LA REALIDAD ES UNA
ALUCINACIÓN COMPARTIDA
Por Howard Bloom, 1997
Traducción: Mazzu
La construcción
artificial de la realidad desempeñaría un papel clave en la nueva forma de
inteligencia global que pronto surgirá entre los seres humanos. Si la “psique” del
cerebro grupal fuese una playa con dunas móviles y hondonadas, las percepciones
individuales serían los granos de arena de esa playa. Sin embargo, esta imagen contiene
una trampa oculta - la percepción individual pura no existe.
Estar aquí es una especie de rendición
espiritual. Sólo vemos lo que los demás ven, los miles que estuvieron aquí en
el pasado, los que vendrán en el futuro. Nos hemos puesto de acuerdo para
formar parte de una percepción colectiva. Don DeLillo
Una regla fundamental de la organización a gran escala es la siguiente:
a mayor agilidad de una empresa masiva, más comunicación interna[1] se necesita para apoyar el
trabajo en equipo de las partes. Por ejemplo, salvo en el caso de las plantas y
los animales más simples, sólo el 5% del ADN se dedica al “verdadero trabajo del
ADN”: la fabricación de proteínas. El 95% restante[2] está ocupado en la organización
y la administración, supervisando el mantenimiento de los procedimientos
corporales o incluso sencillamente interpretando el libro de reglas corporativas
“impreso” en una cadena de genes.
En una máquina de aprendizaje eficaz, las conexiones entre los elementos
internos son mucho más numerosas que las ventanas al mundo exterior. Tomemos la
corteza cerebral[3]:
aproximadamente el 80% de sus nervios están conectados entre sí, y no con la
información sensorial de los ojos o los oídos. No es extraño que en los individuos
de la sociedad humana pasen la mayor parte de su tiempo comunicándose[4] entre sí, en vez de
explorando cuáles animales y plantas podrían ser un buen plato no tradicional.
Este cableado para el “mantenimiento burocrático” tiene un impacto mucho mayor
en lo que “vemos” y “escuchamos” del que sospechan la mayoría de los
investigadores psicológicos. Porque nos pone en las manos de un agente de la
conformidad cuyo poder y sutileza son casi increíbles.
En nuestro episodio anterior mencionamos que el centro emocional del
cerebro – el sistema límbico - decide cuáles fragmentos de experiencia “notará”
y guardará en la memoria. La memoria es el núcleo de lo que llamamos realidad.
Piensen en esto por un segundo. ¿Qué es lo que realmente estás viendo y oyendo
en este momento? Este artículo. Las paredes y el mobiliario de la habitación en
la que estás. Tal vez algo de música o algún ruido de fondo. Sin embargo, estás
tan seguro como que has nacido que hay un mundo más amplio fuera de esas
paredes. Estás seguro de que tu hogar, si es que estás lejos de él, sigue ahí. Puedes
sentir cada habitación y recordar dónde están la mayoría de tus cosas. Conoces
el edificio donde trabajas - sus colores, el diseño y cómo es al tacto. Luego
están los compañeros que enriquecen tu vida – la familia, la gente de la
oficina, los vecinos, los amigos, e incluso la gente a la que le tienes cariño
pero que no has visto desde hace un año o más - algunos de los cuales, si es el
caso, están en la habitación contigo. También sabes que estamos en un planeta
llamado Tierra, girando alrededor de la bola incandescente del sol, perdidos en
una de muchas galaxias. En este instante, mientras lees esto, ¿dónde residen
estas realidades? Dentro de tu mente. La memoria, en un sentido muy real, es la
realidad. Lo que el sistema límbico decide “ver” y almacenar se convierte en un
universo interior simulando estirarse tan lejos como para rozar los bordes del
infinito.
Estamos acostumbrados a utilizar
nuestros ojos sólo con el recuerdo de lo que otras personas antes que nosotros
han pensado sobre el objeto que estamos viendo. Guy de Maupassant
El sistema límbico es más que un tamiz emotivo que separa lo relevante
de lo inconsecuente. Es un intenso monitor de los otros[5], usando sus fijaciones
sociales para reorganizar tus percepciones y tus recuerdos. En resumen, el
sistema límbico hace de cada uno de nosotros un plug-in de la multitud.
