Fragmentos de ALGUNOS AÑOS EN EL MÁS ALLÁ ABSOLUTOde “El Retorno de los Brujos: Una Introducción Al Realismo Mágico” (La Matin des Magiciens – Louis Pauwels y Jacques Bergier, 1960)
Tercera Parte (Ver Primera y Segunda Parte)
Los
ingenieros alemanes, cuyos trabajos marcan el origen de los cohetes que lanzaron
al cielo los primeros satélites artificiales, sufrieron un retraso en la puesta
a punto de las V-2, gracias a los propios jefes nazis. El general Walter
Dornberger dirigía las pruebas de Peenemünde, de donde salieron los ingenios
teledirigidos. Aquellas pruebas se interrumpieron para someter los informes del
general a los apóstoles de la cosmogonía horbigeriana. Se trataba, ante todo,
de saber cómo reaccionaría en los espacios el «hielo eterno», y si la violación
de la estratosfera no desencadenaría algún desastre sobre la Tierra. El general
Dornberger explica, en sus Memorias, que los trabajos volvieron a interrumpirse
otros dos meses, un poco más tarde. El Führer había soñado que las V-2 no funcionarían,
o bien que el cielo tomaría venganza. Como este sueño se había producido durante
un estado de trance particular, pesó más en la menté de los dirigentes que las opiniones
de los técnicos. Detrás de la Alemania científica y organizada, velaba el
espíritu de la antigua magia. Y este espíritu no ha muerto. En enero de 1958,
el ingeniero sueco Robert Engstroem dirigió una Memoria a la Academia de
Ciencias de Nueva York, poniendo en guardia a los Estados Unidos contra los
experimentos astronáuticos. «Antes de proceder a tales experimentos, convendría
estudiar de una manera nueva la mecánica celeste — declaraba. Y proseguía, en
tono horbigeriano—: La explosión de una bomba "H" en la Luna podría
provocar un espantoso diluvio sobre la Tierra.» En esta singular advertencia,
volvemos a encontrar la idea paracientífica de los cambios de la gravitación
lunar y la idea mística del castigo en un Universo donde todo resuena en todo.
Estas ideas (que, por otra parte, no hay que rechazar enteramente si se quieren
mantener abiertas todas las puertas del conocimiento) continúan ejerciendo, en
su forma innata, una cierta fascinación. Después de una célebre encuesta, el
americano Martin Gardner calculaba, en 1953, en más de un millón el número de
discípulos de Horbiger en Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos. En
Londres, H. S. Bellamy persigue desde hace treinta años la implantación de una
antropología que tiene en cuenta la caída de las tres primeras lunas y la
existencia de gigantes en los períodos secundario y terciario. Después de la
guerra, pidió autorización a los rusos para realizar una expedición al monte
Ararat, donde contaba con descubrir el Arca de la Alianza. La agencia Tass
publicó una negativa categórica y los soviets declararon fascista la actitud
intelectual de Bellamy y estimaron que tales movimientos paracientíficos son
aptos para «despertar fuerzas peligrosas». En Francia, M. Denis Saurat,
universitario y poeta, se ha erigido en portavoz de Bellamy, y el éxito de la
obra de Welikovsky ha demostrado que muchos espíritus permanecen sensibles a
una concepción mágica del mundo.
Ni
que decir tiene que los intelectuales influidos por René Guénon y los
discípulos de Gurdjieff se dan la mano con los horbigerianos. En 1952, un
escritor alemán, Elmar Brugg, publicó un grueso volumen en honor del «padre del
hielo eterno», de El Copérnico de nuestro siglo xx. Escribió: «La teoría del
hielo eterno no constituye solamente una obra científica considerable. Es una revelación
de los lazos eternos e incorruptibles entre el Cosmos y todos los
acontecimientos de la Tierra. Ella enlaza los acontecimientos cósmicos con los
cataclismos atribuidos a los climas, con las enfermedades, las muertes, los
crímenes, y abre así unas puertas completamente nuevas al conocimiento de la
marcha de la Humanidad. El silencio de la ciencia clásica a su respecto, sólo
puede explicarse por la conspiración de los mediocres.»
El
gran novelista austríaco Robert Musil, cuya obra ha sido comparada a la de
Proust y a la de Joyce, analizó perfectamente el estado intelectual de
Alemania en el momento en que Horbiger se sintió iluminado y el cabo Hitler
urdió el sueño de redimir a su pueblo (L 'homme sans qualités, publicada en
francés por Éditions du Seuil). «Los
representantes del espíritu —escribe— no estaban satisfechos... Sus
pensamientos no descansaban jamás, porque se aferraban a esta parte
irreductible de las cosas que vaga eternamente sin poder integrarse jamás en el
orden. Por esto acabaron convenciéndose de que la época actual en que vivían
estaba predestinada a la esterilidad intelectual, y de que sólo podían salvarla
un acontecimiento o un hombre excepcionales. Entonces nació, entre los llamados
"intelectuales", la afición a la palabra "redimir". Estaban
persuadidos de que la vida se acabaría si no llegaba pronto un mesías. Según
los casos, sería un mesías de la Medicina, que debía salvar el arte de
Esculapio de las investigaciones de laboratorio durante las cuales los hombres
sufren y mueren sin ser atendidos; o un mesías de la poesía, capaz de escribir
un drama que atrajese a millones de hombres a los teatros y que fuese, empero,
perfectamente original en su nobleza espiritual. Aparte de esta convicción de
que no había una sola actividad humana que pudiese salvarse sin la intervención
de un mesías particular, existía, naturalmente, el sueño fútil y absolutamente
torpe de un mesías de la talla de los fuertes, que habría de redimirlo todo.»
