El Dragón
Por Ray Bradbury, del libro Remedio
Para Melancólicos (1960)
Ilustraciones Vicente Segrelles
La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No
había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso
y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado
algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el
alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera
solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba
silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los
rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada
uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de
lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
—¡No, idiota, nos delatarás!
—¡Qué importa! —dijo el otro hombre—. El dragón
puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el
castillo.
—Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos…
—¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el
pueblo!
—¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan
solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
—¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
—¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el
temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo
negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente,
suavemente.
—Ah… —el segundo hombre suspiró—. Qué tierra de
pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y
entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un
aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros.
Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas,
enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del
dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al
polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre
los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo
y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
—¡Suficiente, te digo!
—¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni
siquiera sé en que año estamos.
—Novecientos años después de Navidad.
—No, no —murmuró el segundo hombre con los ojos
cerrados—. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que
si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido
todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las
rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el
páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del
dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!
—¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
—¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos
dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos
nuestra armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el
segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de
noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando
ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón
del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas
de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes,
modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre,
depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas,
siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el
sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres
en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se
movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el
relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo
más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su
propio ardor, en un tiempo frío.
—Mira… —murmuró el primer hombre—. Oh, mira, allá.
A kilómetros de distancia, precipitándose, un
cántico y un rugido: el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los
caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el
dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla
amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando
un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en
un valle.
—¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
—¡Pasará por aquí!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras
cayeron sobre los ojos de los caballos.
—¡Señor!
—Sí; invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El
monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con
destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con
ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera.
—¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y
el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y
el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia,
contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó,
vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja,
con plumones suaves de humo enceguecedor.
—¿Viste? —gritó una voz—. ¿No te lo había dicho?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo
atropellamos!
—¿Vas a detenerte?
—Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta
detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé que siento.
—Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.
Una ráfaga de humo dividió la niebla.
—Llegaremos a Stokely a horario. Más carbón, ¿eh,
Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo
desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por
una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte,
desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos
minutos después se disolvieron en el aire quieto.
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