lunes, 27 de junio de 2016

Fragmento de La Nueva Inquisición, de Robert Anton Wilson

Fragmento de La Nueva Inquisición,
de Robert Anton Wilson



Fragmento del Capítulo Escepticismo y Fe Ciega, de La Nueva Inquisición (1987)
Por Robert Anton Wilson

Traducción: Mazzu

La ciencia fundamentalista es similar a otras formas de fundamentalismos. Sin sentido del humor, sin misericordia y sin cierta medida de duda sobre sí misma, se comporta de manera intolerante, fanática y salvaje contra todos los “herejes”. Con el tiempo, al igual que todos los sistemas ideológicos cerrados, se vuelve cómica y ridícula. (...)

Y debido a que provee algo de drama o de mala comedia, escribiré como si los nuevos fundamentalistas estuvieran firmemente enraizados en estructuras de poder en todo el mundo moderno y realmente actuaran como una Nueva Inquisición en contra de quienes rechazan a su ídolo. Confieso que esta retórica es, como todas las polémicas, exagerada y malintencionada. Los hombres del Fortín nunca quemaron libros o conspiraron para suprimirlos; nunca falsificaron pruebas para apoyar su propio perjuicio o participaron en campañas calculadamente oscuras contra los que diferían con ellos. Ellos son hombres de honor, todos hombres honrados. Naturalmente.

Sin embargo (véase The Quest for Wilhelm Reich, de Colin Wilson), en octubre de 1957, agentes del gobierno de EE.UU. se dirigieron a la Editora del Instituto Orgón en la ciudad de Nueva York; confiscaron todos los libros, los cargaron en un camión de basura, fueron hasta la incineradora de calle Vandivoort y los quemaron.

Esto no sucedió en la “Edad Media”, sino hace unos pocos años. No sucedió en una dictadura fascista o marxista, sino una nación cuya constitución prohíbe esta manera pirómana de eliminar las ideas poco populares. El evento no fue instigado por fanáticos religiosos, sino por los fanáticos de la “ciencia”, a quienes J.B. Priestly bautizó como soldados del Fortín.

Los libros eran del Dr. Wilhelm Reich, un estudiante de Freud con ideas políticas radicales. El Dr. Reich había sido comunista por un breve período y socialista durante un tiempo, para finalmente desarrollar una ideología propia llamada Democracia Laboral, que puede ser descrita concisamente como el socialismo gremial de Chesterton, el anarquismo de Kropotkin y el marxismo liberal actualmente en boga entre los rebeldes contra el marxismo ortodoxo. El Dr. Reich también creía que todas las ideologías, incluyendo la suya, eran inviables hasta que ocurriera una revolución sexual de naturaleza psicológica (no política) y las personas ya no se avergonzaran de sus funciones corporales.



Reich enfureció a la Asociación Médica de Estados Unidos al asumir una posición “psicosomática” extrema, con el argumento de que casi todas las enfermedades eran causadas por la represión, tanto en el sentido freudiano como en el sentido político, es decir, que los primates domesticados habían sido entrenados en una especie de sumisión masoquista que, literalmente, los enfermaba “física” y “mentalmente”. Reich también irritó a la poderosa Asociación Psicoanalítica Americana, indicando que la terapia freudiana no curaba nada en sí misma y debía complementarse con “trabajo del cuerpo”: diversas técnicas para relajar los músculos y normalizar la respiración. Por otra parte, ofendió mortalmente al Fortín al insistir en que toda la energía nuclear (incluso en la industria “pacífica”) era perjudicial para la salud humana, y – para asegurar su impopularidad – desafió directamente al Nuevo Fundamentalismo, alegando la existencia de una nueva característica de la energía de los seres vivos, que llamó orgón, una idea sospechosamente similar a la “fuerza vital” presentada por antimaterialistas como Bergson y Bernard Shaw.

La guerra de propaganda contra Reich  fue dirigida por Martin Gardner, un fundamentalista científico a quien encontraremos varias veces en estas páginas. El Sr. Gardner tiene un método infalible para distinguir a la ciencia verdadera de la pseudociencia. La ciencia verdadera es la que está de acuerdo con su Ídolo y la pseudociencia es la que lo desafía. Colin Wilson escribió: “ojalá yo pudiera estar tan seguro de todas las cosas como lo está Martin Gardner”. Ni siquiera todos los Papas del siglo XX juntos se atrevieron a establecer tantos dogmas absolutos como el Sr. Gardner; ningún hombre tuvo tanta fe en su propia veracidad desde Oliver Cromwell.