El
caso es que no aparecerá un solo mesías, sino, permítaseme la expresión, una
sociedad de mesías que tomará a Hitler por jefe. Horbiger es uno de ellos, y su
concepto paracientífico de las leyes del Cosmos y de una historia épica de la
Humanidad desempeñará un papel determinante en la Alemania de los «redentores».
La Humanidad viene de más lejos y de más alto de lo que se cree, y le está
reservado un prodigioso destino. Hitler, en su constante iluminación mística,
tiene el convencimiento de que está allí para que se cumpla aquel destino. Su
ambición y la misión de que se cree encargado rebasan infinitamente el campo de
la política y del patriotismo. «He tenido que servirme —dice— de la idea de
nación por razones de oportunidad, pero sabía ya que sólo podía tener un valor provisional...
Llegará un día en que no quedará gran cosa, ni siquiera en Alemania, de lo que
llaman nacionalismo. Lo que habrá en el mundo será una cofradía universal de dueños
y de señores.» La política no es más que la manifestación extrema, la
aplicación práctica y momentánea de una visión religiosa de las leyes de la
vida sobre la Tierra y en el Cosmos. Hay, para la Humanidad, un destino que no
podrían concebir los hombres corrientes y cuya visión no podrían soportar. Esto
está reservado a algunos iniciados.
«La
política —sigue diciendo Hitler— no es más que la forma práctica y fragmentaria
de aquel destino.» Es el exoterismo de la doctrina, con sus eslóganes, sus
hechos sociales, sus guerras. Pero también hay un esoterismo. Al apoyar a
Horbiger, Hitler y sus amigos alientan una extraordinaria tentativa de reconstruir,
partiendo de la ciencia o de una seudociencia, el espíritu de las edades antiguas,
según el cual el hombre, la sociedad y el Universo obedecen a las mismas leyes,
según el cual el movimiento de las almas y el de las estrellas tienen mutuas correspondencias.
La lucha entre el hielo y el fuego, de la que nacieron, morirán y renacerán los
planetas, se desarrolla también en el hombre mismo. Elmar Brugg escribe, con
gran precisión: «El Universo, para Horbiger, no es un mecanismo muerto del que
sólo una parte se deteriora poco a poco para sucumbir al fin, sino un organismo
vivo en el sentido más prodigioso de la palabra, un ser vivo donde todo resuena
en todo y que perpetúa, de generación en generación, su fuerza ardiente.»
Es
el fondo del pensamiento hitleriano, según observó muy bien Rauschning: «No se pueden
comprender los planes políticos de Hitler si no se conocen sus segundas intenciones
y su convicción de que el hombre está en relación mágica con el Universo.»
Esta
convicción, que fue la de los sabios de los siglos pasados, que rige la
inteligencia de los pueblos que llamamos «primitivos» y a la que subtiende la
filosofía oriental, no se ha extinguido en el Occidente de hoy, y aún es
posible que la propia ciencia vuelva a prestarle, de un modo inesperado cierto
vigor. Mientras tanto, la encontramos en su estado bruto, por ejemplo, en el
judío ortodoxo Welikovsky, cuya obra Mundos en colisión alcanzó un éxito
mundial en los años 1956 y 1957. Para los fieles del hielo eterno, como para Welikovsky,
nuestros actos pueden tener resonancia en el Cosmos, y así pudo el Sol
inmovilizarse en el cielo en favor de Josué. Hitler tuvo sus razones para
nombrar a su astrólogo particular «plenipotenciario de las matemáticas, de la
astronomía y de la física».
En
cierta medida, Horbiger y los esoteristas nazis cambian los métodos y las
direcciones mismas de la ciencia. La hacen reconciliarse por la fuerza de la
astrología tradicional. Todo cuanto se haga después, en el plano de la técnica,
en el inmenso esfuerzo de consolidación material del Reich, podrá hacerse,
aparentemente, al margen de aquel espíritu: el impulso ha sido dado, y hay una
ciencia secreta, una magia, en la base de todas las ciencias. «Hay —decía Hitler—
una ciencia nórdica y nacionalsocialista que se opone radicalmente a la ciencia
judeoliberal.»
Esta
«ciencia nórdica» es un esoterismo, o mejor aún, bebe en la fuente de lo que constituye
el fondo mismo de todo esoterismo. No fue por casualidad que se reeditaron cuidadosamente
en Alemania y en los países ocupados las Enéadas, de Plotino. Durante la
guerra, se leían las Enéadas en los grupitos de intelectuales místicos
proalemanes, al igual que a los hindúes, a Nietzsche y a los tibetanos. Junto a
cada línea de Plotino, junto a su definición de la astrología, por ejemplo,
podría colocarse una frase de Horbiger. Plotino habla de los lazos naturales y
sobrenaturales del hombre con el Cosmos, y de las partes del Universo entre sí:
«Este
universo es un animal único que contiene dentro de sí a todos los animales...
