SUEÑO DE FIEBRE
Lo habían puesto entre sábanas
tersas, limpias, recién lavadas. Sobre la mesa, bajo la luz rosada del velador,
había siempre un vaso de jugo de naranja, espeso y fresco. Bastaba que Charles
llamase para que papá y mamá asomaran en seguida las cabezas y vieran cuán enfermo
estaba. La acústica del cuarto era buena; se oían las gárgaras de la garganta enlozada,
en el cuarto de baño, a la mañana; la lluvia que repiqueteaba en el techo, los
ratones sigilosos que se escurrían entre paredes secretas, o el canario que
cantaba en la planta baja. Si uno prestaba atención, no era tan malo estar
enfermo.
Septiembre avanzaba y las tierras
ardían en el otoño. Charles tenía trece años. Llevaba tres días en cama cuando
sintió por primera vez aquel terror.
La mano le empezó a cambiar. La
mano derecha. Charles la miraba y la mano estaba caliente y sudorosa, allí,
sola, sobre el cubrecama. Tembló de pronto, sacudiéndose levemente. Luego se
quedó quieta y cambió de color.
Esa tarde vino el doctor y le
golpeó el pecho, delgado como el parche de un tambor pequeño.
-¿Cómo estás? -preguntó el doctor
sonriendo-. Ya lo sé, no me lo digas: «El resfrío está bien, doctor, pero yo me
siento horriblemente.» ¡Ja, ja!
El médico se rió de su propia
broma, tantas veces repetida.
Para Charles, allí, acostado, esa
bufonada terrible y vieja era ya, casi, una realidad. La broma se le deslizó en
la mente. La mente se apartó sintiendo un terror pálido. El doctor no entendía
cuán crueles eran esas bromas.
-Doctor -murmuró Charles, abatido
y descolorido-. La mano, ya no es mi mano. Esta mañana se convirtió en otra
cosa. Quiero que usted me la cambie de nuevo. ¡Doctor, doctor!
El doctor mostró los dientes y le
acarició la mano.
-Yo la veo bien, hijo. Soñaste,
nada más. Fue un sueño de la fiebre.
-Pero cambió, doctor, oh, doctor
-gritó Charles alzando penosamente la mano agitada y pálida-. ¡Cambió!
El doctor guiñó un ojo.
-Te daré una píldora rosada para
eso. -Puso una tableta sobre la lengua de Charlie-. ¡Traga!
-¿Hará que mi mano cambie y sea yo
otra vez?
-Sí, sí.
Había silencio en la casa cuando
el doctor se alejó en el automóvil, bajo el cielo de septiembre, tranquilo y
azul. Lejos, en la planta baja, en el mundo de la cocina, sonaba el tictac de
un reloj. Charles, acostado, se miraba la mano.
No era aún como antes. Seguía
siendo otra cosa.
Afuera soplaba el viento. Las
hojas golpeaban los vidrios fríos.
A las cuatro le cambió la otra
mano. Parecía casi una fiebre. Latía y se trasformaba, célula a célula.
Palpitaba como un corazón caliente. Las uñas se le pusieron azules, y luego rojas.
Tardó casi una hora en cambiar, y al fin pareció casi una mano como todas. Pero
no era como todas. Ya no era él. Charles, tendido, inmóvil, fascinado y
horrorizado a la vez, cayó en un sueño pesado.
A las seis mamá trajo la sopa.
Charlie no la tocó.
-No tengo manos -dijo con los
ojos cerrados.
-Tus manos están perfectamente
bien -dijo mamá.
-No -gimió Charlie-. No tengo
manos. Me siento como si tuviese muñones. Oh, papá, mamá, ayúdame, ayúdame,
estoy muy asustado.
Mamá tuvo que darle de comer.
-Mamá -dijo Charlie-, llama al
doctor, otra vez. Sé buena. Estoy tan enfermo...
-El doctor vendrá esta noche, a
las ocho -dijo mamá, y salió del cuarto.