Elizabeth Loftus[6], una de las investigadoras
de la memoria más importantes del mundo, es una de las pocas personas que saben
cuán poderosamente el grupo da forma a lo que pensamos que sabemos. A finales
de los 70s, Loftus realizó una serie de experimentos clave. En un ejemplo
típico, mostró a los estudiantes universitarios una filmación de un accidente
de tráfico, y después de la película preguntó, “¿Qué tan rápido iba el auto
deportivo blanco cuando pasó el granero mientras viajaba por la ruta bordeada
de campos?”. Varios días más tarde, cuando los espectadores fueron interrogados
sobre lo que habían visto, el 17% estaban seguros de que habían visto un
granero, aunque no aparecía ningún edificio en la filmación. En un experimento
relacionado, a los sujetos se les mostraba una colisión entre una bicicleta y
un auto conducido por una morena, y a continuación se les hacían preguntas
acerca de la “rubia” al volante. No sólo se acordaban vívidamente de la rubia
inexistente, sino que cuando se les mostró la secuencia nuevamente, les costó
creer que era el mismo incidente que recordaban tan gráficamente. Un sujeto
dijo: “Es muy extraño porque todavía tengo la cara de la chica rubia en mi
mente y no se corresponde a la de ella [señalando a la mujer en el video]... Fue
muy raro”. Loftus concluyó que en la memoria visual los indicios brindados por otros
seres humanos son más importantes que la escena cuyos detalles realmente
captaron nuestros ojos.
A pesar de que no recibió mucha atención del público hasta que comenzaron
los debates acerca de los recuerdos “recuperados” de abusos sexuales a
principios y mediados de 1990, esta línea de investigación había comenzado
hacía al menos dos generaciones. Era 1956 cuando Solomon Asch[7] publicó una serie clásica
de experimentos en los que él y sus colegas mostraban tarjetas con líneas de
diferentes longitudes a grupos de estudiantes. Dos líneas eran exactamente del
mismo tamaño y otras dos claramente no lo eran - sobresalían como jugadores de
baloncesto en una convención de enanos. Durante una típica práctica
experimental, los investigadores pedían a nueve voluntarios que afirmaran que las
dos líneas desiguales eran compatibles, y que el par verdadero era desigual.
Entonces venía la parte nefasta. Los investigadores conducían a un estudiante incauto
a la habitación junto a los colaboradores, que daban la impresión de saber tan
poco como él sobre lo que estaba pasando. A continuación, un psicólogo de bata
blanca les pasaba las cartas. Uno a uno, pedía a los cómplices que dijeran en
voz alta cuáles líneas eran iguales. Cada uno declaraba obedientemente que las
dos líneas terriblemente diferentes eran un par perfecto. En el momento en que
el científico incitaba al desprevenido recién llegado a emitir su juicio, éste
por lo general concordaba con la afirmación falsa del grupo. Asch realizó el
experimento una y otra vez. Cuando interrogó a las víctimas de la presión
grupal, resultó que varios habían hecho mucho más que simplemente concordar
para encajar. Realmente habían moldeado sus percepciones para coincidir, no con
la realidad frente a ellos, sino con el consenso del grupo.
Para acabar con la ilusión de masas, muchos de aquellos cuya percepción NO
había sido sesgada se convirtieron en colaboradores en la alabanza de la nueva
ropa del emperador. Algunos lo hicieron debido a sus propias dudas. Estaban
convencidos de que los hechos que sus ojos reportaban eran incorrectos, que la
manada estaba en lo cierto, y que una ilusión óptica les había engañado y les
había hecho ver cosas. Y otros se daban cuenta con toda claridad cuáles líneas
eran iguales, pero les faltó valor para pronunciar una opinión impopular. Los
agentes de la conformidad habían reorganizado todo, desde el procesamiento
visual hasta la libertad de discurso, y habían revelado un mecanismo que puede
envolver y sellar a una multitud en una falsa creencia.