Sin estar en contacto, las cosas actúan y tienen necesariamente una acción a
distancia... El mundo es un animal único, y por esto es absolutamente necesario
que esté de acuerdo consigo mismo, no hay azar en su vida, sino una armonía y
un orden únicos.» Y en fin: «Los acontecimientos de aquí abajo se producen de
acuerdo con las cosas celestes.»
Más
próximo a nosotros, William Blake, en su iluminación poeticorreligiosa, ve el Universo
entero contenido en un grano de arena. Es la idea de la reversibilidad de lo infinitamente
pequeño y de lo infinitamente grande, y de la unidad del Universo en todas sus partes.
Según el Zohar: «Todo aquí abajo ocurre como en lo alto.» Y Hermes Trismegisto:
«Lo que está arriba es lo que está abajo.». Y la antigua ley china: «Las
estrellas en su curso combaten por el hombre justo.» Nos hallamos aquí en la
base misma del pensamiento hitleriano. Y entendemos que es lamentable que este
pensamiento no haya sido hasta hoy analizado de esta forma. Todos se han
contentado con hacer hincapié en sus aspectos exteriores, en sus fórmulas
políticas, en sus formas exotéricas. Naturalmente, reconoceréis sin dificultad
que no intentamos revalorizar el nazismo. Pero aquel pensamiento se inscribió
en los hechos. Influyó en los acontecimientos. Y creemos que estos acontecimientos
sólo pueden ser realmente comprensibles bajo aquella Luz siguen siendo
horribles, pero, alumbrados de esta suerte, se convierten en algo distinto de
los dolores infligidos a los hombres por unos seres locos y malvados. Dan una
cierta amplitud a la Historia; vuelven a colocar a ésta a un nivel en que deja
de ser absurda y merece ser vivida, incluso en el dolor: el nivel espiritual.
Queremos
dar a entender que una civilización totalmente distinta de la nuestra apareció
en Alemania y se mantuvo durante algunos años. Y, bien pensado, no es
inverosímil que una civilización tan profundamente extraña a nosotros pudiese
arraigar en tan poco tiempo. Nuestra propia civilización humanista descansa en
un misterio. El misterio es que todas las ideas, en nosotros, coexisten, y que
el conocimiento aportado por una idea acaba por aprovechar a la idea contraria.
Es más, en nuestra civilización, todo contribuye a hacer comprender al espíritu
que el espíritu no lo es todo. Una conspiración inconsciente de las fuerzas materiales
reduce los riesgos, mantiene al espíritu en los límites en que, sin estar excluido
el orgullo, la ambición aparece un tanto moderada por un poco de «¡y para
qué!». Como dijo muy bien Musil: «Bastaría con que se tomase realmente en serio
una cualquiera de las ideas que influyen en nuestra vida, de tal suerte que no
subsistiera absolutamente nada de su contraria, para que nuestra civilización
dejara de ser nuestra civilización.» Esto fue lo que ocurrió en Alemania, al
menos en las altas esferas dirigentes del socialismo mágico.
Estamos
en relación mágica con el Universo, pero lo hemos olvidado. La próxima mutación
de la raza humana creará seres conscientes de esta relación, hombres-dioses. Y esta
mutación hace sentir ya sus efectos en ciertas almas mesiánicas que se
entroncan con un remoto pasado y se acuerdan del tiempo en que los gigantes
influían en el curso de los astros.
Como
ya hemos visto, Horbiger y sus discípulos imaginan épocas de apogeo de la Humanidad:
las épocas de luna baja, a fines del secundario y a fines del terciario. Cuando
el satélite amenaza con caer sobre la Tierra, cuando rueda a poca distancia del
Globo, los seres vivos están en la cima de su poderío vital y sin duda de su
poderío espiritual. El rey gigante, el hombre-dios, capta y orienta las fuerzas
psíquicas de la comunidad. Y dirige el haz de radiaciones de suerte que se
mantenga el curso de los astros y se retrase la catástrofe. Ésta es la función
primordial del gigante mago. En cierta medida, mantiene en su sitio el sistema solar.
Gobierna una especie de central de energía psíquica, y en ello está su realeza.
Esta energía participa de la energía cósmica. Así, el calendario monumental de
Tiahuanaco, erigido durante la civilización de los gigantes, no había sido construido
para registrar el tiempo y los movimientos de los astros, sino para crear el tiempo
y mantener estos movimientos. Se trata de prolongar hasta el máximo el período
en que la Luna permanece a unos cuantos radios terrestres del Globo, y cabe en
lo posible que toda la actividad de los hombres, bajo la dirección de los
gigantes, se redujese a la concentración de la energía psíquica, a fin de
conservar la armonía de las cosas terrestres y celestes. Las sociedades
humanas, impulsadas por los gigantes, son una especie de dínamos.
