Fragmentos de ALGUNOS AÑOS EN EL MÁS ALLÁ ABSOLUTOde “El Retorno de los Brujos: Una Introducción Al Realismo Mágico” (La Matin des Magiciens – Louis Pauwels y Jacques Bergier, 1960)
Una
mañana del verano de 1925, el repartidor de correos entregó una carta en casa
de todos los sabios de Alemania y de Austria. En el tiempo de abrirla, moría el
concepto de la grave ciencia, y los sueños y el griterío de los reprobos llenaban
de pronto los laboratorios y las bibliotecas. La carta era un ultimátum:
«Es
preciso elegir entre estar con nosotros o contra nosotros. De la misma manera
que Hitler limpiará la política, Hans Horbiger barrerá las falsas ciencias. La
doctrina del hielo eterno será el símbolo de la regeneración del pueblo alemán.
¡Tened cuidado! ¡Formad a nuestro lado antes de que sea demasiado tarde!»
El
hombre que se atrevía a amenazar de esta guisa a los sabios, Hans Horbiger,
tenía sesenta y cinco años. Era una especie de profeta furioso. Lucía una
inmensa barba blanca y empleaba una escritura capaz de desanimar al mejor
grafólogo. Su doctrina empezaba a ser conocida por un público numeroso, bajo el
nombre de la Wel (Wel = Welsteislehre:
doctrina del hielo eterno). Era una explicación del Cosmos en contradicción
con la astronomía y las matemáticas oficiales, pero justificada por antiguos mitos.
Sin embargo, Horbiger se consideraba un sabio. Pero la ciencia debía cambiar de
ruta y de métodos. «La ciencia objetiva es un invento pernicioso, un tótem
decadente.» Pensaba, como Hitler, que «la cuestión previa a toda actividad
científica es saber quién quiere saber».
Sólo
el profeta puede tener acceso a la ciencia, porque, gracias a la iluminación,
se encuentra en un nivel superior de conciencia. Esto era lo que había querido
decir el iniciado Rabelais cuando escribió: «La ciencia sin conciencia no es
más que ruina del alma.» Se refería a la ciencia sin conciencia superior, Peifo
habían falseado su mensaje en provecho de una mezquina conciencia humanista primaria.
Cuando el profeta quiere saber, puede entrar en juego la ciencia, pero ésta es
algo distinta de lo que llamamos de ordinario ciencia. Por esto Hans Horbiger
no podía tolerar la menor duda, el menor intento de contradicción. Le agitaba
un furor sagrado: «¡Confiáis en las ecuaciones y no en mí! —rugía—. ¿Cuánto
tiempo necesitaréis para comprender que las matemáticas son una mentira sin
ningún valor?»
Hans Horbiger
En
la Alemania del Herr Doktor científico y técnico, Hans Horbiger introducía, a gritos
y golpes, el saber iluminado, el conocimiento irracional, las visiones. Y no
era el único, aunque, en este terreno, se asignaba el primer papel. Hitler y
Himmler habían requerido los servicios de un astrólogo, aunque no lo
publicaban. Este astrólogo se llamaba Führer. Más tarde, después de la
conquista del poder, y como para firmar su voluntad, no sólo de reinar, sino de
«cambiar la vida», se atrevieron a provocar por sí mismos a los sabios.
Nombraron a Führer «"plenipotenciario" de las matemáticas, de la
astronomía y de la física». Mientras tanto, Hans Horbiger ponía en práctica, en
los medios intelectuales, un sistema comparable al de los agitadores políticos.
Parecía
disponer de medios económicos considerables. Operaba como un jefe de partido.
Creaba un movimiento, con servicio de información, oficinas de reclutamiento, cuotas,
propagandistas y hombres de acción reclutados entre las juventudes hitlerianas.
Se cubrían las paredes de carteles, se inundaban los periódicos de anuncios, se
distribuían profusión de folletos, se organizaban mítines. Las reuniones y
conferencias de astrónomos eran interrumpidas por los agitadores que gritaban:
«¡Fuera los sabios ortodoxos! ¡Seguid a Horbiger!» Se molestaba a los
profesores en la calle. Los directores de las instituciones científicas
recibían tarjetas amenazadoras: «Cuando hayamos triunfado, usted y sus colegas
tendrán que mendigar en las aceras.» Había hombres de negocios, industriales,
que, antes de admitir a un empleado, le hacían firmar una declaración: «Juro
que creo en la teoría del hielo eterno.» Horbiger escribía a los grandes
ingenieros: «O aprenderán a creer en mí, o serán tratados como enemigos.» En el
transcurso de algunos años, el movimiento publicó tres grandes obras
doctrinales, cuarenta libros populares y centenares de folletos. Editaba una
revista mensual de gran tirada: La llave de los acontecimientos mundiales.
Había reclutado docenas de millares de adeptos. Iba a desempeñar un papel
importante en la historia de las ideas y en la Historia a secas.
Al
principio, los sabios protestaban y publicaban cartas y artículos demostrando
la imposibilidad del sistema de Horbiger. Después, cuando el Wel adquirió
proporciones de vasto movimiento popular, se alarmaron. Después del
advenimiento de Hitler al poder, la resistencia menguó, aunque las universidades
continuaron enseñando la astronomía ortodoxa. Algunos ingenieros renombrados y
algunos sabios se incorporaron a la doctrina del hielo eterno, corno, por
ejemplo, Lenard, que había descubierto con Róntgen los rayos X, el físico
Oberth, y Stark, cuyas investigaciones sobre la espectroscopia eran
mundialmente conocidas. Hitler apoyaba abiertamente a Horbiger y creía en él.
«Nuestros
antepasados nórdicos se fortalecieron en la nieve y en el hielo — declaraba un
folleto popular de la Wel—; por esto la creencia en el hielo mundial es la
herencia natural del hombre nórdico. Un austríaco, Hitler, expulsó a los políticos
judíos; otro austriaco, Horbiger, expulsará a los sabios judíos. El Führer ha
demostrado, con su propio ejemplo, que el aficionado es superior al
profesional. Ha sido necesario otro aficionado para darnos la comprensión
completa del Universo.»
Hitler
y Horbiger, los «dos austríacos más grandes», se encontraron muchas veces. El jefe
nazi con respeto al sabio visionario. Horbiger no toleraba que le
interrumpiesen en sus discursos y replicaba firmemente a Hitler: «Maul zu! ¡Cierre
el pico!» Él llevó hasta el último extremo la convicción de Hitler: el pueblo
alemán, según su mesianismo, había sido envenenado por la ciencia occidental,
estrecha, debilitante, desligada de la carne y del espíritu. Algunas creaciones
recientes, como el psicoanálisis, la serología y la relatividad, eran máquinas
de guerra dirigidas contra el espíritu de Parsifal. La doctrina del hielo
mundial proporcionaría el necesario contraveneno. Esta doctrina destruía la
astronomía admitida: el resto del edificio se derrumbaría seguidamente por sí solo,
y era necesario que se derrumbase seguidamente para que renaciera la magia, único
valor dinámico. Los teóricos del nacionalsocialismo y los del hielo eterno se reunieron
en conferencias: Rosenberg y Hans Horbiger, rodeados de sus mejores discípulos.