A las siete, la noche envolvía la
casa. Charles, sentado en la cama, sintió que se le trasformaba una pierna, y
luego la otra.
-¡Mamá! ¡Ven, pronto! -gritó.
Pero cuando mamá llegó ya no
pasaba nada.
Mamá se fue; y Charlie, otra vez
acostado, ya no luchó mientras las piernas le latían y latían, se calentaban al
rojo, y el calor de ese cambio febril se difundía por el cuarto. El fuego le trepó
de los dedos a los tobillos, y de los tobillos a las rodillas.
-¿Puedo entrar?
El doctor sonreía, en el vano de
la puerta.
-¡Doctor! -gritó Charles-.
Pronto, ¡levante las mantas!
El doctor levantó pacientemente
las mantas.
-Ya veo. Sano y fuerte. Estás
sudando, sin embargo. Un poco de fiebre. Te dije que no te movieras, criatura.
-Pellizcó la húmeda mejilla rosada-. ¿Te hicieron bien las píldoras? ¿Se te curó
la mano?
-No, no; ahora es también la otra
mano y las piernas. –
Bueno, bueno, tendré que darte
tres píldoras más, una para cada extremidad, ¿eh, mi muchachito? -rió el
médico.
-¿Me harán bien? Doctor, por
favor, por favor, ¿qué tengo?
-Una escarlatina leve, complicada
con un resfrío.
-¿Es un germen que vive y tiene
en mí más gérmenes?
-Sí.
-¿Está seguro que esto es una
escarlatina? ¡No hizo ningún análisis!
-Bueno, algo sé de enfermedades
-dijo el doctor secamente tomándole el pulso al niño.
Charles se quedó acostado, sin
hablar, hasta que el doctor empezó a guardar los instrumentos en el maletín
negro. Entonces, en el cuarto silencioso la voz de Charles se alzó en un débil
sonido. Habló con los ojos brillantes, recordando.
-Leí un libro una vez. Trataba de
árboles petrificados. Decía cómo caían los árboles y se pudrían, y los
minerales se metían en la madera y crecían, y entonces parecían árboles, pero no,
eran piedras.
En el cuarto tranquilo y
caldeado, el médico oyó la respiración de Charles.
-¿Y bien? -preguntó.
-Estuve pensando -dijo Charles al
cabo de un rato-. ¿Crecen los gérmenes? Quiero decir: en la clase de biología
nos hablaron de animales unicelulares, amebas y otras cosas, que hace millones
de años se juntaron y formaron el primer cuerpo. Y luego se juntaron más
células y crecieron y así nació un pez y al fin aparecimos nosotros. Y todos
nosotros somos un montón de células que se juntaron para ayudarse, ¿no es así?
Charles se humedeció los labios.
El médico se inclinó sobre la cama.
-¿De qué hablas?
-Tengo que decírselo, doctor, oh,
sí, ¡tengo que decírselo! -exclamó Charles-. ¿Qué pasaría, eh, piense, por
Dios, qué pasaría si unos microbios se juntaran otra vez como en los tiempos
antiguos, y luego, reproduciéndose?...
Charles tenía ahora las manos
sobre el pecho, y las manos se le movían, trepando.
-¡Y decidieran ocupar una
persona! -gritó Charles.
-¿Ocupar una persona?
-Sí, transformarse en una
persona. En mí, en mis manos, ¡en mis pies! ¿Qué sucedería si una enfermedad
supiera cómo matar a una persona y luego seguir viviendo?
Charles chilló.
Tenía las manos en el cuello.
El doctor se adelantó, gritando.
A las nueve el padre y la madre
escoltaron al doctor hasta el automóvil, le dieron el maletín y se quedaron
conversando en el frío viento nocturno.
-Cuiden que tenga las manos
atadas a las piernas -dijo el doctor-. No quiero que se lastime.
La madre retuvo un momento el
brazo del médico.
-¿Mejorará, doctor?
El doctor le palmeó el hombro.