G. I. Gurdjieff
En
éstas se producen fuerzas que desempeñan un papel en el equilibrio de las
fuerzas universales. El hombre, y en especial el gigante, el hombre-dios, es
responsable del Cosmos entero. Hay un parecido singular entre este punto de
vista y el de Gurdjieff. Sabido es que el célebre taumaturgo pretendía haber
aprendido, en los centros de iniciación de Oriente, cierto número de secretos
sobre los orígenes de nuestro mundo y sobre las altas civilizaciones
extinguidas hace centenares de años. En su famosa obra All and Everything, y empleando las imágenes a que era tan
aficionado, escribe: «Esta Comisión (de los ángeles arquitectos creadores del
sistema solar), después de calcular todos los hechos conocidos, llegó a la
conclusión de que, aunque los fragmentos proyectados lejos del planeta Tierra
podían mantenerse algún tiempo en su posición actual, sin embargo, en el
futuro, y a causa de lo que se llama movimientos tastartoonarianos, tales
fragmentos satélites podrían abandonar su posición y producir un gran número de
calamidades irreparables. Por esto, los altos comisarios decidieron tomar
medidas para evitar esta eventualidad. Y el medio más eficaz, pensaron, era que
el planeta Tierra enviase constantemente a sus fragmentos satélites, para
mantenerlos en su sitio, las vibraciones sagradas llamadas askokinns.»
Los
hombres están, pues, dotados de un órgano especial, emisor de fuerzas psíquicas
destinadas a mantener el equilibrio del Cosmos. Es lo que llamamos vagamente el
alma, y todas nuestras religiones no serían más que el recuerdo adulterado de
esta función primordial: participar en el equilibrio de las energías cósmicas. «En
la primitiva América —recuerda Denis Saurat—, los grandes iniciados realizaban una
ceremonia sagrada con raquetas y pelotas: las pelotas trazaban en el aire el
curso de los astros en el cielo. Si uno, por torpeza, dejaba caer o perdía la
pelota, era causa de catástrofes astronómicas: entonces lo mataban y le
arrancaban el corazón.»
El
recuerdo de esta función primordial se pierde en leyendas y supersticiones,
desde el Faraón que, por su mágico poder, hace subir las aguas del Nilo todos
los años, hasta los rezos del Occidente pagano para desviar los vientos o hacer
cesar el granizo y las prácticas de hechicería de los brujos polinesios para
provocar la lluvia. El origen de toda religión elevada estaría en esta
necesidad, conocida por los hombres de las edades remotas y por sus reyes
gigantes: mantener lo que Gurdjieff llama «movimiento cósmico de armonía general».
En
la Tierra existen ciclos en la lucha entre el hielo y el fuego, que es la clave
de la vida universal. Horbiger afirma que, cada seis mil años, sufrimos una
ofensiva del hielo. Se producen diluvios y grandes catástrofes. Pero, en el
seno de la Humanidad, se produce cada setecientos años una embestida de fuego.
Es decir, cada setecientos años, el hombre recobra la conciencia de su
responsabilidad en la lucha cósmica. Vuelve a ser religioso, en el sentido
pleno de la palabra. Reanuda su contacto con las inteligencias extinguidas hace
largo tiempo. Se prepara para las mutaciones futuras. Su alma adquiere las dimensiones
del Cosmos. Recobra el sentido de la epopeya universal. De nuevo es capaz de
distinguir entre lo que viene del hombre-dios y lo que viene del
hombre-esclavo, y de arrojar de la Humanidad lo que pertenece a las especies
condenadas. Vuelve a ser implacable y flamígero. Vuelve a ser fiel a la función
hacia la cual lo elevaron los gigantes.
No
hemos logrado comprender cómo justificaba Horbiger estos ciclos, cómo adoptaba esta
afirmación al conjunto de su sistema. Pero Horbiger declaraba, igual que
Hitler, que la preocupación de la coherencia es un vicio mortal. Lo que cuenta
es lo que provoca el movimiento. El crimen es también movimiento: el crimen
contra el espíritu es beneficioso. En fin, Horbiger había tenido conocimiento
de esos ciclos por inspiración. Esto le daba más autoridad que el razonamiento.
