Fragmentos del libro "Will You Die For Me?" de Charles "Tex" Watson, miembro de la Familia Manson y coautor material de los asesinatos perpetrados en agosto de 1969. Para quienes piden la libertad de Manson - que no participó activamente en los asesinatos cometidos por sus seguidores -, "Tex" Watson es un traidor, una especie de Judas que trató de desligarse de su culpa endilgando a Manson la responsabilidad intelectual de los homicidios. En la carcel, Watson se convirtió en cristiano renacido y en 1978 coescribió junto a "Chaplain Ray" (Ray Hoekstra) su autobiografía, de la que comparto un fragmento que traduje hace unos años.
La punta del
largo cuchillo presionado contra mi pecho, la hoja inclinada como para
deslizarse entre las costillas, al corazón. No hubiera costado más que un
empellón rápido
“¿Morirías por mí,
Tex? ¿Dejarías que te mate?”
Era de noche,
una de esas noches secas y frías que en el desierto podían llegar, incluso,
luego de días abrasadores. Estábamos sentados alrededor del fuego.
“¿Dejarías que
te mate?”
Su voz era
suave, muy tierna. Sus ojos parecían estar llenos de amor. Pensé en la primera
vez que lo vi, en el piso de una mansión en Pacific Palisades, rodeado por sus
chicas, tocando la guitarra. “Éste es Charlie,” dijo alguien, “Charlie
Manson.” Él me miró con una sonrisa
ensoñadora, la misma que me estaba ofreciendo ahora, fines de agosto de 1969, a un año de
conocernos, con un cuchillo en mi costado, en pleno viaje en el desierto de California, a orillas del valle
apropiadamente llamado de la Muerte.
“Dejáme matarte”
Acampábamos en
la entrada de una mina abandonada, cavada en Golar Wash, una pendiente rocosa
que se une al sur con la cadena montañosa Panamint.
Al igual que el
Valle de la Muerte
a sus espaldas, Golar Wash podría ser un paisaje marciano bizarro, o el lado
oscuro de la Luna. De
noche, con las llamas proyectándose entrecortadas sobre ese amasijo de rocas,
también parecía ser el infierno.
Era el escenario
perfecto, y Charlie lo sabía; tenía un sentido intuitivo para el drama. Como lo
demostró luego durante su juicio, también sabía cómo actuar frente a una
audiencia, y teníamos audiencia aquella noche.
Además de
nosotros dos y Bruce Davis, otro miembro de la
Familia, había tres de
afuera, tres tipos que nos acompañaron durante dos semanas, dando vueltas,
recorriendo el trayecto entre Los Angeles y los campamentos en el desierto.
Ese día uno de
ellos había robado un buggie arenero para nosotros y cuando volvimos a las
tiendas, cada uno se coló una tableta de ácido.
Estaban ansiosos
por complacer a Charlie; querían ser parte de lo que parecíamos compartir. No
creo que estuvieran preparados, sin embargo, cuando él sacó el cuchillo y
comenzó a girarlo lentamente para atrapar la luz del fuego.
“¿Qué harías si
yo agarro este cuchillo y me arrojo sobre vos para matarte?”, les preguntó, uno
a uno.
Todos
respondieron de la misma manera, sonriendo nerviosos, no sabiendo cómo
tomárselo. Pelearían, dijeron; tratarían de detenerlo.
“¿Y vos, Tex?
¿Morirías por mi?, ¿Dejarías que te mate?”
Ni siquiera tuve
que pensarlo. “Seguro, Charlie, podés
matarme.”
Y era la verdad.
Como algunos místicos, tan embebidos por el amor a Dios, para quienes nada que
Él les pidiera sería demasiado, yo estaba embebido de Charlie. Él era Dios para
mí. Un par de días atrás había ido a un teléfono público en Oclancha- uno de
los pueblitos andrajosos al costado de la carretera a Los Angeles - para hacer una llamada de larga distancia a
mis padres en Texas.
“Siempre
deseaste que yo fuera religioso”, le dije a mi madre. “Bien, he conocido a ese
Jesús sobre el cual predicabas todo el tiempo. Lo conocí y está conmigo acá
mismo en el desierto”. Charlie era Jesús. Él era mi Mesías, mi salvador, mi
alma. Esta era la verdad por entonces, él podía pedirme cualquier cosa, incluso
mi vida, y sería suya.
Y no era gran
cosa entregarle mi vida, porque yo sabía que todo en mí estaba muerto, excepto
mi cuerpo físico y animal. Mi ego había muerto; todo lo que reafirmara el yo,
mí, o mío estaba muerto. Mi personalidad había fallecido, yo era todo Charlie,
y Charlie era todo lo que me importaba. Esto era hermoso para mí.
“Seguro,
Charlie, podés matarme.”
Como decía, yo
sabía que Charles Denton Watson, un muchacho típicamente americano, scout,
futuro granjero de los Estados Unidos, tres veces votado como “Chico del
Campus” en la secundaria de Farmersville, ése Charles Watson estaba totalmente
muerto. Lo sabía. Lo había demostrado hacía dos semanas y media, cuando en dos
noches consecutivas asesiné a siete personas para Charlie. Para hacer eso, tuve
que morir.
Manson comprendía
este hecho. Se dio cuenta de que si mi propia vida no significaba nada para mí,
tampoco me importaría la vida de los demás.
Los primeros
cinco asesinatos tuvieron lugar en Cielo Drive, Benedict Canyon, Beverly Hills,
justo antes de la medianoche del sábado 9 de agosto de 1969.
Veinticuatro
horas después, otras dos personas inocentes morían en Waverly Drive, Los
Angeles, en el sector de Los Feliz, cerca del parque Griffith.