Las bulas papales del señor Gardner contra la herejía reichiana son muy interesantes y muy típicas del fundamentalismo enfurecido, y uno encuentra en ellas una inferencia fuerte, muy fuerte, de que el Dr. Reich estaba loco y que alucinaba, aunque esto nunca es declarado directamente y sin ambigüedades. Incluso es posible que algún defensor del Sr. Gardner afirme que esta sentencia es injusta, porque Gardner nunca dijo explícitamente que Reich estuviera tan loco como un ratón bailarín; él dice simplemente que los libros de Reich suenan “como una ópera cómica”. Sin embargo, el desequilibrio mental es una sugerencia fuertemente presente en todo lo que Gardner escribió sobre Reich. Esta sugerencia casi siempre está implícita en las diatribas fundamentalistas en contra de aquellos que no aceptan a su Ídolo. Se puede decir que no están seguros de que uno está loco si no está de acuerdo con ellos, pero tienen una fuerte sospecha.



De acuerdo a mi conocimiento, y habiendo seguido durante casi treinta años las publicaciones específicas en relación a la controversia sobre Reich, no hay ningún escrito de Gardner donde afirme haber repetido los experimentos del Dr. Reich para obtener resultados contrarios a sus descubrimientos. Como agnóstico, yo supongo que es posible que el Sr. Gardner haya emitido dicha afirmación en algún lugar, pero si lo hizo, tal declaración debió figurar en alguna revista bastante desconocida y con una circulación muy limitada; y los informes de estos experimentos no fueron reimpresos en ninguna publicación que yo haya encontrado. Me parece que, según las fuentes disponibles, el Sr. Gardner no ha realizado ningún experimento para poner a prueba las afirmaciones de Reich. Pareciera que el Sr. Gardner poseyera, o imaginara poseer, el mismo tipo de conocimiento que el Dr. Munge: sabía lo que era posible y lo que era imposible. Por lo tanto, no necesitaba investigar.

Mientras Gardner, junto a muchos otros, denunciaba al Dr. Reich en todos los medios, los miembros de la Asociación Médica y de la Asociación Psicoanalítica Americana presionaron al gobierno para que Reich fuera procesado como un chiflado o como un “charlatán”. El Dr. Wilhelm Reich, ya por delirio de grandeza o por compromiso con sus principios e ideales libertarios (hagan su propia elección), se negó a admitir que el gobierno tuviera derecho a juzgar las teorías científicas y, como resultado, fue condenado por desobediencia a la corte. Sin embargo, el gobierno procedió con la quema de libros y con la destrucción a hachazos del equipo del laboratorio de Reich. Más tarde lo metieron en la cárcel, donde murió de un ataque cardíaco después de unos meses. El compañero de trabajo de Reich, el Dr. Michael Solvert, se suicidó poco tiempo después.

Sería reconfortante pensar que Reich estaba tan loco, tan chiflado, como sugiere Gardner. Esta sería la actitud sensata y conservadora. Es un tanto inquietante pensar que los libros que son quemados en las naciones democráticas puedan contener algo valioso, así como los libros que son quemados en los países no democráticos.

Aún así, la quema de libros es un tanto grosera. Deja un mal olor para quienes crecimos con Burke, Jefferson y Mill.

Y Reich no fue la única víctima de la Nueva Inquisición. Hubo otros. Los conoceremos a medida que avancemos.

¿El Nuevo Ídolo puede ser tan ciego y salvaje como el viejo?

Oh, no: admito que esto es sólo una retórica melodramática. Pero...