La última embestida del fuego había coincidido con la aparición de los
caballeros teutónicos. Ahora estábamos en una nueva embestida que coincidía con
la fundación de «El Orden Negro» nazi. Rauschning, que se azoraba porque no
poseía la clave del pensamiento del Führer y seguía siendo un buen aristócrata
humanista, destacaba las frases que Hitler se permitía a veces pronunciar en su
presencia: Constantemente introducía entre sus frases el tema de lo que él
llamaba el «giro decisivo del mundo», o la bisagra del tiempo. Habría una conmoción
en el planeta que nosotros, los no iniciados, no podíamos comprender en toda su
amplitud. Hitler hablaba como un vidente. «La especie humana —decía— sufría
desde su origen una prodigiosa experiencia cíclica. De un milenio a otro,
pasaba por pruebas de perfeccionamiento. La cuarta luna se acercará a la
Tierra, se alterará la gravitación. Subirán las aguas y los seres pasarán por
un período de gigantismo. La acción más fuerte de los rayos cósmicos producirá
mutaciones. El mundo entrará en una nueva fase atlántida». Se había construido
una mística biológica, o, si sé prefiere, una biología mística, que era la base
de sus inspiraciones. Se había fabricado una terminología personal. «La falsa
ruta del espíritu» era el abandono por el hombre de su vocación divina. Tomaba
como fin de la evolución humana la adquisición de la «visión mágica». Creía
hallarse ya en los umbrales de este saber mágico, fuente de los éxitos
presentes y futuros. Un profesor coetáneo, de Munich (no era de Munich, sino
austríaco: se trata de Horbiger del cual Rauschning habla de oídas), había
escrito, además de cierto número de obras científicas, algunos ensayos bastante
extraños sobre el mundo primitivo, la formación de las leyendas, la
interpretación de los sueños en los pueblos de las primeras edades, así como
sobre sus conocimientos intuitivos y una parte de poder trascendental que
habrían utilizado para modificar las leyes de la Naturaleza. Se hablaba también,
en aquella hojarasca del ojo del Cíclope, del ojo frontal que se había
atrofiado enseguida para formar la glándula pineal. Tales ideas fascinaban a
Hitler. Le gustaba sumergirse en ellas. Sólo por la acción de fuerzas ocultas
podía explicarse la maravilla de su propio destino. Atribuía a estas fuerzas su
vocación sobrehumana de anunciar a la Humanidad el nuevo evangelio.
El
período solar del hombre tocaba a su término: ya se podían descubrir las
primeras muestras del superhombre. Se anunciaba una nueva especie, que
expulsaría a la antigua Humanidad. De la misma manera que, según la inmortal
sabiduría de los antiguos pueblos nórdicos, e mundo debía rejuvenecerse
continuamente por el derrumbamiento de las edades anticuadas y el ocaso de los
dioses; de la misma manera que los solsticios eran, en las viejas mitologías,
el símbolo del ritmo vital, que no sigue la línea recta y continua, sino la
espiral, así la Humanidad progresaba por una especie de saltos y revueltas.
»Cuando
Hitler se dirigía a mí—prosigue Rauschning—, intentaba explicar su vocación de
anunciador de una nueva Humanidad en términos racionales y concretos. Decía: »"La
creación no ha terminado. El hombre llega claramente a una fase de metamorfosis.
La antigua especie humana ha entrado ya en el estadio del agotamiento. La
Humanidad sube un escalón cada setecientos años, y lo que se juega en esta
lucha, a plazo más largo, es el advenimiento de los Hijos de Dios. Toda la
fuerza creadora se concentrará en una nueva especie. Las dos variedades
evolucionarán rápidamente en sentido divergente. Una de ellas desaparecerá, y
la otra florecerá. Será infinitamente superior al hombre actual... ¿Comprende
ahora el sentido profundo de nuestro movimiento nacionalsocialista? El que sólo
comprende el nacionalsocialismo como movimiento político, no sabe gran cosa de
él..."»
Rauchning,
lo mismo que los demás observadores, no enlazó la doctrina racial con el sistema
general de Horbiger. Sin embargo, el nexo existe, en cierto modo. Tal doctrina
forma parte del esoterismo nazi; del que vamos a considerar seguidamente otros
aspectos. Había un racismo de propaganda: es el que han descrito los
historiadores y han condenado justamente los tribunales, interpretando la
conciencia popular. Pero había otro racismo, más profundo y sin duda más
horrible. Éste quedó fuera del alcance del entendimiento de los historiadores y
de los pueblos; no podía existir un lenguaje común entre estos racistas, de una
parte, y sus víctimas y sus jueces de otra. En el período terrestre y cósmico
en que nos hallamos, esperando el nuevo ciclo que determinará en la Tierra
nuevas mutaciones, una nueva clasificación de las especies y el retorno al
gigante mago, al hombre-dios, en este período, decimos, coexisten en el Globo especies
procedentes de diversas fases del secundario, del terciario y del cuaternario.
Ha habido fases de ascenso y fases de derrumbamiento. Ciertas especies muestran
las señales de la degeneración; otras, son anuncio del futuro y llevan los
gérmenes del porvenir. El hombre no es uno. Y así, los hombres no son
descendientes de los gigantes, sino que aparecieron después de los gigantes.
Fueron creados a su vez por mutación. Pero, ni siquiera esta Humanidad media
pertenece a una sola especie. Hay una Humanidad verdadera, llamada a conocer el
próximo ciclo, dotada de los órganos psíquicos necesarios para desempeñar un
papel en el equilibrio de las fuerzas cósmicas y destinada a la epopeya, bajo
la dirección de los Superiores Desconocidos venideros. Y hay otra humanidad, que
no era más que una aparición de tal, que no merece este nombre, y que, sin duda,
apareció en el Globo en las épocas bajas y oscuras en que, a causa de la caída
del satélite, inmensas regiones del mundo quedaron convertidas en cenagales
desiertos. Indudablemente fue creada junto con los seres reptantes y odiosos,
manifestaciones de una vida fracasada. Los gitanos, los negros y los judíos no
son hombres, en el sentido real de la palabra. Nacidos después del hundimiento
de la luna terciaria, por brusca mutación, como por un desgraciado tartamudeo
de la fuerza vital castigada, estas criaturas «modernas» (y especialmente los
judíos) imitan al hombre y le envidian, pero no pertenecen a la especie. «Están
tan alejados de nosotros como las especies animales de la especie humana
verdadera», dice literalmente Hitler a Rauschning, que descubre en el Führer
una visión todavía más delirante que en Rosenberg y demás teóricos del racismo.