Otro experimento[8] indica cuán profundamente la
sugerencia social puede penetrar la malla neuronal a través de la cual creemos
ver los hechos concretos. A un grupo de estudiantes con visión normal del color
se le mostraban diapositivas azules. Pero un secuaz en la sala declaraba que las
diapositivas eran verdes. Sólo el 32% de los estudiantes terminó concordando
con el proponente vocal del color verde. Más tarde, sin embargo, los sujetos eran
llevados aparte, les mostraban diapositivas de color azul verdoso y les pedían
que las calificaran en un rango de azulado o verdoso. Incluso los estudiantes
que se habían negado a ver verde donde no había en el experimento original
mostraron que los proponentes del verde habían coloreado sus percepciones.
Calificaron las nuevas diapositivas como más verdes de lo que eran. Más concretamente,
cuando se les pidió que describieran el color de la imagen residual que veían,
los sujetos a menudo informaban que era rojo-púrpura - el color de la imagen
residual dejado por el color verde. Las palabras de un orador determinado
habían penetrado los santuarios más íntimos de los ojos y el cerebro.
Pero esto es sólo la punta del iceberg. La experiencia social literalmente
moldea la morfología cerebral. Orienta el cableado del cerebro[9] a lo largo de los años más
intensamente formativos de la vida humana, determinando, entre otras cosas, cuáles
secciones del órgano del pensamiento se van a ampliar, y cuáles se reducirán.
El cerebro de un bebé[10] es esculpido por la
cultura en la que nace. Los niños de seis meses pueden distinguir o producir
cualquier sonido prácticamente en cualquier idioma humano. Pero apenas cuatro
meses después se pierden casi dos tercios de esta capacidad. El recorte de
capacidad es acompañado por despiadadas alteraciones en el tejido cerebral[11]. Las células del cerebro[12] se miden en relación a
las exigencias del entorno físico e interpersonal. El 50% de las neuronas
útiles prosperan. El 50% que permanece sin actividad está literalmente forzado
a morir. Así, el plano de diseño subyacente[13] de la mente es
confeccionado en el lugar para encajar en el marco ya existente de la
comunidad.
Ni bien salen de la matriz, los bebés ya están sujetos a una fuente enorme
de señales sociales. Desde recién nacidos[14] hasta los cuatro meses de
edad, los bebés miran los rostros más que cualquier otra cosa. Linnda Caporael[15], del Politécnico
Rensselaer, señala lo que ella llama “micro-coordinación”, en la que un bebé imita
la expresión facial de su madre, y la madre, a su vez, imita la del bebé. Desde
que el psicólogo Paul Ekman, como veremos más adelante con más detalle, demostró
que las expresiones faciales que hacemos reestructuran nuestro estado de ánimo,
el bebé está aprendiendo cómo enyugar sus emociones a las del grupo social. Las
emociones, como ya hemos visto, dan forma a nuestra visión de la realidad. Hay
otros signos de que los bebés sincronizan sus sentimientos a los de quienes los
rodean a una edad sorprendentemente temprana. La empatía[16] - una de las cosas que
nos vinculan íntimamente - nos llega temprano. Los niños menores de un año de
edad que ven a otro niño que sufre dolor muestran todos los signos de sufrir el
mismo dolor.
Después de todo, ¿qué es la realidad de
todos modos? Nada más que una sensación colectiva. Lily Tomlin
Embutiéndose aún más en un molde de percepción común, los bebés animales
y humanos se sincronizan para ver lo que ven los otros. Un bebé de cuatro meses
girará para mirar un objeto que su padre está mirando. Un chimpancé bebé hará
lo mismo[17]. Para su primer
cumpleaños, los bebés han extendido su recopilación de datos a sus compañeros.
Cuando se dan cuenta[18] de que los ojos de otro
niño se han fijado en un objeto, giran para centrarse en esa cosa también. Si
no ven qué es tan interesante, miran hacia atrás para comprobar la dirección de
la mirada del otro niño y asegurarse de que eso es lo que está mirando. Cuando
uno de los bebés apunta a una cosa que ha captado su atención, los otros niños miran
para ver lo que es.
Los niños de un año[19] muestran otras formas en
las que absorben la presión social. Ponga una taza y algo desconocido frente a
ellos y su tendencia natural será la de revisar primero el objeto novedoso.
