Fragmento de "Yo estoy vivo
y vosotros estáis muertos PHILIP K. DICK 1928 - 1982" de Emmanuel Carrère (Je mis vivant et vous êtes morts Philip K.
Dick 1928 – 1982) Traducción de Marcelo Tombetta
Así
como otros encantan a las serpientes, él encantaba las ideas, les hacía decir
lo que quería, y luego, cuando lo habían dicho, les exigía que dijeran lo
contrario, y ellas volvían a obedecerle. Una conversación con él no se parecía
a un intercambio de razonamientos, sino a una vuelta en una montaña rusa, en la
que su interlocutor hacía de pasajero, mientras que él era el vagón, los rieles
y las leyes de la física.(...)
No
contento con contradecirse, podía negar durante la misma conversación lo que
había dicho o lo que le habían oído decir pocos minutos antes; si alguien
pretendía confundirlo, él lo miraba con una expresión desconsolada y perpleja,
como si estuviera preguntándose si se había topado con un sordo, un perverso o
un loco. Este comportamiento dejaba boquiabierta a Anne (su esposa al principio
de la década de los 60s hasta 1965) y, antes de haberla exasperado, suscitó en
ella una suerte de respeto fascinado por él: «¡Por suerte no has entrado en
política! —exclamaba—. ¡Ni el doctor Goebbels hubiese podido contigo!». (...)
(...)
en materia de enfermedades mentales, se consideraba una especie de autoridad,
como lo demuestra con un afán de exhaustividad casi paródico el cuadro clínico que
elaboró para su novela de 1963, Los clanes de la luna Alfana. Esta luna Alfana
servía en un principio como centro de cuidados psiquiátricos para los colonos
terrestres que sufrían perturbaciones, pero una guerra la había separado del
planeta-madre, y los enfermos mentales, abandonados a su suerte durante dos
generaciones, habían fundado en ella una sociedad de clanes similar al sistema
de castas hindú: están los Manis, maníacos, dominadores y agresivos, que desde
las alturas de su ciudad, Da Vinci Heights, ejercen su imperiosa autoridad; los
París, paranoicos, sutiles políticos y estrategas, atrincherados detrás de mil
sistemas de seguridad en su bunker de AdolfVille; los Deps, maníacodepresivos que
viven solos en la sombría ciudad de Cotton Mather; los Obcoms, obsesivo-compulsivos
entre los que se recluta a los funcionarios del planeta; los Polis, esquizofrénicos
polimorfos que alegran con su caprichoso genio creativo la pequeña aldea de
Hamlet-Hamlet; los Esquizos, poetas y visionarios errantes; y por último, al
final de la escala, los Hebes, hebefrénicos vegetativos que se pudren en los
basurales de Gandhitown, aunque cuenten entre sus filas con santos de altos
poderes psíquicos. En esta novela Dick se propuso comparar los méritos de las
diversas psicosis desde el punto de vista de la supervivencia y, como exigían
las tendencias de su época, elaboró un balance muy positivo: la sociedad Alfana
funciona bastante bien; apenas difiere de la nuestra, donde cada uno, aunque
sea oficialmente cuerdo, puede pertenecer a alguna de esas categorías clínicas.
Así, cada vez que los terrícolas desembarcan en la Luna, se procede a su clasificación
como si se tratara de una formalidad aduanera, y los resultados de los tests muestran
lo mal que se conocen las personas presuntamente normales.
Esta
idea lo devolvió a su deporte preferido de juventud. Empezó a observar a las personas
que lo rodeaban, a examinar sus reacciones y sus respuestas a las preguntas que
intentaba hacerles lo más naturalmente posible para determinar las tendencias
psicóticas de cada una de ellas. Por supuesto, no disponía de tests tan
sofisticados como los de los psiquiatras de su libro; pero confiaba en su
intuición y a veces el I Ching también lo ayudaba a construir sus diagnósticos.
Phil propuso un juego que las niñas aceptaron encantadas: «¿Qué tipo de loco
serías? ¿El que se cree un ratón? ¿El que se cree Abraham Lincoln? ¿El que se
cree el director del manicomio? ¿O qué otro?». Las pequeñas no paraban de jugar
a este juego e iniciaron incluso a sus compañeras de colegio. El juego se convirtió
en el tormento del año escolar y la cruz de la maestra, exasperada por las carcajadas
desbocadas que provocaban en sus alumnas diálogos tan absurdos como por ejemplo:
—¡Pero
si los tigres no comen títeres!
—No,
pero no creo que la directora lo sepa.
Cuando
se supo que aquella moda había sido lanzada por las pequeñas Rubenstein, la
maestra quiso advertir a los padres. Como Anne no estaba en casa, fue Phil
quien la recibió, mostrando un vivo interés por sus teorías pedagógicas y
asegurándole que se encargaría de controlar la imaginación de las niñas. Pero
al acompañarla para despedirse, no pudo evitar por unos segundos poner esa cara
de exaltado que tanto hacía reír a Laura con los ojos brillantes, una expresión
a la vez sardónica y extasiada, y susurrarle:
—No
se lo diga a nadie, pero yo soy Phil Dick, el famoso escritor.
La
maestra lo miró con estupor. La cara de Phil se recompuso y volvió a ser la del
padre atento y responsable que acababa de escuchar las quejas de la maestra de
sus hijas.
—¿Cómo
ha dicho? —balbució ella.
—No
he dicho nada.
La
maestra prefirió pensar que lo había soñado.