«Y no es —precisa Hitler— que llame animal al judío. Este está mucho más
alejado del animal que nosotros.» Exterminarlo no es un crimen de lesa
humanidad, puesto que no forma parte de la Humanidad. «Es un ser extraño al
orden natural.»
Por
esto algunas sesiones del proceso de Nuremberg carecían de sentido. Los jueces no
podían sostener ninguna clase de diálogo con los responsables, que, por otra
parte, habían desaparecido en su mayoría, dejando sólo a los ejecutores en el
banquillo. Se enfrentaban dos mundos, sin posible comunicación. Igual habría
sido juzgar a unos marcianos en el plano de la civilización humanista. Porque
eran marcianos. Pertenecían a un mundo separado del nuestro, del que conocemos
desde hace seis o siete siglos. En unos años y sin que nos diésemos cuenta, se
había establecido en Alemania una civilización completamente distinta de lo que
hemos convenido en llamar civilización.
Sus
iniciadores no tenían en el fondo la menor comunicación intelectual, moral o espiritual
con nosotros. A despecho de las formas externas, nos eran tan extraños como los
salvajes de Australia. Los jueces de Nuremberg se esforzaban en disimular que tropezaban
con esta turbadora realidad. En cierto modo, se trataba, en efecto, de correr un
velo sobre la realidad, a fin de hacerla desaparecer como en un truco de prestidigitación.
Se trataba de defender la idea de la permanencia y la universalidad de la civilización
humanista y cartesiana, y era preciso integrar a los acusados en el sistema, de
grado o por fuerza. Era necesario. Se jugaba el equilibrio de la conciencia
occidental, y queremos dejar bien sentado que no negamos que la empresa de
Nuremberg fue beneficiosa. Pensamos simplemente que allí se enterró lo
fantástico. Pero bien estaba enterrado, a fin de evitar que docenas de millones
de almas se contagiaran. Nosotros sólo excavamos para algunos aficionados,
apercibidos y provistos de máscara.
Nuestro
espíritu se niega a admitir que la Alemania nazi encarnase los conceptos de una
civilización sin relación alguna con la nuestra. Sin embargo, esto, y sólo
esto, justifica la pasada guerra, una de las pocas de la Historia conocida en
que se jugaba algo realmente esencial. Tenía que triunfar una de las dos
visiones del hombre, del cielo y de la Tierra; la humanista o la mágica. No
había coexistencia posible, mientras podemos imaginarla de buen grado entre el
liberalismo y el marxismo, pues ambos descansan en el mismo suelo y pertenecen
al mismo Universo. El Universo de Copérnico no es el de Plotino; ambos se
oponen fundamentalmente, y esto es no sólo cierto en el terreno de la teoría,
sino también en el de la vida social, política, espiritual, intelectual y pasional.
El
motivo de que nos cueste admitir esta visión extraña de otra civilización
establecida en un abrir y cerrar de ojos allende el Rin, es que conservamos una
idea infantil de la distinción entre el «civilizado» y el que no lo es. Para
ver esta distinción necesitamos cascos de plumas, tam-tams y chozas de paja.
Ahora bien, hubiese sido más fácil «civilizar» a un hechicero bantú que atraer
a nuestro humanismo a Hitler, Horbiger o Haushoffer. Pero la técnica alemana,
la ciencia alemana, la organización alemana, comparables, si no superiores a
las nuestras, nos ocultaban este punto de vista. La novedad formidable de la
Alemania nazi fue que al pensamiento mágico se añadió la ciencia y la técnica.
Los intelectuales detractores de nuestra civilización, vueltos al espíritu de
las edades antiguas, han sido siempre enemigos del progreso técnico. Ejemplo: René
Guénon, Gurdjieff o los innumerables hinduistas. En cambio, el nazismo constituyó
el momento en que el espíritu de la magia asió las palancas del progreso material.
Lenin decía que el comunismo era el socialismo más la electricidad. En cierto modo,
el hitlerismo era el guenonismo más las Divisiones blindadas.
(…)
Otro
arquetipo es el que asimila el fuego a la energía espiritual. Quien posee esta
energía, posee el fuego. Por extraño que parezca, Hitler estaba persuadido de
que, por dondequiera que él avanzara, retrocedería el frío. Esta convicción
mística explica en parte su manera de conducir la campaña de Rusia.