Pero si uno repite la palabra “taza”, el niño obedientemente clavará su mirada
en el recipiente para beber. Los niños van junto con la manada, incluso en sus
gustos por la comida. Cuando los investigadores reunieron niños de dos a cinco
años en una mesa durante varios días junto a otros niños que amaban la comida
que a ellos no les gustaba, los niños con aversión hicieron un giro de 180
grados y se volvieron entusiastas de la comida que anteriormente habían desdeñado.
La preferencia se mantuvo fuerte semanas después de abandonar la presión del
grupo.
A los seis años, los niños están obsesionados con ser aceptados por el
grupo y llegan a ser increíblemente sensibles a las violaciones de las normas
del grupo[20].
Han sido atrapados por otro agente de la conformidad que estructura sus percepciones
para que coincidan con las de quienes los rodean.
Incluso el ritmo aúna a los seres humanos en la más sutil de las maneras.
William Condon, del Instituto Psiquiátrico del Estado Occidental de
Pennsylvania, analizó conversaciones de adultos filmadas y se dio cuenta de un
proceso peculiar en funcionamiento. Inconscientemente, los conversadores
comenzaban a coordinar sus movimientos de manos, el parpadeo de los ojos y el
movimiento de la cabeza. La electroencefalografía mostró algo aún más sorprendente
- sus ondas cerebrales iban a la par. Los bebés recién nacidos ya muestran esta
sincronía - de hecho, un niño americano recién salido del vientre coordinará
alegremente sus movimientos corporales tanto con la voz de alguien que habla en
chino como la de alguien que habla en inglés. A medida que pasa el tiempo,
estas sincronías inadvertidas aúnan a grupos
cada vez más grandes. Un estudiante que trabajaba bajo la dirección del
antropólogo Edward T. Hall[21] se escondió en un coche
abandonado y filmó a los niños jugando en un patio de escuela a la hora del
almuerzo. Gritando, riendo, corriendo y saltando, cada uno parecía
superficialmente estar haciendo lo suyo. Pero el análisis minucioso reveló que
el grupo se movía a un ritmo unificado. Una niña pequeña, mucho más activa que
el resto, cubría todo el patio de la escuela con su juego. Hall y su alumno se
dieron cuenta de que, sin saberlo, ella era “la directora” y “la orquestadora”.
Finalmente, los investigadores encontraron una melodía que se ajustaba a la cadencia
silenciosa. Cuando la reproducían y hacían rodar la película, parecía como si
cada niño estuviera bailando exactamente a la melodía. Pero no había música sonando
en el patio del colegio. Hall dijo “sin saberlo, todos estaban moviéndose a un
ritmo que ellos mismos generaban”. William Condon llegó a la conclusión de que
no tiene sentido ver a los seres humanos como “entidades aisladas”. Y Edward
Hall llevó esta inferencia un paso más allá: “un trasfondo inconsciente de
movimiento sincronizado mantiene unido al grupo” en lo que llamó una “forma
organizativa compartida”.
No es de extrañar que la participación de la manada coloree de manera
contundente las formas en las que vemos nuestro mundo. A un conjunto de estudiantes
del MIT[22] se les dio una reseña biográfica
de un conferencista invitado. La reseña de un grupo describía al orador como
alguien frío, y la del otro grupo lo elogiaba por su calidez. Ambos grupos vieron
juntos la presentación del orador. Los que habían leído la reseña que decía que
era frío, lo consideraron lejano y distante. Los que habían leído que era
cálido, lo clasificaron como amigable y accesible. Al juzgar a otro ser humano,
los estudiantes reemplazaron el hecho externo con la información que les había sido
dada socialmente.
Las señales de cambio de ruta de la percepción de la manada vienen en
muchas formas. Las sociólogas Janet Lynne Enke y Donna Eder[23] descubrieron que en el
chisme, una persona comienza con un comentario negativo sobre alguien fuera del
grupo. La opinión del resto de la manada sobre el tema dependerá por completo
de la segunda opinión expresada. Si el segundo chismoso está de acuerdo en que
el forastero es repugnante, virtualmente todos van a expresar una opinión casi
igual. Si, por el contrario, el segundo comentarista objeta que el forastero
tiene cualidades positivas, es mucho menos probable que el grupo descienda como
una bandada de arpías para destrozar la reputación del desconocido miembro a
miembro.