-¿No soy acaso el médico de la
familia, desde hace treinta años? Es la fiebre. Se imagina cosas.
-Pero esas lastimaduras en el
cuello, por poco se estrangula.
-Manténgalo atado. Mañana estará
bien.
El coche se alejó por el oscuro
camino de septiembre.
A las tres de la mañana, Charles
estaba todavía despierto en el cuarto en sombras. Sentía la cama húmeda bajo la
cabeza y la espalda. Se le estaba trasformando el cuerpo. No se movía, y miraba
el vasto cielo raso desierto con una concentración demente. Durante un rato había
gritado, debatiéndose, pero ahora estaba débil y ronco, y la madre se había
levantado varias veces a refrescarle la frente con una toalla mojada. Ahora
yacía en silencio, con las manos atadas a las piernas.
Sentía el cambio en las paredes
del cuerpo y en los órganos. Los pulmones le ardían como fuelles encendidos de
alcohol rosado. El cuarto parecía iluminado por el resplandor trémulo de una
hoguera.
Ahora ya no tenía cuerpo. Todo
había desaparecido. El cuerpo estaba ahí, debajo, pero parecía la inmensa
pulsación de una droga ardiente y letárgica. Era como si una guillotina lo hubiese
separado limpiamente de la cabeza, que yacía brillante sobre la almohada de medianoche,
y el cuerpo, abajo, vivo, perteneciese a algún otro. La enfermedad había devorado
el cuerpo, reproduciéndolo luego en un doble afiebrado. Allí estaba el vello de
las manos, y las uñas y las cicatrices y los dedos de los pies, y el lunar en
la cadera derecha, todo de nuevo y perfecto.
Estoy muerto, pensó Charles. Me
han matado, y sin embargo todavía vivo. Mi cuerpo está muerto, es todo
enfermedad, y nadie lo sabrá nunca. Caminaré y no seré yo, seré otra cosa. Seré
algo dañino, maligno, tan poderoso y maligno que es casi inconcebible. Algo que
se comprará zapatos y beberá agua y se casará algún día, quizá, y que hará en
el mundo un daño que nadie hizo hasta ahora.
El calor le invadía el cuello,
las mejillas, como un vino caliente. Sentía los labios, los párpados como hojas
en llamas. Las ventanas de la nariz espiraban débiles fuegos azules.
Esto será todo, pensó. Se me
meterá en la cabeza y en el cerebro y me cambiará los ojos y todos los dientes
y las huellas del cerebro y todos los pelos y los pliegues de las orejas, y no quedará
nada de mí.
Sintió que el cerebro se le
llenaba de mercurio caliente. Sintió que el ojo izquierdo se le enroscaba como
un caracol, se retraía, se trasformaba. Estaba ciego del ojo izquierdo, ya no
le pertenecía. Había pasado a territorio enemigo. Había perdido la lengua, no
la sentía ya. La mejilla derecha se le había dormido. El oído izquierdo dejó de
oír. Ya era de otro. De esa cosa que estaba haciendo, de ese mineral que
reemplazaba a la madera, de esa enfermedad que sustituía a la célula animal
sana.
Trató de gritar y consiguió
gritar, con una voz aguda y ronca, en el cuarto, cuando ya le zozobraba el
cerebro y perdía el ojo derecho y el oído derecho y quedaba ciego y sordo, todo
llamas, todo terror, todo pánico, todo muerte.
El grito cesó antes que la madre
entrara corriendo en el cuarto.
Era una mañana clara y hermosa y
el viento ayudó al doctor a subir por el sendero que llevaba a la casa. Arriba,
en la ventana, estaba el niño, de pie, totalmente vestido. No contestó cuando
el doctor lo saludó con la mano y gritó:
-¿Qué es esto? ¿Levantado? ¡Santo
Dios!
Corriendo casi, el doctor, subió
las escaleras y entró jadeando en el cuarto.