No conocía a
ninguna de las víctimas hasta el instante previo a sus muertes. No sentí
remordimiento por los asesinatos, no sentí repugnancia por la increíble
brutalidad de estos homicidios. No sentí nada.
…ni siquiera
temía por lo que sucedería si me atrapaban. Porque, como el resto de la
Familia, yo sabía un secreto: al día siguiente, o a dos
días luego de los crímenes, Los Angeles y otras ciudades de cerdos arderían en llamas. Sería el
Apocalipsis, el juicio que el orden establecido y enfermo se merecía, que nos
odiaba a nosotros y a otros niños libres,
el establishment que había engañado a Charlie y lo había privado
de su genio. Mientras los cerdos
ricos yacerían descuartizados en sus propios jardines, nosotros hallaríamos
refugio.
Charlie nos
guiaría a través del Agujero del Diablo hasta el Abismo sin Fondo, un paraíso
subterráneo, debajo del Valle de la
Muerte, donde el agua de un lago te daría vida eterna, y podrías
comer las frutas de doce árboles mágicos, una diferente por cada mes del año.
Este era el regalo de Charlie para nosotros, sus niños, su Familia.
Si alguien, allá
en las escuelas dominicales a las que concurrí en Texas, había mencionado que “Abismo
sin Fondo” era uno de los nombres bíblicos para el infierno mismo, yo lo había
olvidado.
Incluso sin la
esperanza de una huída exitosa, no había nada que temer.
Durante los
meses previos a los asesinatos, Charlie trabajó en nosotros paciente y
dulcemente, para que tocásemos todos nuestros miedos más profundos, para que
los experimentásemos completamente como nunca lo habíamos hecho, para que los
atravesásemos y saliésemos limpios al otro lado.
Charlie nos hizo
ver que una vez que tu ego moría y te desembarazabas de vos mismo siendo
solamente un cuerpo físico, como un mono o un coyote libre en la naturaleza, no
pensando, no deseando nada, el miedo dejaba de existir.
Ya estás muerto,
todo excepto tu cuerpo animal, así que incluso la muerte no puede asustarte.
Sos libre. Libre para vivir, libre para morir. Libre para matar.
Todo el mundo ha
visto el resultado de nuestra libertad, esparcido en los titulares de los
periódicos, en revistas y en las pantallas de los televisores.
La mitad de la
ciudad estaba aterrorizada esperando otra noche sangrienta que nunca llegó,
porque tuvimos que huir al desierto.
“Seguro,
Charlie, podés matarme.” ¿Por qué
no? Él me miró fijamente con esos ojos increíbles, y lentamente bajó el
cuchillo. Había logrado su objetivo. Nadie dijo nada por un largo rato.
La masacre no
habría finalizado luego de esas dos noches de muerte, si mi madre, preocupada
por su hijo, no hubiera llamado a un amigo mío en Los Angeles el 10 de agosto,
el día posterior a las muertes en Waverly Drive (de hecho el mismo día, ya que
los homicidios ocurrieron poco después de la medianoche). Ella no sabía sobre
la actriz asesinada y sus amigos, o la muerte de el propietario del mercado y
su esposa no habían engendrado la paranoia en masa y el interés obsesivo en
Texas como ocurría en el lado oeste de Los Angeles. Las únicas noticias que
siempre habían interesado a mi madre fueron cuando aparecí en las páginas de
deportes del diario local de Farmersville.
Lo único que
ella sabía es que yo no había tomado contacto con mi familia desde hacía ya
seis meses.
Pero yo no
estaba al tanto de esto. Cuando mi amigo me llamó al rancho Spahn donde la
Familia estaba viviendo, sobre el desfiladero pedregoso
de Santa Susana, detrás de Chatsworth (esas colinas que todos quienes hayan
visto los viejos westerns conocen como el patio de sus casas), supuse que el
FBI o la policía habían encontrado huellas digitales en Cielo Drive y me
habrían identificado. Imaginaba a los agentes federales golpeando la puerta de
la casa de mis padres en Copeville, Texas, y diciéndoles que su hijo era un
asesino múltiple. Le pregunté a Charlie que hacer.
“Llamála” me
dijo, “averiguá que está pasando.”
Pero no podía. A
pesar de no estar asustado, no quería saber si lo que sospechaba era cierto. Y
no quería escuchar la voz de mi madre. Hacía ya unos cuantos meses había
alcanzado el estado donde ya no podía visualizar a mis padres o a mis hermanos.
Y no es que no pensara en ellos. En
realidad no podía crear en mi cabeza la imagen de sus aspectos. Como el resto
de mi vida antes de Charlie, estaban muertos. No podía soportar levantar el
teléfono y reconectarme con ese pasado que había incinerado en mi conciencia.
Así que le mentí
a Manson, una de las pocas veces que recuerdo haberlo hecho. Afirmé que había
llamado a casa y que mi madre me dijo que unos hombres del FBI andaban
buscándome, diciéndole que yo estaba involucrado en un asesinato en Los
Angeles. Mientras inventaba esta
historia para Charlie, esperaba que él decidiese que ya era el momento de dirigirnos
hacia el desierto para comenzar la búsqueda de la entrada al Abismo sin Fondo.
A los pocos días se decidió. Actualmente me pregunto cuantas noches más
hubiéramos sido enviados con armas y ropas oscuras, cuantas otras muertes
hubieran ocurrido de no ser por esa llamada telefónica desde Texas.