La
historia de la Humanidad, tal como la describía Horbiger, con los grandes diluvios
y las migraciones sucesivas, con sus gigantes y sus esclavos, sus sacrificios y
sus epopeyas, respondía a la teoría de la raza aria. Las afinidades del
pensamiento de Horbiger con los temas orientales de las edades antediluvianas,
de los períodos de salud y de castigo de la especie, apasionaron a Himmler.
A
medida que se precisaba el pensamiento de Horbiger, surgían correspondencias
con las visiones de Nietzsche y con la mitología wagneriana. Los orígenes
fabulosos de la raza aria, descendida de las montañas habitadas por
superhombres de otra época y destinada a gobernar el planeta, quedaron establecidos.
La doctrina de Horbiger coincidía estrechamente con el pensamiento del socialismo
mágico, con las actitudes místicas del grupo nazi. Ella fomentaba en gran manera
lo que Jung debía llamar más tarde «libido de lo irrazonable». Ella aportaba algunas
de las «vitaminas del alma» contenidas en los mitos.
En
1913, un tal Philipp Fauth, astrónomo aficionado, especializado en la
observación de la Luna, había publicado con varios amigos un enorme volumen de
más de ochocientas páginas: La Cosmogonía Glacial de Horbiger (Philipp Fauth
nació el 19 de marzo de 1867 y murió el 4 de enero de 1941. Ingeniero y
constructor de máquinas, alcanzó cierta notoriedad por sus estudios sobre la
Luna: había dibujado mapas de la Luna, y un cráter doble, al sur del de
Copérnico, lleva el nombre de Fauth, por acuerdo de la Union Internacional de
1935. En 1939 fue nombrado profesor por disposición especial del Gobierno
nacionalsocialista). La mayor parte de esta obra había sido escrita por el
propio Horbiger. Horbiger, en esta época, administraba descuidadamente su
negocio personal. Nacido en 1860, en el seno de una familia tirolesa conocida
desde hacía siglos, había estudiado en la Escuela de Tecnología de Viena y
realizado prácticas en Budapest. Proyectista en la fábrica de máquinas de vapor
de Alfred Coliman, había ingresado después en la empresa Land, de Budapest,
como especialista de compresores. Allí inventó, en 1894, un nuevo sistema de
llaves para bombas y compresores. Horbiger vendió la patente a unas poderosas
sociedades alemanas y americanas
y se halló de pronto en posesión de una gran fortuna que la guerra no tardaría en
dispersar.
Horbiger
sentía apasionamiento por las aplicaciones astronómicas de los cambios de estado
del agua (hielo, líquido, vapor), que había tenido ocasión de estudiar en el ejercicio
de su profesión. A base de ello, pretendía explicar toda la cosmografía y toda la
astrofísica. Según decía, bruscas iluminaciones e intuiciones fulgurantes le
habían abierto las puertas de una ciencia nueva, que contenía todas las demás.
Con el tiempo, había de convertirse en uno de los grandes profetas de la
Alemania mesiánica, y, como se escribió después de su muerte, en «un
descubridor genial, bendecido por Dios».
La
doctrina de Horbiger toma su fuerza de una visión completa de la Historia y de
la evolución del Cosmos. Explica la formación del sistema solar, el nacimiento
de la Tierra, de la vida y del espíritu. Describe todo el pasado del Universo y
anuncia sus transformaciones futuras. Responde a las tres interrogaciones
esenciales. ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? Y las contesta del
modo más adecuado para la exaltación. Todo descansa sobre la idea de la lucha
perpetua, en los espacios infinitos, entre el hielo y el fuego, y entre las
fuerzas de repulsión y de atracción. Esta lucha, esta tensión cambiante entre
principios opuestos, esta eterna guerra en el cielo, que es la ley de los
planetas, rige también la Tierra y la materia viva, y determina la historia de
la Humanidad. Horbiger pretende revelarnos el más remoto pasado de nuestro
Globo y su más lejano porvenir, y formula fantásticas teorías sobre la
evolución de las especies vivas. Trastorna todo lo que generalmente pensamos de
la historia de las civilizaciones, de la aparición y del desarrollo del hombre
y de sus sociedades. No propugna, a este respecto, una marcha ascensional
continua, sino una serie de subidas y bajadas. Hombres-dioses, gigantes, civilizaciones
fabulosas, nos han precedido hace centenares de miles o acaso millones de años.
Tal vez nosotros llegaremos a ser lo que fueron los antepasados de nuestra
raza, al través de cataclismos y mutaciones extraordinarias, en el curso de una
historia que, tanto en la Tierra como en el Cosmos, se desarrolla por ciclos.
Pues las leyes del cielo son idénticas a las leyes de la Tierra, y el Universo
entero participa del mismo movimiento y es un organismo vivo, en el que todo
resuena en todo. La aventura de los hombres está ligada a la aventura de los
astros; lo que ocurre en el Cosmos ocurre en la Tierra, y viceversa.
Como
puede verse, esta doctrina de los ciclos y de las relaciones cuasimágicas entre
el hombre y el Universo, refuerza el más remoto pensamiento tradicional. Vuelve
a introducir las antiquísimas profecías, los mitos y las leyendas, los antiguos
temas del Génesis, del Diluvio, de los Gigantes y de los Dioses.
Esta
doctrina, como se comprenderá mejor dentro de poco, está en contradicción con todos
los principios de la ciencia admitida. Pero, decía Hitler: «Hay una ciencia
nórdica y nacionalsocialista que se opone a la ciencia judeoliberal.» La
ciencia admitida en Occidente, y naturalmente la religión judeocristiana que es
su cómplice, es una conspiración que es preciso destruir. Es una conjuración contra
el sentido de la epopeya y de lo mágico que arraiga en el corazón del hombre
fuerte, una vasta conspiración que cierra a la Humanidad las puertas del pasado
y del porvenir más allá de los cortos límites de las civilizaciones
registradas, que le amputa sus orígenes y su destino fabuloso, y que le impide
el diálogo con los dioses.
Los
sabios admiten, por lo general, que nuestro Universo fue creado por una
explosión producida hace tres o cuatro mil millones de años. Pero, ¿explosión
de qué? Tal vez el Cosmos entero estaba contenido en un átomo, punto cero de la
creación. Este átomo habría estallado, continuando después en una expansión
constante. Él habría contenido toda la materia y todas las fuerzas hoy
desplegadas. Pero, en esta hipótesis, no se encuentra el comienzo absoluto del
Universo. Los teóricos de la expansión del Universo partiendo de aquel átomo,
no tocan el problema de su origen. En resumidas cuentas, la ciencia no nos ofrece
mayores precisiones que el admirable poema indio: «En
el intervalo entre disolución y creación, Visnú Cesha reposaba en su propia
sustancia, luminoso de energía durmiente, entre los gérmenes de las vidas
venideras.»