-¿Qué haces levantado? -le
preguntó al niño. Le auscultó el pecho delgado, le tomó el pulso y la
temperatura-. ¡Increíble! ¡Absolutamente increíble! Sano. Sano. ¡Dios!
-Nunca más me enfermaré -declaró
el niño firmemente, siempre de pie, mirando hacia afuera por la ventana
abierta-. Nunca.
-Así lo espero. Pero Charles,
tienes muy buen aspecto.
-¿Doctor?
-¿Sí, Charles?
-¿Puedo ir a la escuela, ahora?
-Mañana, espera a mañana. ¿Por
qué esa prisa?
-Me gusta la escuela. Y los
chicos. Quiero jugar con ellos, y pelear con ellos, y escupirles, y tironear
las trenzas a las chicas y estrecharle la mano a la maestra y frotarme las
manos en todos los abrigos del guardarropa, y quiero crecer y viajar y casarme
y tener muchos hijos, ir a las bibliotecas y ver libros y..., ¡quiero hacer
todo eso! -dijo el niño con la mirada fija en la mañana de septiembre-. ¿Cómo
me llamó usted?
-¿Qué dices? -preguntó el doctor,
perplejo-, Charles, no te he llamado de ningún otro modo.
El chico se encogió de hombros.
-Mejor eso en vez de ningún
nombre, supongo.
-Me alegra que quieras volver a
la escuela -dijo el doctor.
-Tengo muchas ganas -sonrió el
niño-. Gracias por su ayuda, doctor. Deme la mano.
-Con mucho gusto.
Se dieron la mano, gravemente, y
el viento claro sopló por la ventana abierta. Se estrecharon la mano casi un
minuto, el chico sonriéndole al viejo, dándole las gracias.
Después, riendo, el chico corrió
con el doctor escaleras abajo y luego hacia el automóvil. El padre y la madre
los siguieron para asistir a la feliz despedida.
-¡Fuerte como un roble! -dijo el
doctor-. ¡Increíble!
-Sí, fuerte -dijo el padre-. Se
desató anoche, solo. ¿No es verdad, Charles?
-¿Sí? -dijo el niño.
-¡Te desataste! ¿Cómo?
-Oh -dijo el niño-, eso fue hace
mucho tiempo.
-¡Hace mucho tiempo!
Todos se rieron y mientras se
reían, el niño, en silencio, movió el pie descalzo y rozó apenas unas hormigas
rojas que se escurrían por la acera. Secretamente, con los ojos brillantes,
mientras los padres y el viejo doctor conversaban, vio que las hormigas vacilaban,
se estremecían y se quedaban quietas sobre el cemento. Sintió que estaban frías
ahora.
-¡Adiós!
El doctor partió saludando con la
mano.
El chico caminó delante de los
padres, mirando a lo lejos, hacia la ciudad, y empezó a tararear una canción: Los
días felices de la escuela.
-Qué alegría verlo sano otra vez
-dijo el padre.
-Escúchalo, sueña con ir otra vez
a la escuela.
El chico se volvió, en silencio.
Abrazó al padre y a la madre, con fuerza. Los besó varias veces. Luego, sin una
palabra, subió la escalera y entró en la casa.
En el vestíbulo, antes que
llegaran los otros, abrió rápidamente la puerta de la jaula, metió la mano, y
acarició al canario amarillo, una vez.
Luego cerró la puerta de la
jaula, dio un paso atrás, y esperó.
F
I N
Título
Original: Fever Dream 1948. Incluido en la colección de relatos cortos de
Ray Bradbury “Remedio Para Melancólicos”, publicada en 1960.
j
ResponderEliminarno entendi
ResponderEliminarEl niño sí tuvo razón en lo que dijo y fue infectado por las células de la fiebre. Ahora quiere expandirse. Por eso se enfatizó que tocó al doctor y a sus padres, y quiere reproducirse y tener hijos (no necesariamente tener hijos biológicos). El tocar una sola vez al canario y esperar es como decir "no necesito más que tocar una sola vez a cualquier ser vivo para infectarlo".
EliminarSi
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