Ya habíamos
estado en el desierto anteriormente, a fines del verano de 1968,
inspeccionando. Sabíamos que finalmente escaparíamos allí, cuando el juicio
final cayera sobre la ciudad. Incluso a sabiendas de que Charlie dijera que la
puerta secreta que conducía al Abismo y al lago se hallaba en el Valle de la Muerte, pasábamos la mayor
parte del tiempo al oeste del Valle en sí, sobre las Montañas Panamint, a unas
pocas millas al sur del pueblo desierto de Ballarat.
Charlie se
sentía especialmente atraído por dos ranchos aislados en la cumbre de Golar Wash:
Myers y Barker. Llegar a la cima del Wash, incluso de día, sin LSD y con un
cuchillo contra tus costillas, era infernal, increíblemente difícil. Podía
tomarte medio día subir a pié, e incluso el jeep más resistente sufría sus
contratiempos con las rocas y las curvas angostas. Los ranchos estaban
separados entre sí por un cuarto de milla. Primero se llegaba al rancho Myers,
que se encontraba en malas condiciones, derrumbado y saqueado, pero el rancho
Barker tenía una cabaña de piedra pequeña y sólida, una pileta de natación y
hasta sábanas en las camas. El sitio fue descrito luego como en ruinas y destartalado,
pero nosotros no teníamos los mismos parámetros exigentes, era parte de ser
natural y libres de la programación que nuestros padres nos habían impuesto.
A Charlie le
gustaba tanto el rancho Barker que llegó a contactar a Arlene Barker y pedirle
permiso para que él y un “reducido” número de amigos pudieran acampar allí.
Ella vivía en otra casa, abajo, en el valle y no creo que tuviese una idea de
cuantos éramos, ni del tiempo que Charlie iba a quedarse en el lugar. La gente
que vive en el Valle de la
Muerte es muy tolerante y Charlie era muy bueno estafando,
creo que es algo que aprendió en la prisión.
Le dijo a la
sra. Barker que era el manager del grupo de rock The Beach Boys, y para
probarlo, le dio a la señora el disco de oro que habían recibido por vender un
millón de copias del álbum “Today”. Dennis Wilson, un miembro del grupo quien
sin quererlo fue mi vínculo con Manson, le había dado el disco a Charlie cuando
algunas de las chicas de la Familia vivían en su
mansión de Sunset Boulevard. Haya creído la historia o no, la sra. Barker dijo
que podíamos usar el lugar.
Extrañamente
Charlie no me envió al Barker o al Myers, si no que decidió que debía quedarme
en un pequeño rancho en las afueras de Oclancha, veinte millas a través del
Valle de Panamint desde Golar Wash, al pié de la Sierra Nevada. El lugar
pertenecía a un tipo joven que se creía cowboy y que estuvo con nosotros varias
semanas en el rancho Spahn. Charlie me dijo que me quedara allí por un tiempo,
así que junto al cowboy cargamos la camioneta de la
Familia con algunas provisiones, tomamos un buggie arenero
en el cual yo había estado trabajando, y arrancamos para Oclancha con Juan
Flynn, un peón del rancho Spahn. Juan era un panameño que nunca había formado
parte del círculo interno de la Familia, pero pasaba
mucho tiempo con nosotros, incluso después de que Charlie amenazara con matarlo
varias veces.
A dos millas de
carretera, en pleno desierto, nos paró el auto del sheriff del condado. Mi
primera descarga de adrenalina amainó cuando nos dimos cuenta de que los
policías no tenían otra cosa en mente que encontrar una camioneta robada.
Cuando supieron que veníamos del rancho Spahn llamaron refuerzos. A pesar de
que la
Familia Manson no tenía la mala fama
que pronto obtendría, las fuerzas policiales de Chatsworth estaban al tanto de
que una congregación de hippies estaba viviendo en el viejo rancho de las
películas, en el paso, y sospechaban que los vehículos y las auto-partes que
seguían apareciendo en las acequias detrás de los establos, eran robadas. Cuando
los oficiales preguntaron, dije que mi nombre era Charles Montgomery. No era éste
un alias traído de la nada. Montgomery era el apellido de soltera de mi madre.
Mi primo segundo, Tom Montgomery que era el sheriff del condado de Collin, en
Texas, cuatro meses después recibió un llamado de la oficina del Fiscal del
Distrito del condado de Los Angeles diciéndole que me buscaban por homicidio. Supuse
que era una buena broma utilizar el nombre de mi primo cerdo para engañar a los cerdos.
No capté la verdadera ironía de la situación, si no mucho mas tarde.
A tres días de
los grotescos asesinatos que a cada momento se propagaban más en la conciencia
de América, los oficiales de la ley tuvieron bajo custodia al principal
culpable y lo dejaron ir. ¡Ni siquiera descubrieron los dos motores Volkswagen
robados, ocultos al fondo de la camioneta!
El Rancho Barker
El “rancho” no
resultó otra cosa que una cabaña vieja e inhabitable a unos cientos de yardas
del camino a Oclancha. Un canal de irrigación corría por uno de sus lados, y
antes de terminar la descarga de la camioneta, decidí que sería mejor acampar
que hacer el intento de limpiar la casa.
Mientras miraba
al cowboy y a Juan conduciendo nuevamente a Spahn volviendo con Charlie y los
otros, de súbito me di cuenta que estaba completamente solo por primera vez
desde el fin de semana sangriento.
Podía ver a
Oclancha pequeña al costado de la ruta, no era mucho más que una parada de camiones,
brillando entre las olas de calor y polvo, pero estaba llena de extraños. Los
extraños solían ser hostiles, porque no eran Familia. No había nada en Oclancha para mí. En cualquier otra
dirección sólo podías ver desierto, vacío, calor y colinas peladas. Estaba
solo, sin Charlie, sin Familia, sin
las chicas que me buscaban para hacer el amor, solamente con mi cerebro
enloquecido por compañía.