Los
horbigerianos, que alardeaban de prever el tiempo en todo el planeta, con meses
e incluso años de antelación, habían anunciado un invierno relativamente
benigno. Pero había más: por medio de los discípulos del hielo eterno, Hitler
estaba persuadido de que había cerrado una alianza con el frío y de que las
nieves de las llanuras rusas no entorpecerían su marcha. La Humanidad iba a
entrar en el nuevo ciclo del fuego. Estaba entrando ya. El invierno cedería
ante sus legiones portadoras de la llama. Aunque el Führer prestaba una
atención especial al equipo material de sus tropas, sólo había hecho dar a los
soldados de la campaña de Rusia un suplemento irrisorio de prendas de vestir:
una bufanda y un par de guantes.
Y,
en diciembre de 1941, el termómetro descendió bruscamente a menos de cuarenta grados
bajo cero. Las previsiones eran falsas, las profecías no se cumplían; los
elementos se rebelaban; los astros, en su carrera, dejaban de trabajar para el
hombre justo. El hielo triunfaba sobre el fuego. Las armas automáticas se
encallaron al helarse el aceite. En los depósitos, la gasolina sintética se descomponía,
por la acción del frío, en dos elementos inutilizables. En la retaguardia, se
helaban las locomotoras. Bajo su capote y calzados con sus botas de uniforme,
morían los hombres. La más leve herida los condenaba a muerte. Millares de
soldados, al agacharse para hacer sus necesidades, se derrumbaban con el ano
helado. Hitler se negó a creer este primer desacuerdo entre la mística y la realidad.
El general Guderian, exponiéndose a la destitución y tal vez a la muerte, voló
a Alemania para poner al Führer al corriente de la situación y pedirle que
diese la orden de retirada.
—El
frío —dijo Hitler— es cosa mía. ¡Atacad!
Y
así fue como todo el Cuerpo de ejército blindado que había vencido a Polonia en
dieciocho días y a Francia en un mes, los ejércitos de Guderian, de Reinhardt y
de Hoeppner, la formidable legión de conquistadores a los que Hitler llamaba
sus Inmortales, tronchada por el viento, quemada por el hielo, empezó a
disolverse en el desierto del frío, para que la mística fuese más verdadera que
la tierra. Los restos de este Gran Ejército tuvieron por fin que abandonar y
dirigirse hacia el Sur.
Cuando,
durante la primavera siguiente, las tropas iniciaron su ofensiva hacia el Cáucaso,
se desarrolló una ceremonia singular. Tres alpinistas de la SS escalaron la cumbre
del Elbruz, montaña sagrada de los arios, hogar de antiguas civilizaciones, cumbre
mágica de la secta de los «Amigos de Lucifer». Y plantaron la bandera de la cruz
gamada, bendecida según el rito de la Orden Negra. La bendición de la bandera
en la cima del Elbruz debía señalar el principio de una nueva era. A partir de
entonces, las estaciones obedecerían y el fuego vencería al hielo por muchos
milenios. El año pasado habían sufrido una grave decepción, pero no era más que
una prueba, la última, antes de la verdadera victoria espiritual. Y, a despecho
de las advertencias de los meteorólogos clásicos, que anunciaban un invierno
más temible que el pasado, a despecho de mil señales amenazadoras, las tropas
subieron hacia el Norte, en dirección a Stalingrado, para cortar Rusia en dos. «Mientras
mi hija entonaba sus cánticos inflamados, allá arriba, junto al mástil escarlata,
los discípulos de la razón se mantuvieron apartados, con semblante tenebroso...»
Pero
los «discípulos de la razón», con «semblante tenebroso» se salieron con la
suya. Triunfaron los hombres materiales, los hombres «sin fuego», con su valor,
su ciencia «judeoliberal» y su técnica sin prolongaciones religiosas; los
hombres carentes de «sagrada desmesura», ayudados por el frío y por el hielo.
Ellos hicieron fracasar el pacto. Ellos burlaron a la magia. Después de
Stalingrado, Hitler deja de ser un profeta. Su religión se derrumba.
Stalingrado no es sólo una derrota militar y política. El equilibrio de las
fuerzas espirituales se modifica, la rueda gira. Los periódicos alemanes
aparecen con recuadros negros y las descripciones que dan del desastre son más
terribles que los comunicados rusos. Se decreta el luto nacional. Pero este
luto rebasa la nación: «¡Daos cuenta! escribe
Goebbels—. Es todo un pensamiento, es toda una concepción del Universo que ha
sufrido una derrota. Las fuerzas espirituales van a ser aplastadas, la hora del
juicio se acerca.»
En
Stalingrado, no es el comunismo que triunfa del fascismo, o mejor dicho, no es
sólo esto. Mirándolo desde más lejos, es decir, desde el lugar adecuado para
abarcar el sentido de tan amplios acontecimientos, es nuestra civilización
humanista la que detiene el empuje formidable de otra civilización, luciferina,
mágica, no hecha para el hombre, sino para «algo que es más que un hombre». No
existen diferencias esenciales entre los móviles de los actos civilizadores de
la URSS y de los Estados Unidos. La Europa de los siglos XVIII y XIX proporcionó
el motor que sigue funcionando. No suena exactamente igual en Nueva York que en
Moscú pero esto es todo. Había un solo mundo en guerra contra Alemania, no una
coalición momentánea de enemigos fundamentales. Un solo mundo que cree en el
progreso, en la justicia, en la igualdad y en el silencio. Un solo mundo que
tiene la misma visión del Cosmos, la misma comprensión de las leyes universales
y que asigna al hombre, en el Universo, el mismo lugar, ni demasiado grande, ni
demasiado pequeño. Un solo mundo que cree en la razón y en la realidad de las
cosas. Un solo mundo que tenía que desaparecer entero para dejar sitio a otro,
del que Hitler se creía anunciador.
