin;
repetido por Yves Ternon, ob. cit.
[2] Hermana mayor de la Emperatriz, viuda del gran duque Sergio.
[3] Las circunstancias del asesinato de Rasputín están relatadas aquí según
las declaraciones de Félix Yusupov y de Vladimiro Purichkevich, que se
diferencian sólo en detalles.