Sentía la
necesidad de estirarme bajo ese sol abrasador y asar todos mis pensamientos,
todas mis sensaciones. Pero mi mente no paraba de volar a toda velocidad sobre
aquellas dos noches y los días subsiguientes, en los próximos días, tal vez
mañana, tal vez esta noche, cuando el HelterSkelter atronador cayera sobre el
mundo. Debo comenzar a organizar los suministros; debo comenzar a buscar el Abismo
sin Fondo; debo moverme; debo atrapar el tiempo que vuela como el viento en mis
oídos. Mi cerebro bombardeado se debatía dentro del cráneo y no podía pararlo;
ni aquel sol inmenso podía calmarlo, serenarlo y darme un descanso.
La mayor parte
del día siguiente la pasé observando, esperando como un animal que sabía que la
caza había comenzado. Entonces la camioneta apareció nuevamente. Esta vez el
conductor era un ex convicto amigo de Charlie, que había estado deambulando
alrededor de la Familia durante algunos meses. Nunca se había
interesado en el Helter Skelter o en
el fin del mundo; el robo a mano armada era suficiente para él. Pero la
Familia le proporcionó una buena base de operaciones,
mujeres a su disposición, y había sido amigo de Manson en la carcel; así que se
quedó un tiempo con nosotros, haciendo algunas cosas para Charlie.
Trajo con él a
los dos miembros más jóvenes de la Familia, lo cual me
hizo pensar que Charlie se había tomado muy en serio mi mentira sobre el FBI o
que tenía alguna otra razón y esperaba que las cosas se precipitaran. Parecía
que estaba evacuando a los menores de edad del rancho Spahn, y desligándose de
los problemas legales que éstos acarrearían en caso de una redada policial.
Junto a los dos chicos- un chico y una chica- trajo algo de comida y dinero. La
camioneta partió nuevamente hacia Spahn. Ahora tenía compañía.
No recuerdo el
nombre del muchacho, pero la niña se llamaba Dianne Lake; solíamos llamarla
“Snake” (serpiente). Ella era uno de los miembros más tristes de la
Familia, tan joven, tenía solamente trece años cuando se
nos unió (con el consentimiento de sus padres, como a Manson le gustaba
presumir). Charlie solía golpearla y jalarla de los cabellos frecuentemente.
Una vez la azotó con un cable, pero así y todo ella todavía lo seguía y amaba. Ahora
tenía aproximadamente dieciséis, callada, siempre como pidiendo disculpas por
su forma de ser.
Acampamos a la
vera del canal de irrigación, nadamos desnudos, usamos algunos árboles al otro
lado de la casa como baño y no hablamos mucho. Cuando fui con Dianne hasta
Oclancha por comida, compré un periódico para verificar las noticias sobre los
homicidios. Por lo que pude ver, la policía no tenía nada que pudiera
relacionar a la Familia con las
muertes según lo publicado, así que me
relajé en lo referente al llamado de mi madre. No obstante mi cabeza no paraba.
Mientras estaba con Charlie, rodeado por la Familia,
las cosas parecían tener cierto sentido, pero ahora clavado en el desierto con
estos chicos, estaba cada vez más confundido. Incluso comencé a tener miedo
nuevamente, ese tipo de miedo sin nombre que tenía cuando era chico y pensaba
que mis padres iban a descubrirme en alguna
mentira, un temor que te hace sentir que tenés que hacer algo rápido
para arreglar las cosas antes de que te atrapen.
Pero no sabía
qué hacer. ¿Podía arreglar todo esto? Esa noche estaba tan enroscado
internamente que empecé a hablar con Dianne, admitiéndole finalmente que había
sido yo quien apuñaló a la hermosa
actriz rubia, que la había apuñalado varias veces, una y otra vez, que la había
apuñalado porque Charlie así lo dijo. Luego de esto, Dianne estuvo más callada
aún, pero no intentó escapar.
Mi desconcierto era
tal, que la tarde siguiente repentinamente me fui, dejando a ambos en nuestro
campamento de la acequia, caminé hasta Oclancha, hice dedo y me fui hasta Los
Angeles con un camionero. Me dejó en La Ciénega a eso de las ocho de la tarde. Mientras
continuaba mi viaje a dedo desde La
Ciénega hasta las colinas de Hollywood y Sunset Strip, pude
ver los titulares de algunos periodicuchos, en los que se intentaba afirmar que
las muertes de Beverly Hills habían sido el resultado de una orgía sexual de
magia negra, un problema de drogas o algo extraño en lo que las victimas se
hallaban comprometidas. Mostrando mi pulgar, pensaba que todos aquellos autos
que pasaban iban llenos de gente que se preguntaba quién y el porqué de estos
hechos. Y yo sabía, por lo bizarro, que no me creerían si intentaba contarles, si
intentara explicarles que esas siete personas fueron asesinadas brutalmente
para que el mundo, como lo conocemos, comenzase a arder y que Manson Jesucristo
pudiese guiar a sus niños hacia la
seguridad subterránea.
En mi camino
hacia el área de Sunset Strip, paré para observar las vidrieras de un local de
venta de pelucas, donde trabajé la primera vez que vine desde Texas a Los
Angeles, dos años atrás. Tenía muchas esperanzas por entonces: una vida nueva,
una nueva persona, nunca más estaría anclado en los campos texanos. Ahora, allí
estaba esta nueva persona: sucio, en estado lamentable y aislado, con la cara contra
el vidrio de un local a oscuras y con el nombre de una actriz dando vueltas en
mi cabeza: Sharon Tate. No había visto sus películas, no había oído sobre ella,
o visto alguna foto. Lo único que supe de ella es que fue una mujer
aterrorizada implorando que le permitiésemos tener su bebé antes de matarla.