En
lo que atañe al nacimiento de nuestro sistema solar, las hipótesis son
igualmente inconsistentes. Se imaginó que los planetas nacieron de una
explosión parcial del Sol. Un gran cuerpo astral debió de pasar cerca de aquél,
arrancando una parte de la sustancia solar que se desparramaría en el espacio,
fijándose en planetas. Después, el gran cuerpo, el superastro desconocido,
debió de proseguir su ruta, ahogándose en el infinito. Se imaginó también la
explosión de un sol gemelo del nuestro. El profesor H. N. Roussel, resumiendo la
cuestión, escribe con humor: «Hasta que sepamos cómo ocurrió la cosa, lo único realmente
seguro es que el sistema solar se produjo de algún modo.»
En
cambio, Horbiger pretende saber cómo ocurrió la cosa. Él posee la explicación definitiva.
En una carta al ingeniero Willy Ley, afirma que esta explicación le saltó a los
ojos en su juventud. «Tuve la revelación —dice— cuando, siendo un joven
ingeniero, observé un día una ola de acero fundido sobre la tierra mojada y cubierta
de nieve: la tierra estallaba con cierto retraso y con gran violencia.» Esto es
todo. A partir de aquel momento, la doctrina de Horbiger crece y fructifica. Es
la manzana de Newton.
Había
en el cielo un cuerpo enorme y a elevada temperatura, millones de veces mayor que
nuestro Sol actual. Este cuerpo chocó con un planeta gigante, constituido por
una acumulación de hielo cósmico. La masa de hielo penetró en el supersol. Nada
ocurrió durante centenares de miles de años. Después, el vapor de agua hizo que
todo estallara. Algunos fragmentos fueron proyectados tan lejos que se
perdieron en el espacio helado.
Otros
volvieron a caer sobre la masa central donde se había originado la explosión. Otros,
por último, fueron proyectados a una zona intermedia: son los planetas de
nuestro sistema. Había treinta de ellos. Son bloques que, poco a poco, se han
ido cubriendo de hielo. La Luna, Júpiter, Saturno, son de hielo, y los canales de
Marte son grietas del hielo. Sólo la Tierra no está absolutamente dominada por
el frío: en ella sigue la lucha entre el hielo y el fuego.
A
una distancia igual a tres veces la de Neptuno, se hallaba, en el momento de la
explosión, un enorme anillo de hielo. Y allí sigue estando. Es lo que los astrónomos
oficiales se empeñan en llamar Vía Láctea, porque algunas estrellas parecidas a
nuestro Sol, en el espacio infinito, brillan a través de ella. En cuanto a las
fotografías de estrellas individuales cuyo conjunto nos daría una Vía Láctea,
son simples composiciones.
Las
manchas que se observan en el Sol y que cambian de forma y de lugar cada once
años, siguen siendo inexplicables para los sabios ortodoxos. Pues bien, son
producidas por la caída de bloques de hielo, que se desprenden de Júpiter.
Júpiter cierra su círculo alrededor del Sol cada once años.
En
la zona media de la explosión, los planetas del sistema a que pertenecemos obedecen
a dos fuerzas:
—La
fuerza primitiva de la explosión, que los aleja.
—La
gravitación que los atrae a la masa más fuerte situada en su proximidad.
Estas
dos fuerzas no son iguales. La fuerza de la explosión inicial va disminuyendo, porque
el espacio no está vacío, sino que hay en él una materia tenue, compuesta de hidrógeno
y de vapor de agua. Además, el agua que alcanza el Sol llena el espacio de cristales
de hielo. De este modo se ve cada vez más frenada la fuerza inicial de
repulsión.
Por
el contrario, la gravitación es constante. Por esto cada planeta se acerca al
más próximo que lo atrae. Se acerca trazando círculos a su alrededor, o mejor
dicho, describiendo una espiral que se va encogiendo. Así, tarde o temprano,
cada planeta caerá en el más próximo, y todo el sistema acabará por caer, en
forma de hielo, en el Sol.
Entonces
se producirá una nueva explosión y todo volverá a empezar. Hielo y fuego,
repulsión y atracción, luchan eternamente en el Universo. Esta lucha determina
la vida, la muerte y el renacimiento perpetuo del Cosmos. Un escritor alemán,
Elmar Brugg, escribió en 1952 una obra encomiástica de Horbiger, en la cual nos
dice:
«Ninguna
de las doctrinas de representación del Universo ponía en juego el principio de
contradicción, de lucha de dos fuerzas contrarias, del cual, empero, se
alimenta el alma del hombre desde hace milenios. El mérito imperecedero de
Horbiger es haber resucitado vigorosamente el conocimiento intuitivo de nuestros
antepasados por el conflicto eterno del fuego y del hielo, cantado por Edda. Él
expuso este conflicto a la mirada de sus contemporáneos. Él fundió
científicamente esta imagen grandiosa del mundo ligada al dualismo de la
materia y de la fuerza, de la repulsión que dispersa y la atracción que reúne.»
Luego
es verdad: la Luna acabará por caer en la Tierra. Existe un momento —varias decenas
de milenios— en que la distancia de un planeta a otro parece fija. Pero llegará
un día en que nos daremos cuenta de que la espiral se encoge. Poco a poco, en
el curso de las edades, la Luna se irá acercando. La fuerza de gravitación que
ejerce sobre la Tierra aumentará. Entonces las aguas de nuestros océanos se
juntarán en una marea permanente y ascenderán, cubriendo las tierras, ahogando
los trópicos y cercando las más altas montañas. Los seres vivos se sentirán
progresivamente liberados de su peso. Crecerán. Los rayos cósmicos serán cada
vez más poderosos. Al actuar sobre los genes y los cromosomas, producirán
mutaciones. Aparecerán nuevas razas, animales, plantas y hombres gigantescos. Después,
al acercarse más, la Luna estallará, girando a toda velocidad, y se convertirá en
un inmenso anillo de rocas, de hielo, de agua y de gas, que girará cada vez más
deprisa. Por fin, el anillo caerá sobre la Tierra, y será la Caída, el
Apocalipsis anunciado.