Multitudes de voces silenciosas susurran en nuestros oídos, transformando
la naturaleza de lo que vemos y oímos. La más extraña viene del coro de los
muertos - predecesores culturales cuyo legado tiene un efecto dramático en
nuestra visión de la realidad. Tómese el impacto de los estereotipos de género
- nociones desarrolladas a lo largo de cientos de generaciones, que han
contribuido en ellos, los han embellecido y los han transmitido literalmente a
través de miles de millones de personas durante la larga marcha humana en el
tiempo. En un estudio[24], se les pidió a los
padres que brindaran sus impresiones sobre sus bebés recién nacidos. A esa
edad, los niños y niñas son completamente indistinguibles, más allá de sus
órganos reproductivos. El tamaño, la textura y la forma en que actúan los
recién nacidos de sexos opuestos son los mismos. Sin embargo, los padres
describen consistentemente a las niñas como más suaves, más pequeñas y menos
atentas que los niños. Las multitudes dentro de nosotros reestructuran nuestros
veredictos de género una y otra vez. Se pidió a dos grupos[25] de sujetos experimentales
que le pusieran nota al mismo ensayo. A un grupo se le dijo que el autor era
John McKay. Al otro se le dijo que la autora era Joan McKay. Incluso las
estudiantes mujeres que evaluaron el ensayo le dieron calificaciones más altas cuando
pensaban que era de un varón.
El depósito definitivo de la influencia de la manada es el lenguaje - un
dispositivo que no sólo condensa la influencia de aquellos con los que compartimos
un vocabulario común, sino que resume el enfoque perceptual de todos los que
han fallecido. Cada palabra que usamos lleva en sí la experiencia de
generaciones y generaciones de hombres, familias, tribus y naciones, incluyendo
sus percepciones, juicios de valor, ignorancia y sus creencias espirituales.
Los experimentos[26] muestran que las personas
de todas las culturas pueden ver diferencias sutiles entre colores colocados
uno junto al otro. Pero sólo aquellas sociedades que cuentan con nombres para
numerosos matices pueden detectar la diferencia cuando las dos muestras de
color están separadas. A principios del siglo, los chukchee[27] tenían muy pocos términos
para los matices visuales. Si se les pedía ordenar hilos de colores, no hacían
un buen trabajo. Pero tenían más de 24 términos para el pelaje de los renos, y
podrían clasificar a los renos mucho mejor que el científico europeo medio,
cuyo vocabulario no le suministraba las herramientas apropiadas.
El fisiólogo/ornitólogo Jared Diamond[28], en Nueva Guinea, vio con
desaliento que a pesar de todos sus estudios universitarios de la naturaleza,
los nativos eran mucho más aptos para distinguir las especies de aves que él.
Diamond poseía un conjunto de criterios científicos aprendidos en las clases de
zoología en su país. Los nativos poseían algo mejor: nombres para cada variedad
de animales, y un conjunto de asociaciones que describen sus características,
algo que Diamond nunca habían aprendido a diferenciar – todo: desde
peculiaridades del porte de un ave hasta su sabor a la parrilla. Diamond tenía
prismáticos y toda la información más moderna de la taxonomía. Pero los nativos
de Nueva Guinea se reían de su incompetencia. Estaban equipados con un
vocabulario en el cual cada palabra compactaba la experiencia de multitudes de
antepasados cazadores de aves.
Linnda Caporael, del Instituto Politécnico Rensselaer, señala que
incluso cuando vemos a alguien realizar una acción de una manera inusual, nos
olvidamos rápidamente las sutilezas a las que no estamos acostumbrados y
remodelamos nuestra visión en el recuerdo de manera que coincida con las pautas
dictadas por la convencionalidad transmitida por el idioma. Un ejemplo perfecto
proviene de EEUU en el siglo XIX, donde la rivalidad entre hermanos y hermanas estaba
presente de hecho, pero de acuerdo a la teoría no existía. Los expertos eran
ciegos a su presencia, como lo demuestra su absoluta ausencia de los textos sobre
la familia. Tanto desde el punto de vista de los expertos como del popular,
todo lo que existía entre hermanos y hermanas era amor. Pero las cartas de las
niñas de clase media de la época exponen una malicia no reconocida y celos.