Sharon Tate (1969)
No sabía por qué
había ido hasta Los Angeles o a dónde me dirigía. Paré en la casa de una
antigua novia, pero no hallé a nadie. Vagué un rato por Sunset Strip. Parecía un mundo diferente al de Los Angeles
que conocí cuando llegué en 1967: Hippies, tiendas sicodélicas y gente
“flasheando” en las calles. Ya no había muchedumbre; los locales comenzaban a
verse sórdidos.
Hice dedo hasta
Laurel Canyon en el Valle. Pensé en ir hasta Spahn. Quería ver a Charlie, al
menos una parte de mi así lo deseaba. Pero también quería huir de Charlie.
Había huido una vez, pero él me había atraído de vuelta. Pensé en llamar a mis
padres y pedirles dinero para volver a Texas, pero decidí que el primer lugar
donde la policía me buscaría sería en la casa de mis viejos. Además, Charlie me
había dejado aquellos dos chicos a cargo en Oclancha. No le agradaría que yo
escapase. Y por mucho que quisiera escapar, ¿Adonde iría? Fui hasta la rampa de
acceso a la autopista de San Diego, hice dedo para Oclancha, y llegué a la
mañana siguiente. Creo que Dianne ni siquiera me preguntó adonde había estado.
Si bien nos
enteramos varios días después, la mañana del sábado 16 de agosto, esa mañana en
que yo había retornado de mi recorrido ida y vuelta a Los Angeles, los
oficiales del sheriff habían hecho una razzia
en Spahn, arrestando a Charlie y al resto de la
Familia en sospecha por robo de automotores. Por segunda
vez a una semana de los asesinatos, la policía tuvo en custodia a los asesinos
sobre los cuales todo el mundo hablaba (al menos a algunos de ellos) y por
segunda vez los dejaron en libertad, esta vez tras un par de días de arresto. La orden judicial que había permitido el
allanamiento había caducado.
A los cuatro
días de mi vuelta, Dianne fue llevada por el sheriff auxiliar de Independence,
mientras se encontraba en Oclancha comprando comida. Independence era el pueblo
más cercano que tenía policía, a treinta millas de nuestra parada de camiones.
Como solía suceder a veces a los miembros de la
Familia, Dianne
tenía algún tipo de enfermedad cutánea, así que cuando le dijo al auxiliar que
tenía diecinueve años y andaba haciendo dedo, éste la llevó a su casa, su
esposa la alimentó y le dio una pomada para la piel.
Cuando la llevó
nuevamente a Oclancha, ella retornó furtivamente a nuestro campamento. La
mañana siguiente, el mismo auxiliar estacionó frente a nuestra cabaña
respondiendo a las quejas de algunos vecinos que nos habían visto nadar
desnudos en el canal. Yo estaba durmiendo en un catre viejo a la sombra, detrás
de la casa y mi corazón se aceleró cuando desperté, vi el patrullero y al
oficial hablando con Dianne y el chico. Mi primer impulso fue correr, así que
me metí entre los árboles. Pero se me antojó inútil, así que volví y me dirigí
tranquilamente hacia el auto, diciendo que había ido a aliviarme a la espesura. Usando mi acento tejano más evidente, le
dije que mi nombre era Charles Montgomery, dándole mi edad y fecha de
nacimiento verdaderas. El auxiliar labró una denuncia en mi contra y se llevó a
Dianne y al chico. Nunca volvimos a ver al chico. Presumo que fue enviado de vuelta
con sus padres, pero Dianne estaba nuevamente en el campamento unas horas más
tarde. A los pocos días, otras cinco chicas de la
Familia vinieron desde Spahn y el sheriff auxiliar las
traía en su auto cada vez que alguna de ellas hacía dedo en Oclancha. Creo que
lo hacía en parte por amabilidad y en parte por sospecha. Cualquiera fuese la
razón, no me sentía cómodo con la policía rondándonos, así que llamé a Charlie
y él decidió que era el momento de que todos nos mudásemos a los ranchos de
Golar Wash. Era el momento de comenzar a buscar la entrada al Abismo sin Fondo.
La semana
siguiente estuvo colmada por una serie confusa de idas y vueltas entre Spahn y
el desierto, acarreos demoledores de buggies y suministros por la subida
pedregosa de Golar Wash, ocultamiento frenético de armas y autopartes dispersas
en los canales y barrancos, y el emplazamiento del campamento en el rancho
Myers. Hicimos docenas de viajes que duraban todo un día, subiendo el Golar
Wash bajo el sol ardiente de agosto, trasladando todas las pertenencias de la
Familia en nuestras espaldas. Un ómnibus escolar que
teníamos desde hacía un año, fue traído desde Las Vegas hasta el rancho Barker.
Eran los preparativos para la guerra, la guerra final. Si no encontrábamos a
tiempo la entrada a nuestro paraíso en las profundidades, estaríamos listos
para cuando el hombre negro viniera por nosotros; lucharíamos contra él hasta
que la tierra nos tragase. Charlie parecía tener más poder que nunca. Se movía
más rápido, casi podías ver la energía que brotaba de él, como esas olas de
arco iris que se veían en los posters fosforescentes que teníamos en el rancho
Spahn. Debíamos estar preparados; era lo que él esperaba. Así que siguiendo sus
órdenes, esforzándonos hasta el desmayo, fortificamos el rancho Myers y
esperamos a que todo comience.