Pero
si subsisten algunos hombres, los más fuertes, los mejores, los elegidos, presenciarán
extraños y formidables espectáculos. Y acaso, el espectáculo final. Después de
muchos milenios sin satélite, durante los cuales la Tierra habrá conocido extraordinarias
imbricaciones de razas antiguas y nuevas, civilizaciones de gigantes, renacimientos
después del Diluvio, e inmensos cataclismos, Marte, más pequeño que nuestro
Globo, acabará por acercársele. Alcanzará la órbita de la Tierra. Pero es demasiado
grande para ser capturado, para convertirse, como la Luna, en un satélite. Pasará
muy cerca de la Tierra, la rozará e irá a caer en el Sol, atraído por éste,
aspirado por el fuego. Entonces, nuestra atmósfera se sentirá de pronto
atrapada, arrastrada por la gravitación de Marte, y nos abandonará para perderse
en el espacio. Entonces los océanos se agitarán en torbellino y hervirán sobre
la superficie de la Tierra, bañándolo todo, y la corteza estallará. Nuestro
Globo, muerto, seguirá girando en espiral, será alcanzado por los planetoides
helados que navegan por el cielo y se convertirá en una enorme bola de hielo
que, a su vez, se arrojará contra el Sol. Después de la colisión, vendrá el
gran silencio, la gran inmovilidad, mientras el vapor de agua se irá
acumulando, durante millones de años, en el interior de la masa ardiente. Por
fin, se producirá una nueva explosión y otras creaciones en la eternidad de las
fuerzas ardientes del Cosmos.
Tal
es el destino de nuestro sistema solar, según la visión del ingeniero austríaco
a quien los dignatarios nacionalsocialistas llamaban El Copérnico del siglo xx.
Vamos a considerar ahora esta visión referida a la historia pasada, presente y
futura de la Tierra y de los hombres. Es una historia que, vista al través de
«los ojos de tormenta y de batalla» del profeta Horbiger, parece una leyenda,
llena de revelaciones fabulosas y de rarezas formidables.
Era
en 1948; yo creía en Gurdjieff, y una de sus fieles discípulas me había
invitado amablemente a pasar unas semanas en su casa de la montaña, con mi
familia. Esta mujer tenía una cultura verdadera, formación de químico,
inteligencia aguda y carácter firme. Ayudaba a los artistas y a los
intelectuales. Después de Luc Dietrich y de René Daumal, yo debía contraer con
ella una deuda de reconocimiento. Nada tenía de discípula exaltada, y las
enseñanzas de Gurdjieff, que a veces se alojaba en su casa, le llegaban a través
de la criba de la razón. Sin embargo, un día la sorprendí, o creí sorprenderla,
en flagrante delito de despropósito. Me abrió de pronto los abismos de su
delirio, y me quedé mudo y aterrorizado ante ella, como ante un agonizante. Una
noche resplandeciente y fría caía sobre la nieve, y platicábamos
tranquilamente, asomados al balcón del chalet. Contemplábamos los astros, como
se contemplan en la montaña, experimentando una soledad absoluta, que es aquí
tan purificadora como en otras partes angustiosa. Se veían claramente los relieves
de la Luna.
—Mejor
diríamos una luna —dijo mi anfitriona—, una de las lunas...
—¿Qué
quiere decir?
—Ha
habido otras lunas en el cielo. Ésta es la última, simplemente...
—¿Qué?
¿Ha habido otras lunas además de ésta?
—Seguro.
Gurdjieff lo sabe, y otros lo saben también.
—Pero,
bueno, los astrónomos...
—¡Oh!
¡Si va usted a fiarse de los científicos...!
Tenía
el rostro apacible y sonreía con una pizca de conmiseración. Desde aquel día
dejé de sentirme al mismo nivel de ciertos amigos de Gurdjieff a quienes
apreciaba. Se convirtieron a mis ojos en seres frágiles e inquietantes y sentí
que acababa de romperse uno de los hilos que me ataba a su familia. Algunos
años más tarde, al leer el libro de Gurdjieff, Les Récits de Belzébuth, y al descubrir la cosmogonía de Horbiger,
comprendí que aquella visión, o mejor dicho, aquella creencia, no era una
simple cabriola en el mundo de lo fantástico. Había cierta coherencia entre la
chocante historia de las lunas y la filosofía del superhombre, la psicología de
los «estados superiores de conciencia» y la mecánica de las mutaciones. En las
tradiciones orientales volvía a encontrarse esta historia y la idea de que los hombres,
hace muchos milenios, pudieron observar un cielo distinto del nuestro, otras constelaciones
y otro satélite.
¿Acaso
Gurdjieff se había inspirado en Horbiger, al que sin duda conocía? ¿O habría bebido
en antiguas fuentes de saber, tradiciones o leyendas, con las que Horbiger
había coincidido accidentalmente, en el curso de sus iluminaciones
seudocientíficas? Yo ignoraba, en el balcón del chalet montañero, que mi
anfitriona expresaba una creencia que habían compartido millares de hombres de la
Alemania hitleriana, todavía enterrada en ruinas, en esta época todavía
ensangrentada, todavía humeante, entre los escombros de sus grandes mitos. Y mi
anfitriona, en la bella noche clara y tranquila, lo ignoraba también.
Así,
pues, según Horbiger, la Luna, la que nosotros vemos, no sería más que el
último satélite, el cuarto, captado por la Tierra. Nuestro Globo, en el curso
de su historia, habría captado ya tres. Tres masas de hielo cósmico habrían
alcanzado, por turno, nuestra órbita y habrían empezado a girar en espiral
alrededor de la Tierra, acercándose cada vez más y cayendo por fin sobre
nosotros. Nuestra Luna actual también caerá sobre la Tierra. Pero esta vez la
catástrofe será mayor, porque el último satélite helado es mayor que los
anteriores. Toda la historia del Globo, la evolución de las especies y toda la historia
humana encuentran su explicación en esta sucesión de lunas en nuestro cielo.
Ha
habido cuatro épocas geológicas, puesto que ha habido cuatro lunas. Estamos en
el cuaternario. Cuando cae una luna, ha estallado antes y, girando cada vez más
deprisa, se ha transformado en un anillo de rocas, de hielo y de gases. Es este
anillo lo que cae sobre la Tierra, recubriendo en círculo toda la costra
terrestre y fosilizando todo lo que se encuentra debajo de él. En período
normal, los organismos enterrados no se fosilizan, sino que se pudren. Sólo se
fosilizan en el momento en que cae una luna. Por esto hemos podido registrar
una época primaria, una época secundaria y una época terciaria. Sin embargo, como
se trata de un anillo, sólo tenemos testimonios muy fragmentarios de la
historia de la vida sobre la Tierra. Han podido aparecer y desaparecer otras
especies animales y vegetales, a lo largo de las edades, sin que quede rastro
de ellas en las capas geológicas. Pero la teoría de las lunas sucesivas permite
imaginar las transformaciones sufridas en el pasado por las formas vivas, así
como prever las transformaciones venideras.
Durante
el período en que el satélite se acerca, hay un momento de unos centenares de miles
de años en que gira alrededor de la Tierra a una distancia de cuatro a seis
radios terrestres. En comparación con la distancia de nuestra Luna actual, ésta
se encuentra al alcance de la mano. La gravitación cambia, pues, considerablemente.
Ahora bien, la gravitación determina la talla de los seres. Éstos crecen en
función del peso que pueden soportar.