La rivalidad entre hermanos de diferente sexo[29] no comenzó a salir de la
oscuridad de la invisibilidad perceptual hasta 1893, cuando el futuro profesor de
ética política y social de la Universidad de Columbia Felix Adler hizo alusión
a la noción anónima en su manual para la instrucción moral de los niños.
Durante la década de 1920, el concepto de los celos entre chicos y chicas
finalmente se abrió camino contundentemente hacia el repertorio de conceptos
conscientes, apareciendo en dos publicaciones del gobierno ampliamente citadas
y convirtiéndose en el foco de una cruzada de la Asociación de Estudios del
Niño de América en 1926. Fue recién en este punto que los expertos finalmente acuñaron
el término “rivalidad entre hermanos de diferente sexo”. Ese demonio,
anteriormente inexistente, fue culpado de provocar la miseria en la adultez,
los matrimonios fallidos, crímenes, homosexualidad, y Dios sabe qué más. Por la
década de 1940, casi todas las guías de crianza tenían extensas secciones
sobre este ex-cero a la izquierda. Los
padres escribían a las revistas más importantes reportando casos de esta
emoción previamente invisible desde casi todas partes.
El lenguaje de la experiencia almacenada puede ajustar la diferencia
entre la vida y la muerte. Se ha informado[30] de que una tribu sin
nombre solía sufrir grandes mortandades cada vez que la hambruna azotaba, a
pesar del hecho de que un río lleno de peces fluía cerca de ellos. El problema:
que no definían al pescado como alimento. Podríamos fácilmente sufrir la misma
suerte si estuviéramos varados en su desierto, simplemente porque nuestra
cultura también nos dice que una rica fuente de nutrientes no es comestible -
los insectos.
La influencia de la multitud de los que han estado antes y de los que
están a nuestro alrededor puede ser alucinante. Durante la Edad Media[31], cuando surgieron las
primeras universidades, un peluquero/cirujano local era llamado a la cámara de
conferencias año tras año para diseccionar un cadáver para los estudiantes de
medicina provenientes de toda Europa allí reunidos. Un erudito en una
plataforma elevada disertaba acerca de las revelaciones que se desplegaban ante
los ojos de los estudiantes. El sabio doctor invariablemente describía una red
de vasos sanguíneos craneales que no estaban en ninguna parte. Detallaba una forma del hígado radicalmente
diferente a la forma del órgano resbaloso en las manos manchadas de sangre del
cirujano. Retrataba verbalmente las articulaciones de la mandíbula de una
manera que no tenía ninguna relación con las que se veían en la mesa de
caballetes. Pero nunca cambiaba su relato para adaptarse a esas realidades. Los
estudiantes o el cirujano nunca interrumpían para corregir a aquella autoridad empapada
en libros. ¿Por qué? El erudito estaba recitando la información contenida en
volúmenes de más de 1.000 años de antigüedad - las obras del maestro romano
Galeno, fundador de la medicina “moderna”.
Por desgracia, Galeno había sacado sus conclusiones no mediante la disección
de cuerpos humanos, sino de los cadáveres de cerdos y monos. Los cerdos y los
monos tienen las características extrañas que Galeno describía. Los seres humanos,
sin embargo, no. Pero eso no impidió que los profesores medievales vieran lo
que no estaba allí. Porque no eran observadores más individualistas que tú y yo.
Sus vías sensoriales hacían eco de las voces reunidas durante un milenio, los
murmullos de una turba compuesta tanto por los vivos como por los muertos. Los
expertos del mundo de aquella época y de la nuestra han conjurado asambleas de
espejismos. Al igual que las nuestras, sus facultades perceptivas eran
extensiones no reconocidas de un cerebro colectivo.
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[30] For many
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[31] Daniel J.
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