No estábamos
solos en el rancho. Además de las bandadas de murciélagos, los cuales
-estábamos convencidos- provenían del abismo que tanto buscábamos, teníamos
compañía humana. Un hombre llamado Paul Crockett vivía en una cabaña cercana al
Myers, con él se hallaban dos muchachos que habían pertenecido a la
Familia el año anterior, cuando vinimos al desierto por
primera vez. Charlie los había enviado para mantener nuestra posición en los
ranchos y de alguna manera se engancharon con Crockett. Él había comenzado a
desprogramarlos del control de Manson, llevándolos hacia el terreno de la Cienciología en la que se
hallaba imbuido; ésta era muy similar en
terminología y conceptos a las enseñanzas de Charlie, aunque no tan
peligrosa. Crockett no creía en nada de lo que había escuchado sobre el Helter Skelter o sobre lagos debajo del
desierto.
Manson nunca
tuvo competencia dentro de la Familia y no sabía
qué hacer con este hombre de cuarenta y cinco años, especialmente porque había
logrado volver en su contra a dos miembros de la
Familia. Charlie había sido muy
cuidadoso en no revelarnos las fuentes de sus ideas (excepto por la Biblia y los Beatles). La
mayoría asumíamos que era sabiduría adquirida por sus propios medios. Ahora
había alguien que podía discutir con él en su propio vocabulario, manejando el
mismo lenguaje e ideas, pero reubicándolas de manera diferente. Durante un
tiempo Charlie habló sobre matarlo. Finalmente ambos se sentaron y mantuvieron
una maratón de tres días de conversación y discusión. Cuando finalizaron
establecieron una especie de tregua recelosa, sin embargo creo que Crockett
temía que Manson intentara asesinarlo hasta el momento en que lo arrestaron. Aunque
nos ayudara a llevar cosas hasta el rancho, dormía con una escopeta a su lado
por las noches. Lo que probablemente le salvó la vida fue una serie de pequeñas
coincidencias que convencieron a Charlie de que él tenía poder, poder
espiritual, energía, como la que poseía el propio Manson. Si bien Crockett no
era el único amenazado de muerte, nadie fue asesinado en el desierto, al menos
mientras yo estuve allí, a pesar de lo que algunas personas dijeron después.
Otro viejo colega de prisión de Charlie estaba ayudando a traer cosas desde
Spahn con su camión, y cuando Manson descubrió que además nos estaba robando,
juró que lo mataría si volvía a verlo. Nunca volvió.
Manson parecía
estar al límite, nervioso todo el tiempo, hiperactivo. Un día decidió que
debíamos vivir en el rancho Myers, y al día siguiente empacamos repentinamente
para mudarnos al rancho Barker, entonces cambió de opinión y nos ordenó acampar
afuera y vigilar a los negros y a los cerdos.
Mientras, las mujeres de la Familia iban y
venían de Spahn trayendo comida y visitantes, cada día alguien diferente,
siempre cambiaba de planes. Las noches eran más densas. Tomábamos ácido,
entonces Charlie nos sometía a una programación realmente fuerte, es decir,
destruyendo lo que quedara de nuestro ego. A veces se las tomaba conmigo,
gritándome que por culpa de los asesinatos yo recibiría lo mismo. Yo había
adquirido el karma de esas muertes, de la violencia, y eso volvería hacia mí
como un boomerang.
“¿Te sentís
culpable por lo que hiciste?” me gritó, tres o cuatro veces.
“No,” le
respondí. “No me siento culpable; no siento nada.”
“Bien, quiero
que te sientas culpable por ello. ¡Sentíte culpable! ¡Sentíte culpable! ¡Sentíte
culpable!”
“Bueno, está
bien, si eso es lo que querés, Charlie.” Pero no sentí culpa. No pude.
De repente se
reía y cambiaba de tema. Las estrellas estaban desparramadas en el negro cielo
sobre nosotros, y él bailaba alrededor del fuego, bailaba dentro de nuestras
cabezas amenazando de muerte a todo aquel que intentara escapar. Estábamos
juntos, éramos una Familia y cualquiera
que intentara romper el vínculo sería degollado. En medio de todo esto, Charlie
decidió que necesitábamos más buggies areneros. Finalmente concluyó que cada
hombre tendría uno, formando una especie de ejército de buggies para patrullar
el desierto, como lo hiciera el mariscal alemán Roemmels con sus Afrika Korps
durante la segunda guerra mundial. Nunca entendí muy bien como encajaba todo
esto con nuestro escape al Abismo sin Fondo, excepto que parecía que hallar el
Abismo sería mucho más difícil de lo que nos había parecido en un primer
momento. Mientras tanto tendríamos que luchar contra nuestros enemigos, que a
veces serían los negros revolucionarios que traían el Helter Skelter, y otras veces cerdos,
la policía del orden establecido. Por las noches, vigilábamos las colinas,
volando sobre dunas y senderos como salvajes en nuestros buggies, indios
renegados con camperas de cuero y cuchillos.
Fotografía tomada por Manson en 1968. Tres de las chicas de La
Familia manejando un buggie.
Charlie nos
envió a Bruce Davis y a mí a Los Angeles con tres recién llegados que habían
vagado con la Familia durante unas
semanas. Nuestro trabajo era robar medios de transporte. Lo hicimos. Uno de los
chicos nuevos tomó un buggie arenero cero kilómetro de un lote en Long Beach
para “testearlo” y se fue directamente hasta Golar Wash sin mirar atrás; yo me
hice de un Jeep Toyota rojo en la calle. Cuando volvimos esa noche, el campamento
había sido desplazado nuevamente. Ahora Charlie tenía una base para él y otros
pocos detrás de la entrada a la mina Lotus
en Golar Wash. Se había pasado todo el día persiguiendo a dos chicas que
habían huido y estaba “enchufado”, derrochaba energía. Nos colamos unos ácidos,
y cuando empezó a “pegar”, Charlie sacó su cuchillo lentamente, girándolo a la
luz del fuego. Ya saben el resto…
Aunque deseaba
morir por Charlie, estaba cansado de deslomarme por él. Parecía que cada día
había menos posibilidades de encontrar el Abismo, por más que recorriéramos el
desierto, y nos metiéramos en minas abandonadas. Andábamos escasos de comida,
teníamos permitido un sólo vaso de agua por día y lo peor de todo, las drogas
se estaban acabando. Por primera vez comencé a preguntarme en alguna parte de
mi cabeza si todo lo que Charlie decía se volvería realidad después de todo.