En
el momento en que el satélite está cerca, hay, pues, un período de gigantismo. A
finales del primario: enormes vegetales, insectos gigantescos. A fines del
secundario: diplodocos, iguanodontes, animales de treinta metros. Se producen
mutaciones bruscas, porque los rayos cósmicos son más poderosos. Los seres, aliviados
de su peso, se yerguen; las cajas craneanas se ensanchan; las bestias levantan
el vuelo. Tal vez a finales del secundario aparecieron los mamíferos gigantes.
Y tal vez los primeros hombres, creados por mutación. Habría que situar este período
a fines del secundario, en el momento en que la segunda luna giraba cerca del
Globo, hace unos quince millones de años. Es la edad de nuestro antepasado, el
gigante. Madame Blavatsky, que pretendía haber tenido acceso al Libro de los
Dzyan, que sería el texto más antiguo de la Humanidad y contendría la historia
de los orígenes del hombre, aseguraba también que una gigantesca y primera raza
humana había aparecido en el período secundario. «El hombre secundario será
descubierto un día, y, con él, sus civilizaciones extinguidas hace muchísimo
tiempo.»
He
aquí, pues, el primer hombre, enorme, que apenas se nos parece y cuya
inteligencia es distinta de la nuestra, en una noche de los tiempos
infinitamente más espesa de lo que imaginamos y bajo una luna diferente: el
primer hombre, y acaso la primera pareja humana, gemelos expulsados de una
matriz animal, por un prodigio de las mutaciones que se multiplican cuando los
rayos cósmicos son gigantescos. El Génesis nos dice que los descendientes de
este antepasado vivían de quinientos a novecientos años: es que el aligeramiento
del peso disminuye el desgaste del organismo. No nos habla de gigantes, pero
las tradiciones judías y musulmanas compensan abundantemente esta omisión. En fin,
algunos discípulos de Horbiger sostienen que recientemente se descubrieron en Rusia
fósiles del hombre secundario.
¿Cuáles
serían las formas de civilización del gigante, hace quince millones de años? Se
le suponen agrupaciones y modos de ser calcados de los insectos gigantes
llegados del primario y de los cuales nuestros insectos actuales, todavía
sorprendentes, son descendientes degenerados. Se les suponen grandes poderes de
comunicación a distancia, civilizaciones basadas en el modelo de las centrales
de energía psíquica y material que constituyen, por ejemplo, los hormigueros, y
que tantos problemas turbadores plantean al observador, en el terreno
desconocido de las infraestructuras —o de las superestructuras— de la
inteligencia.
Esta
segunda luna se acercará todavía más, estallará en anillo y caerá sobre la
Tierra que conocerá un nuevo y largo período sin satélite. En los espacios
remotos, una formación glacial espiral alcanzará la órbita de la Tierra, que de
este modo captará una nueva luna.
Pero,
en este período en que ninguna gran esfera brilla sobre las cabezas, sólo
sobreviven algunos ejemplares de las mutaciones producidas al final del
secundario, que subsistirán disminuyendo de proporciones. Todavía hay gigantes,
que se van adaptando. Cuando aparece la luna terciaria, se han formado ya los
hombres ordinarios, más pequeños, menos inteligentes: nuestros verdaderos
antepasados. Pero los gigantes brotados del secundario y que pasaron el
cataclismo siguen existiendo, y son ellos quienes civilizan a los hombres
pequeños.
La
idea de que los hombres partiendo de la bestialidad y del salvajismo, se
elevaron lentamente hasta la civilización, es reciente. Es un mito judeocristiano,
impuesto a las conciencias, para expulsar un mito más vigoroso y revelador.
Cuando la Humanidad era más fresca, más próxima a su pasado, en los tiempos en
que ninguna conspiración bien urdida lo había expulsado aún de su propia
memoria, sabía que descendía de dioses, de reyes gigantes que le habían
enseñado todo. Recordaba una edad de oro en que los superiores, nacidos antes
que ella, le enseñaban la agricultura, la metalurgia, las artes, las ciencias y
el manejo del Alma. Los griegos evocaban la edad de Saturno y el reconocimiento
que sus mayores brindaban a Hércules. Los egipcios y los asirios contaban leyendas
sobre reyes gigantes e iniciadores. Los pueblos que hoy llamamos «primitivos»,
los indígenas del Pacífico, por ejemplo, mezclan a su religión, sin duda degenerada,
el culto a los buenos gigantes de los orígenes del mundo. En nuestra época, en que
todos los factores del espíritu y del conocimiento han sido invertidos, los
hombres que han realizado el formidable esfuerzo de escapar a los modos de
pensar admitidos, encuentran, en el fondo de su inteligencia, la nostalgia de
los tiempos felices de la aurora de las edades, del paraíso perdido, y el
recuerdo velado de una iniciación primordial.
Desde
Grecia a la Polinesia, desde Egipto a México y a Escandinavia, todas las
tradiciones refieren que los hombres fueron iniciados por gigantes. Es la edad
de oro del terciario, que dura varios millones de años, en el curso de los
cuales la civilización moral, espiritual y tal vez técnica alcanza su apogeo
sobre el Globo. Cuando los gigantes se
mezclaban todavía con los hombres, en los tiempos de que nadie habló jamás,
escribe Hugo, presa de una extraordinaria iluminación.
La
luna terciaria, cuya espiral se encoge, se acerca a la Tierra. Las aguas suben,
aspiradas por la gravitación del satélite, y los hombres, hace más de
novecientos mil años, se dirigen a las más altas cumbres montañosas, con los
gigantes, sus reyes. Sobre estas cumbres, por encima de los océanos levantados
que forman el rodete ciñendo la Tierra, los hombres y sus Superiores crearán
una civilización marítima mundial, que Horbiger y su discípulo inglés Bellamy identifican
con la civilización atlántida.
Bellamy
descubre, en los Andes, a cuatro mil metros de altura, restos de sedimentos marinos
que se extienden sobre setecientos kilómetros. Las aguas de fines del terciario
subían hasta allí, y Tiahuanaco, cerca del lago Titicaca, sería uno de los
centros de civilización de aquel período (el arqueólogo alemán Von Hagen, autor
de una obra publicada en francés bajo el título, Au royaume des Incas (Plon, 1950), recogió cerca del lago Titicaca
una tradición oral, de los indios de la región, según la cual «Tiahuanaco fue construida
antes de que las estrellas existieran en el cielo»). Las ruinas de Tiahuanaco
dan testimonio de una civilización cientos de veces milenaria y que no se
asemeja en nada a las civilizaciones posteriores. Según los partidarios de
Horbiger, son visibles las huellas de gigantes, así como sus inexplicables
monumentos. Se encuentra allí, por ejemplo, una piedra de nueve toneladas, con
seis hendiduras de tres metros de altura que son incomprensibles para los
arquitectos, como si su papel hubiese sido olvidado desde entonces por todos
los constructores de la Historia. Hay pórticos de tres metros de altura por
cuatro de anchura, que aparecen tallados en una sola piedra, con puertas,
falsas ventanas y esculturas esculpidas con cincel, pesando todo el conjunto
diez toneladas. Hay lienzos de pared de sesenta toneladas, sostenidos por
bloques de piedra arenisca de cien toneladas, hundidos como cuñas en el suelo.