Es
el hombrecillo del «mundo libre», el habitante de Moscú, de Boston, de Limoges
o de Lieja, el hombrecillo positivo, racionalista, más moralista que religioso,
desprovisto de sentido metafísico, poco aficionado a lo fantástico, el hombre a
quien Zaratustra tenía por apariencia de hombre, por criatura de hombre; el
hombrecillo salido del muslo de M. Homais, quien va a aniquilar al Gran Ejército
destinado a abrir camino al superhombre, al hombre-dios, dueño de los
elementos, de los climas y de las estrellas. Y, por un curioso disentir de la
justicia—o de la injusticia—, es este hombrecillo de alma limitada quien, años
más tarde, lanzaría un satélite al espacio, inaugurando la era interplanetaria.
Stalingrado y el lanzamiento del Sputnik son, como dicen los rusos, las dos
victorias decisivas, que celebraron conjuntamente en 1957, a raíz del
aniversario de su revolución. Sus periódicos publicaron una fotografía de
Goebbels: «Creía que íbamos a desaparecer. Pero teníamos que triunfar para
crear el hombre interplanetario.» La resistencia desesperada, loca,
catastrófica, de Hitler, en el momento en que, evidentemente, todo estaba
perdido, sólo se explica por la espera del diluvio descrito por los
horbigerianos. Si no se podía volver la situación por medios humanos, quedaba
la posibilidad de provocar el juicio de los dioses. Vendría el diluvio, como un
castigo, para la Humanidad entera. La noche envolvería el Globo y todo se
ahogaría entre tempestades de agua y de granizo. Hitler, dice Speer, horrorizado,
«trataba deliberadamente de que todo pereciese con él. Ya no era más que un hombre
para quien el fin de su propia vida significaba el fin de todas las cosas».
Goebbels, en sus últimos editoriales, saluda con entusiasmo a los bombardeos
enemigos que destruyen su país: «Bajo las ruinas de nuestras ciudades
derrumbadas, quedan enterradas las realizaciones del estúpido siglo XIX.» Hitler
entroniza a la muerte: prescribe la destrucción total de Alemania, hace
ejecutar a los prisioneros, condena a su antiguo cirujano, hace matar a su cuñado,
pide la muerte para los soldados vencidos, y él mismo bajó a la tumba. «Hitler
y Goebbels —escribe Trevor Roper— invitaron al pueblo alemán a destruir sus
ciudades y sus fábricas y el material rodado, y todo en favor de una leyenda,
en nombre de un ocaso de los dioses.» Hitler pide sangre, envía sus últimas
tropas al sacrificio: «Las pérdidas no parecen jamás bastante elevadas», dice.
No son los enemigos de Alemania que ganan la partida; son las fuerzas
universales que se ponen en marcha para ahogar la Tierra y castigar a la
Humanidad, porque la Humanidad ha dejado que el hielo venciera al fuego, que
las potencias de la muerte vencieran a las potencias de la vida y la
resurrección. El cielo se vengará. Sólo le cabe ya, al moribundo, impetrar el
gran diluvio. Hitler hace un sacrificio al agua: ordena que se inunde el Metro
de Berlín, donde perecen 300.000 personas refugiadas en los subterráneos. Es un
acto de magia: su gesto provocará movimientos apocalípticos en el cielo y en la
Tierra.
Goebbels
publica un último artículo antes de matar, en el bunker, a su mujer y a sus
hijos y de matarse él mismo. Titula su editorial de despedida: «Y, a pesar de
todo, será.» Dice que el drama no se representa a escala de la Tierra, sino del
Cosmos. «Nuestro final será el final de todo el Universo.»
Elevaban
su pensamiento delirante a los espacios infinitos, y murieron en un
subterráneo. Creían que preparaban el hombre-dios al que obedecerían los
elementos. Creían en el ciclo del fuego. Tenían que vencer al hielo, así en el
cielo como en la Tierra, y sus soldados se morían al bajarse los calzones. Alimentaban
una visión fantástica de la evolución de las especies y esperaban formidables
mutaciones.
Pero
sin duda hay una profecía más profunda que condena a los propios profetas y los
condena a una muerte más que trágica: caricaturesca. En el fondo de su cueva,
escuchando el creciente ronquido de los tanques, acababan su vida ardiente y
malvada, entre las rebeldías, los dolores y las súplicas con que termina la
visión de Shelley intitulada Helias:
¡Oh!¡Deteneos!
¿Deben volver el odio y la muerte? ¡Deteneos! ¿ Tienen los hombres que matar y
morir? ¡Deteneos! ¡No apuréis hasta las heces La copa de una amarga profecía!
El mundo está cansado del pasado. ¡Oh! ¡Que muera o que repose al fin!
No hay comentarios:
Publicar un comentario