Él decidió que
quería poseer el rancho Myers, así que envió a Catherine Gillies –a quien
llamábamos “Capistrano”- a Fresno para asesinar a su propia abuela, quien era
la dueña. También se suponía que debía matar a los restantes miembros de la
familia que pudieran reclamar el título. Uno de los chicos nuevos la acompañaba
y nunca supe qué fue lo que salió mal. Tuvo que ver con un neumático pinchado y
fueron atrapados mientras simulaban ser un matrimonio. Esto debió suceder
gracias al hecho de que no estaban tan muertos como el resto de nosotros, la
cuestión es que la abuela sobrevivió y ellos no retornaron. Comprendo que no
hayan vuelto luego de fracasar en el cumplimiento de una de las órdenes de
Charlie. No lo desilusionabas, no importa lo que costara. Yo lo demostré. Pero,
si bien no retornaron, tampoco lo entregaron. Tal vez no eras capaz de
enfrentarte a “Dios”, pero seguía siendo Dios-Charlie, y lo respetabas.
Por entonces yo
sabía que, al menos la mitad de la Familia, estaba al
tanto de nuestra participación en los asesinatos en Los Angeles. Y teníamos
motivos para creer que vendrían más homicidios. Charlie estaba amenazando uno
por uno a los de afuera. Le daba su
propio cuchillo a cada una de las chicas para que practicaran cómo degollar cerdos –tirando las cabezas hacia atrás
por los cabellos, rebanando de oreja a oreja. La chica que usó de modelo para
esta demostración estaba tan asustada que intentó huir, pero él la amenazó con
el cuchillo y la obligó a tomar la última dosis de ácido. Las vibraciones ya no
eran las de antes. Era como si el Satán que Charlie a veces afirmaba ser, estuviera encandilando a la
propia Familia. Al principio era todo
un viaje, no comer, secándonos bajo el sol del desierto. Luego de todo el ácido
que habíamos tomado, nos volvimos muy conscientes de nuestros cuerpos, como si
pudiéramos ver debajo y a través de nuestra propia piel. Charlie dijo que era
porque los cerdos se nos habían
metido; debíamos cortar la comida y el agua y sudar el veneno. Podíamos ver
cómo sucedía, las cosas que no eran “nosotros” hirviendo hacia la superficie de
nuestra piel y goteando hacia fuera. Pero cuando comenzó a alimentar a unos
burros del rancho Barker con la poca comida que nos quedaba, empecé a
preguntarme si él sabía lo que estaba haciendo.
Buscando refugios
y el túnel que nos llevaría a nuestro hogar bajo el desierto cubrimos casi todo
el Valle de la Muerte
durante septiembre. Sabíamos que la policía y los guardas del Parque Nacional
nos vigilaban y esto aumentaba nuestra paranoia. Una noche encontramos un
camino que habíamos estado usando cortado por una excavadora. Unas noches más
tarde encontramos la máquina ofensora, le echamos nafta y la prendimos fuego.
Podías ver la llamarada desde varias millas.
La gente se ve
obligada en cierto punto a preguntar si Manson realmente creía que
encontraríamos el Abismo sin Fondo o si era un engaño que él había fomentado
sólo entre sus seguidores. Nunca lo sabré efectivamente, pero estoy convencido
que él creía tanto como nosotros. Él estaba absolutamente seguro de ser Jesucristo
–le había sido revelado hacía tres años en un viaje de LSD en San Francisco-
así que, ¿Por qué no iba a guiarnos primero al Abismo sin Fondo para luego
salir y dominar el mundo? Compartía la locura que había creado en nosotros. Era
definitivamente su más ardiente discípulo.
A fines de
septiembre, habiendo fallado el intento de “heredar” el rancho Myers a través
del asesinato, Charlie fue donde Arlene Barker nuevamente y le propuso comprar
su rancho. Le dio una nueva línea, ya no trabajaba más con los Beach Boys;
ahora estaba en el negocio de la filmación y quería comprar el rancho para los escenarios exteriores de las películas.
Ella le pidió efectivo, y ahí terminó todo.
Día tras día la
búsqueda continuaba sin que encontrásemos nada. Desde nuestra fogata de
medianoche con la excavadora, la atención de las autoridades se había
incrementado, y el 29 de septiembre el guarda Dick Powell y el oficial caminero
de California James Pursell, me sorprendieron junto a algunas de las chicas en
una de las acequias detrás de Barker. Corrí desnudo antes de que me hablaran.
Mientras estuvieron allí, los dos oficiales quitaron partes del motor del Jeep
Toyota que yo había robado el mes anterior, pero todavía andaba, así que ni
bien se fueron lo llevamos hasta uno de los cañones cercanos y lo
camuflamos.