Entre estas ruinas fabulosas, se elevan estatuas gigantescas, una sola de las
cuales ha sido bajada de allí y colocada en el jardín del museo de La Paz.
Tiene ocho metros de altura y pesa veinte toneladas. Todo invita a los horbigerianos
a ver en estas estatuas retratos de gigantes realizados por ellos mismos.
(…)
Si
estos monolitos fueron realmente esculpidos y colocados en su sitio por los
gigantes en atención a sus aprendices, los hombres; si las esculturas de una
extremada abstracción, de una estilización tan avanzada que confunde a nuestra
propia inteligencia, fueron ejecutadas por aquellos Superiores, encontraremos
en ello el origen de los mitos según los cuales las artes fueron dadas a los
hombres por los dioses, y la clave de las diversas místicas de la inspiración estética.
Entre
estas esculturas figuran imágenes estilizadas de un animal, el todoxón, cuya osamenta
ha sido descubierta en las ruinas de Tiahuanaco. Ahora bien, se sabe que el todoxón
sólo pudo vivir en el período terciario. En fin, en estas ruinas que precederían
en cien mil años al fin del período terciario, existe hundido en el barro
desecado, un pórtico de diez toneladas cuya decoración fue estudiada por el
arqueólogo alemán Kiss, discípulo de Horbiger, entre 1928 y 1937. Según él, se
trata de un calendario realizado de acuerdo con las observaciones de los
astrónomos del terciario. Este calendario contiene datos científicos exactos.
Está dividido en cuatro partes separadas por los solsticios y los equinoccios
que marcan las estaciones astronómicas. Cada una de estas estaciones está
dividida a su vez en tres secciones, y, en estas doce subdivisiones, puede verse
la posición de la Luna en cada hora del día. Además, los dos movimientos del satélite,
su movimiento aparente y su movimiento real, habida cuenta de la rotación de la
Tierra, están indicados en este fabuloso pórtico esculpido, de suerte que hay
que pensar que tanto los que hicieron como los que utilizaron el calendario
tenían una cultura superior a la nuestra.
Tiahuanaco,
a más de cuatro mil metros de altura, en los Andes, era, pues, una de las cinco
grandes ciudades de la civilización marítima de fines del período terciario, construidas
por los gigantes conductores de los hombres. Los discípulos de Horbiger encuentran
allí vestigios de un gran puerto, de enormes muelles, y del cual partían los atlantes
—pues sin duda se trata de la Atlántida— a bordo de naves perfeccionadas, para dar
la vuelta al mundo siguiendo el cordón oceánico y tocar en los otros cuatro
grandes centros: Nueva Guinea, México, Abisinia y Tíbet. Así, aquella
civilización se extendía a todo el Globo, lo cual explica tradiciones que
registra la Humanidad.
Llegados
al último grado de unificación y de refinamiento de los conocimientos y de los
medios, los hombres y sus reyes gigantes saben que la espiral de la tercera
luna se va encogiendo y que el satélite acabará por caer; pero conocen las
relaciones de todas las cosas en el Cosmos, los lazos mágicos del ser con el Universo,
y sin duda, se valen de ciertas energías individuales y sociales, técnicas y
espirituales, para retrasar el cataclismo y prolongar la edad atlántida, cuyo
recuerdo difuso perdurará a través de los milenios.
Cuando
cae la luna terciaria, las aguas descienden bruscamente, pero las conmociones precursoras
han dañado ya la civilización. Después del descenso de los océanos, desaparecen
las cinco grandes ciudades, entre ellas la Atlántida de los Andes, aisladas, asfixiadas
por el reflujo de las aguas. Los vestigios más claros están en Tiahuanaco, pero
los horbigerianos los descubren en otros lugares.
En
México, los toltecas dejaron textos sagrados que describen la historia de la
Tierra según la tesis de Horbiger. En Nueva Guinea, los indígenas malekulas
siguen erigiendo, sin saber lo que hacen, enormes piedras esculpidas de más de
diez metros de altura que representan su antepasado superior, y su tradición
oral, que hace de la Luna la creadora del género humano, anuncia la caída del
satélite. Los gigantes mediterráneos de Abisinia después del Cataclismo, y la
tradición sitúa en aquella altiplanicie la cuna del pueblo judío y la patria de
la reina de Saba, detentadora de las antiguas ciencias.
En
fin, se sabe que el Tíbet es un depósito de antiquisimos conocimientos fundados
en el psiquismo, Como para confirmar el punto de vista de los horbigerianos,
una obra muy curiosa apareció, en 1957, en Inglaterra y Francia. Esta obra, titulada
El tercer ojo, lleva la firma de
Lobsang Rampa. El autor afirma ser un lama que ha alcanzado el último grado de
iniciación. También podría ser alguno de los alemanes enviados al Tíbet, en
misión especial, por los jefes nazis. Los periódicos ingleses, en el momento de
la aparición de El tercer ojo,
intentaron descubrir la personalidad que se ocultaba detrás del nombre de
Lobsang Rampa, sin poder llegar a ninguna conclusión, pues los servicios de
información oficiales permanecieron mudos. O bien se trata de un auténtico lama
iniciado, obligado a disfrazar su nombre, puesto que el autor dice ser hijo de
uno de los altos dignatarios del antiguo Gobierno de Lhassa, o bien debe de ser
uno de los alemanes encargados de las misiones tibetanas entre 1928 y el fin
del régimen hitleriano. En este último caso, puede tratarse de descubrimientos reales,
de relatos escuchados, o de tesis horbigerianasy nacionalsocialistas a las que
da una forma fantástica. Hay que tener en cuenta, en todo caso, que los
especialistas del Tíbet no han podido desmentir categóricamente el conjunto de
sus «revelaciones». Describe su descenso, guiado por tres grandes metafísicos lamaístas,
a una cripta de Lhassa donde parece ocultarse el verdadero secreto del Tíbet.
«Vi
tres sarcófagos de piedra negra adornados con grabados e inscripciones
curiosas. No estaban cerrados. Al lanzar una ojeada a su interior, sentí que se
me cortaba la respiración.
»—Contempla,
hijo mío —me dijo el decano de los sacerdotes—. Vivían como dioses en nuestro país
en la época en que aún no había montañas en él. Labraban nuestro suelo cuando
los mares bañaban nuestras orillas y cuando otras estrellas brillaban en
nuestro cielo, Míralos bien, porque sólo los iniciados los han visto.
»
Obedecí, fascinado y temeroso a la vez. Tres cuerpos desnudos, recubiertos de
oro, yacían estirados ante mis ojos. Todos sus rasgos estaban fielmente
reproducidos por el oro. ¡Pero eran enormes! La mujer medía más de tres metros,
y el mayor de los hombres, no menos de cinco. Tenían la cabeza muy grande,
ligeramente cónica en la bóveda, mandíbula estrecha, boca pequeña y labios
delgados. La nariz era larga y fina, los ojos rectos y muy hundidos... Examiné
la tapa de uno de los sarcófagos. En ella aparecía grabado un mapa de los cielos,
con estrellas muy extrañas.»
Y
vuelve a escribir, después de este descenso a la cripta:
«Antiguamente,
miles y miles de años atrás, los días eran más cortos y más calurosos. Se
forjaron civilizaciones grandiosas, y los hombres eran más sabios que en nuestra
época. Surgió un planeta del espacio exterior y golpeó oblicuamente la Tierra.
Se agitaron los vientos, y los mares, empujados por fuerzas gravitatorias
diversas, se vertieron sobre la Tierra. El agua cubrió el mundo, que fue
sacudido por los temblores, y el Tíbet dejó de ser un país cálido y una
estación marítima.» (Hay que notar que, en una caverna del Bohistán, al pie del
Himalaya, se ha encontrado un mapa del cielo muy diferente de los conocidos
hasta hoy. Los astrónomos opinan que se trata de observaciones que pudieron
hacerse trece mil años atrás. Este mapa fue publicado por el National
Geographical Magazine, en el año 1925).
Bellamy,
arqueólogo horbigeriano encuentra alrededor del lago Titicaca huellas de las catástrofes
que precedieron a la caída de la luna terciaria: cenizas volcánicas, sedimentos
dejados por súbitas inundaciones. Es el momento en que el satélite va a estallar
en anillo y a girar locamente a poquísima distancia de la Tierra, antes de
caer. Alrededor de Tiahuanaco, las ruinas evocan talleres abandonados de pronto,
útiles desparramados. La elevada civilización atlántida sufre, durante unos miles
de años, el ataque de los elementos, y se desmorona. Después, hace de ello
ciento cincuenta mil años, se produce el gran cataclismo, cae la Luna, y la
Tierra sufre un espantoso bombardeo. Cesa la atracción, el cordón de los
océanos cede de golpe, los mares se retiran, bajan. Las cumbres, que eran grandes
estaciones marítimas, se encuentran aisladas hasta el infinito por los
pantanos. El aire se enrarece, se marcha el calor. La Atlántida no muere
tragada por las aguas, sino, por el contrario, abandonada por ellas. Las naves
son arrastradas y destruidas; las máquinas se ahogan o estallan; falta el alimento
que venía del exterior; la muerte se lleva a millones de seres; los sabios y
las ciencias desaparecen; la organización social se derrumba. Si la
civilización atlántida llegó a alcanzar el más alto nivel posible de perfección
y técnica, de jerarquía y de unificación, también pudo volatilizarse en un
abrir y cerrar de ojos, sin casi dejar rastro. Pensemos lo que podría ser el
hundimiento de nuestra civilización dentro de unos centenares de años, o incluso
dentro de unos años. Los aparatos emisores de energía, al igual que los transmisores,
se simplifican cada vez más, mientras se multiplican las estaciones. Cada uno
de nosotros poseerá muy pronto fuentes de energía nuclear, pongo por caso, o
vivirá cerca de estas fuentes, fábricas o máquinas, hasta el día en que bastará
que se produzca un accidente en el punto de origen para que todo se volatilice
a lo largo de la enorme cadena de estaciones: hombres, ciudades, naciones. Sólo
se salvaría lo que no tuviese ningún contacto con esta elevada civilización
técnica. Y las ciencias clave, lo mismo que las llaves del poder, desaparecerían
de golpe, precisamente a causa del elevado nivel de la especialización.
Son
las más grandes civilizaciones las que se hunden en un instante, sin nada que
transmitir. Esta visión resulta irritante para el espíritu, pero estamos expuestos
a que sea exacta. De la misma manera podemos pensar que las centrales y
estaciones de energía psíquica, en que acaso se fundaba la civilización terciana,
estallaron de un solo golpe, mientras los desiertos de limo invadían las
cumbres ahora enfriadas y en que el aire se ha hecho irrespirable. Más
sencillo: la civilización marítima, con sus Superiores, sus naves, sus
intercambios, se desvanece en el seno del cataclismo. Los supervivientes sólo
pueden descender a las llanuras pantanosas que el mar acaba de descubrir, hacia
' las inmensas turberas del continente nuevo, apenas liberado por el reflujo de
las aguas tumultuosas, y donde tardará miles de años en aparecer una vegetación
utilizable. Ha terminado el reinado de los reyes gigantes; los hombres vuelven
al salvajismo y se adentran con sus últimos dioses destronados en las profundas
noches sin luna que envolverán el Globo.
Los
gigantes que, desde hacía millones de años, moraban en este mundo, semejantes a
los dioses que mucho más tarde poblarán nuestras leyendas, han perdido su civilización.
Los hombres sobre los que reinaban se han convertido en brutos. Y esta humanidad
caída, detrás de sus dueños destronados, se dispersa en hordas por los desiertos
de fango. Esta caída se supone ocurrida hace ciento cincuenta mil años, y Horbiger
calcula que nuestro Globo estuvo sin satélite durante ciento treinta y ocho mil
años. En el transcurso de este enorme período, renacen las civilizaciones bajo
la dirección de los últimos reyes gigantes. Éstas arraigan en las llanuras
elevadas, entre los grados cuarenta y sesenta de latitud Norte, mientras en las
cinco altas cimas del terciario permanecen algunos restos de la antigua edad de
oro. Habría habido, pues, dos Atlántidas: la de los Andes, irradiando sobre el
mundo, con sus otros cuatro puntos, y la del Atlántico Norte, mucho más
modesta, fundada mucho después de la catástrofe por los descendientes de los
gigantes. Esta tesis de las dos Atlántidas permite agrupar las tradiciones y
antiguos relatos. Platón habla de la segunda Atlántida.
Y
he aquí que, hace doce mil años, la Tierra capta su cuarto satélite, nuestra
Luna actual. Se produce una nueva catástrofe. Nuestro Globo adquiere su forma,
hinchada en los trópicos. Los mares del Norte y del Sur afluyen hacia la mitad
de la Tierra, y se recomienzan las edades glaciales en el Norte, en las llanuras
desnudas por la atracción que ejerce la Luna que empieza sobre el agua y el
aire. La segunda civilización atlántida, menos importante que la primera,
desaparece en una noche, tragada por las aguas del Norte. Es el Diluvio, del
cual nuestra Biblia conserva el recuerdo.