Todo el día
siguiente, desde nuestros puestos de observación en las colinas, vimos a la
guardia del Parque Nacional yendo y viniendo como hormigas por las rutas del
desierto, buscándonos. Cuando oscureció, Charlie y yo manejamos a la luz de la Luna, examinando su reino
desértico. Estaba muy tranquilo, serpenteante como un arroyo. Cuando volvimos
al rancho Myers, temprano a la mañana siguiente, me dio una escopeta de doble
caño que había sido robada a los padres de una de las chicas antes que
dejáramos Los Angeles. “Subí al ático,”
me dijo, señalándome la parte donde el altillo se extendía por sobre el porche
de la cabaña, con enormes espacios entre los tablones. “Subí con esto y esperá.
Cuando aparezcan esos dos guardias, los matás”. Él se fue y yo subí al caluroso
y polvoriento ático a esperar.
Cuando desperté
en el altillo del rancho Myers la mañana posterior, al amanecer del 2 de
octubre, estaba acunando una escopeta en mis brazos. Sabía por qué. Estaba
aguardando para matar a dos guardias del Parque Nacional cuando llegaran
buscando a los pirómanos que habían incendiado su excavadora. Charlie me dijo
que los matara, como había hecho anteriormente. Miré el arma y supe, tan bien
como sabía lo que me había dicho, que no iba a usarla. No iba a matar
nuevamente para Charles Manson. Nunca estaré seguro por qué fui capaz de decir “no”
entonces, cuando durante los pasados ocho meses había sido “si” para Charlie.
Creo que tuvo que ver con estar sin drogas por dos o tres semanas. De repente
no creía que fuésemos a encontrar el túnel secreto hacia el Abismo. De repente
supe que el mundo no iba a terminar; de repente estaba cansado y hambriento; de
repente no me importaba lo que Charlie me dijo que hiciera, todo lo que sabía
es que no iba a matar a nadie. No de nuevo.
Solté el arma y
bajé lo más rápido que pude. Buscando en una pila de ropa que compartíamos,
tomé la mejor remera y pantalón que encontré y corrí hacia la camioneta Dodge
que teníamos estacionada detrás de la casa. Parecía inevitable que los guardias
llegasen en cualquier momento, mis manos temblaban mientras encendía el
vehículo y bajaba a toda velocidad por el Wash. El Golar Wash nunca fue
adecuado para conducir, y menos a la velocidad que estaba alcanzando, pero
sabía que tenía que huir antes de que Charlie, los guardias o cualquier otro me
encontrasen y me detuviesen. Sabía que si llegaba a Ballarat, el pueblo que
está a unas pocas millas de la entrada al Wash, podría hacer dedo para volver a
Los Angeles. Tenía que llegar a Ballarat. Finalmente salí rugiendo del Wash
hasta un camino de tierra hacia el pueblo. Luego de recorrer tres cuartos del
camino, me di cuenta de que me estaba quedando sin nafta. Me salí del camino y
comencé a cruzar las llanuras salitrosas- para cortar camino a través de un
terreno de pruebas de la fuerza aérea- hacia la ruta a Trona, a unas dieciocho
millas al sudoeste. A mitad de camino en el salitral el vehículo murió,
atascado en la sal y sin combustible. Yo salté afuera y comencé a caminar,
dejando la puerta abierta detrás de mí. El sol golpeaba fuerte, deslumbrándome
con la blancura de la sal todo alrededor. Repentinamente hubo un enorme rugido,
como el del Apocalipsis que tanto había estado esperando. Me tiré al suelo
mientras un avión de la fuerza aérea pasaba sobre mí, tan cerca de la llanura
que pensé que iba a golpearme. Las olas sónicas retumbaron en el desierto
vacío, me levanté y caminé hasta la carretera hacia Trona, donde un hombre
mayor me recogió en su jeep.
Es un largo
recorrido desde el desierto hasta Los Angeles, pero lo hice en un solo viaje
que me llevó hasta San Bernardino. Llamé a mis padres y les dije que quería
volver a casa. Cuando llegó el dinero, una hora más tarde a través de Western
Union, fui a una tienda y compré un par de Levi’s, una campera y zapatos
nuevos. Pero no era suficiente, estaba greñudo y sucio, con el pelo lleno de
tierra y sal. Me cambié de ropa detrás de un edificio y me embuché una Big Mac.
Era la primera carne que probaba en meses y pensé que iba a vomitar.
Un helicóptero
me llevó desde el aeropuerto de San Bernardino al Aeropuerto Internacional de
Los Angeles y mientras esperaba mi vuelo a Texas, me hice lavar y cortar el
pelo. Cuando mi hermana y su marido me recogieron en Love Field, Dallas, a las
cinco en punto de la mañana siguiente, lo primero que dijeron fue que mi corte
de cabello de Los Angeles era todavía demasiado largo para Texas. Tan pronto
como abrieron las peluquerías, me llevaron para hacerme un recorte, antes de
que me vieran mis padres. “Y esta vez, que parezca un muchacho.” Estaba en
casa. Texas. Copeville- una pequeña franja de construcciones blancas
desparramadas a ambos lados de las vías; la tienda de mi padre y las bombas de
combustible; mi madre en su cocina con la pintura de la última cena sobre la
mesa. Desde donde venía esto era tan lejano como la luna, y así de irreal.
Charles "Tex" Watson
(…) Luego de mi
arresto, los medios comenzaron a comparar al Charles Watson de Copeville -
estudiante con honores, estrella del deporte (mi record en salto en alto todavía se mantiene), líder de la hinchada,
el chico de al lado con aprobación de la multitud y ganador de trofeos - con el
asesino drogado que sonreía estúpidamente desde la tapa de la revista Life con ojos vidriosos. “Si pudo
ocurrirle a un joven americano modelo como éste”, el artículo y la foto
parecían preguntar: “¿Qué les pasará a tus hijos?”
La Familia Manson
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