Es
la Caída que recuerdan los hombres arrojados al mismo tiempo del paraíso
terrenal de los trópicos. Según los horbigerianos, los relatos del Génesis y
del Diluvio son a ¡a vez recuerdos y profecías, ya que se reproducirán los
acontecimientos cósmicos. Y el texto del Apocalipsis, que jamás ha sido
explicado, sería la traducción fiel de las catástrofes celestes y terrestres
observadas por los hombres en el curso de las edades, y conformes con la teoría
horbigeriana. Durante este nuevo período de luna alta, los gigantes vivos
degeneran. Las mitologías están hechas de luchas de gigantes entre sí, y de
combates entre hombres y gigantes. Los que habían sido reyes y dioses,
aplastados ahora bajo el peso del cielo, agotados, se convierten en monstruos a
los que hay que expulsar. Caen tan bajo como alto han subido.
Son
los ogros de las leyendas. Urano y Saturno, devorando a sus propios hijos.
David y Goliat.
Y escribe Hugo:
...
horribles gigantes muy estúpidos vencidos por manos llenas de ingenio.
Es
la muerte de los dioses. Cuando los hebreos entren en la Tierra Prometida, descubrirán
el monumental lecho de hierro de un gigante desaparecido:
«Y
he aquí que su lecho era de hierro, de nueve codos de largo y cuatro de ancho.»
(Deuteronomio.)
El
astro de hielo que alumbra nuestras noches ha sido captado por la Tierra y gira
a su alrededor. Ha nacido nuestra Luna. Después de doce mil años, no hemos
dejado de rendirle un culto vago cargado de recuerdos inconscientes, y de
prestarle una inquieta atención cuyo sentido no comprendemos muy bien. Cuando
la contemplamos, seguimos sintiendo que algo rebulle en el fondo de nuestra
memoria, que va más lejos que nosotros mismos. Los antiguos dibujos chinos nos
muestran el dragón lunar amenazando la Tierra. Leemos en los Números (XIII, 33):
«Y allí vimos a los gigantes, a los hijos de Anak, que vienen de los gigantes,
y a nuestros ojos éramos ante ellos como saltamontes —y a sus ojos éramos como
saltamontes.» Y Job (XXVI, 5) evoca la destrucción de los gigantes y exclama:
«Los seres muertos están debajo del agua, y los antiguos moradores de la
Tierra...»
Un
mundo se ha hundido, ha desaparecido un mundo, los antiguos moradores de la Tierra
se han desvanecido, y nosotros comenzamos nuestra vida de hombres solos, de hombrecillos
abandonados, esperando las mutaciones, los prodigios y los cataclismos venideros
en una nueva noche de los tiempos, bajo este nuevo satélite que nos llega de los
espacios donde se perpetúa la lucha entre el hielo y el fuego.
Un
poco en todas partes, los hombres remedan a ciegas los gestos de las civilizaciones
extinguidas, erigen, sin saber por qué, monumentos gigantescos, repitiendo, en
su degeneración, los trabajos de los antiguos señores: son los enormes megalitos
de Malekula, los menhires célticos, las estatuas de la isla de Pascua. Las poblaciones
que hoy llamamos «primitivas» no son más, sin duda, que restos degenerados de
imperios desaparecidos, que repiten, sin comprenderlos y adulterándolos, actos
regulados antaño por administraciones racionales.
En
ciertos lugares, en Egipto, en China y mucho más tarde en Grecia, surgen
grandes civilizaciones humanas, pero que recuerdan a los Superiores
desaparecidos, a los reyes gigantes iniciadores. Después de cuatro mil años de
cultura, los egipcios de los tiempos de Heródoto y de Platón siguen afirmando
que la grandeza de los Antiguos se debe a que aprendieron su arte y su ciencia
directamente de los dioses. Después de múltiples decadencias, nacerá otra
civilización en Occidente. Una civilización de hombres amputados de su pasado
fabuloso, limitados en el tiempo y el espacio, reducidos así mismos y
buscadores de consuelo mítico, desterrados de sus orígenes e ignorantes de la
inmensidad del destino de las cosas vivas, atados a los vastos movimientos cósmicos.
Una civilización humana, hunmanista: la civilización judeocristiana. Es
minúscula. Es residual. Y, sin embargo, este residuo de la gran alma pasada
tiene posibilidades ilimitadas de dolor y de comprensión. Esto es lo milagroso.
Nos acercamos a otra edad. Van a producirse mutaciones. El futuro volverá a
darse la mano con el pasado más remoto. La Tierra volverá a tener gigantes.
Habrá otros diluvios, otros apocalipsis, y reinarán otras razas. «Al principio,
conservamos un recuerdo relativamente claro de lo que habíamos visto.
Seguidamente, esta vida se elevó en volutas de humo y oscureció rápidamente
todas las cosas, a excepción de algunas grandes líneas generales.
En
la actualidad, todo vuelve a nuestro espíritu con mayor claridad que nunca.» Y
en el Universo, donde todo se refleja en todo, crearemos profundas olas.
Tal
es la tesis de Horbiger, y tal es el clima espiritual que propaga. Esta tesis constituye
un poderoso fenómeno de magia nacionalsocialista, y enseguida veremos sus efectos
sobre los acontecimientos. Según Horbiger, estamos, pues, en el cuarto ciclo. La
vida sobre la Tierra conoció tres épocas, durante los tres períodos de lunas bajas,
con bruscas mutaciones y apariciones gigantescas. Durante los milenios sin luna
aparecieron las razas enanas y sin prestigio y los animales que se arrastran,
como la serpiente que evoca la Caída. Durante las lunas altas, existieron las
razas medianas, sin duda los hombres corrientes de principios del terciario,
nuestros antepasados. Hay que tener también en cuenta que las lunas, antes de
su caída, giran alrededor de la Tierra, creando condiciones diferentes en
aquellas partes del Globo que no están debajo de su trayectoria. De suerte que,
después de varios ciclos, la Tierra ofrece un espectáculo muy variado; razas en
decadencia, razas que se elevan, seres intermedios degenerados y aprendices del
porvenir, precursores de las mutaciones próximas y esclavos del ayer, enanos de
las antiguas noches y Señores del mañana. Tenemos que observar en todo ello las
rutas del Sol con un ojo tan implacable como implacable es la ley de los
astros. Lo que se produce en el cielo determina lo que se produce en la Tierra,
pero existe una reciprocidad. Como el secreto y el orden del Universo residen
en el menor grano de arena, el movimiento de los milenios se contiene, en cierto
modo, en el breve lapso de nuestro paso por la Tierra, y así debemos, en nuestra
alma individual como en el alma colectiva, repetir las caídas y las
ascensiones pasadas y preparar los apocalipsis y las elevaciones futuras.
Sabemos que toda la historia del Cosmos reside en la lucha entre el hielo y el
fuego, y que esta lucha tiene vivos reflejos aquí abajo. En el plano humano, en
el plano de los espíritus y de los corazones, cuando no se alimenta el fuego,
viene el hielo. Lo sabemos por nosotros mismos y por la Humanidad entera, que
se ve eternamente obligada a elegir entre el diluvio y la epopeya.
He
aquí el fondo del pensamiento horbigeriano y nazi. Vamos ahora a tocar este
fondo.
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