Sólo supongamos que el Dr. Reich, parcial u ocasionalmente, estaba en lo cierto. Después de todo, incluso un reloj roto da la hora exacta dos veces al día. Pero el Fortín quemó todos sus libros. Treinta años de investigación científica arrojados a las llamas en un incinerador de basura, una ofrenda al Moloch de la ortodoxia. Los libros quemados incluían La Personalidad Impulsiva, La Función del Orgasmo, Análisis del Carácter, La Psicología de Masas del Fascismo, La Revolución Sexual, Gente en Problemas, El Asesinato de Cristo, La Biopatía del Cáncer, y otros. Treinta años de informes sobre la práctica psicoterapéutica; observaciones sociológicas de los miembros del partido nazi y del partido comunista, su situación en el trabajo y sus relaciones familiares; investigaciones de laboratorio sobre a la carga y descarga bioeléctrica durante el orgasmo; estudios clínicos de la psicología de pacientes con cáncer y asma; docenas de presuntos experimentos con la supuesta energía “orgónica”. Todo quemado, consumido.



No tengo ni idea de qué porcentaje de todos esos años de trabajo pudiera haber sido sólido. Sé que la fórmula de Reich del orgasmo de cuatro fases de excitación y relajación psicológica fue confirmada por Masters y Johnson,  que su análisis de la personalidad fascista fue ampliamente aceptada por otros psicólogos, y que muchas técnicas terapéuticas en las que fue un pionero (cómo enseñar al paciente a gritar, llorar y atacar con los puños) todavía son ampliamente utilizadas en los Estados Unidos. Frente a este hecho, no deduzco que todas las ideas Reich fueran correctas. Creo que se tardaría dos décadas de trabajo - involucrando a varios grupos científicos independientes - para distinguir las partes de la teoría de la energía “orgónica” que puedan ser sólidas de las partes que puedan ser tan locas como Gardner y los otros materialistas fundamentalistas decían. Sólo veo una certeza en toda esta tragedia de quema de libros e intelectos independientes encerrados en una prisión: no blasfemarás contra el Nuevo Ídolo.

Debo hacer hincapié en que ni el Sr. Gardner, ni ninguno de los otros fundamentalistas que publicaron diatribas contra el Dr. Reich fueron los responsables de la quema de libros; este acto fue total responsabilidad de los científicos y burócratas que trabajan para el Gobierno de Estados Unidos, los músculos del Fortín, por así decirlo. Sin embargo, el Fortín observaba impasible. Sólo 18 psiquiatras de todo el país firmaron una protesta contra la quema de libros.

El propio Sr. Gardner, en la edición revisada de uno de sus libros – Fads and Fallacies in the Name of Science, Dover Publishing, Nueva York, 1957 – expresa disgusto por la quema de los libros de Reich.

Sin embargo, la Nueva Inquisición continuó avanzando. Ninguno de los libros del Dr. Reich se pudo editar legalmente en los Estados Unidos hasta 1967. Aquellos a quienes les hubiera gustado formarse una opinión independiente sobre las cuestiones científicas no podían ver, ni tocar, ni incluso oler las páginas prohibidas.

Y este espíritu inquisitorial continúa en la actualidad. Mientras que muchos psicólogos admiten una cierta racionalidad en algunas de las ideas de Reich, para el Fortín en general no es “respetable” y los biólogos y los físicos nunca mencionan su supuesto “orgón”, excepto para ridiculizarlo. Esta actitud sobrevive a pesar del hecho de que nadie haya publicado – en ninguna revista científica importante o en alguna publicación menor conocida para mí – los experimentos que refuten o contradigan las afirmaciones de Reich. Al parecer, para el Fortín no es necesario poner a prueba sus ideas. La seguridad intuitiva de Gardner y del Prof. Munge parece ser generalizada, casi omnipresente en el Fortín. Todo el mundo “sabe” que el Dr. Reich estaba equivocado, así que nadie se toma la molestia de investigar el asunto. Algunos herejes lo han hecho, claro, pero han sido ignorados.






miércoles, 1 de junio de 2016

EL DRAGÓN, por Ray Bradbury

El Dragón

 

Por Ray Bradbury, del libro Remedio Para Melancólicos (1960) 

Ilustraciones Vicente Segrelles



 

La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
—¡No, idiota, nos delatarás!
—¡Qué importa! —dijo el otro hombre—. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
—Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos…
—¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
—¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
—¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
—¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
—Ah… —el segundo hombre suspiró—. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
—¡Suficiente, te digo!
—¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en que año estamos.
—Novecientos años después de Navidad.
—No, no —murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados—. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!
—¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
—¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
—Mira… —murmuró el primer hombre—. Oh, mira, allá.
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
—¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
—¡Pasará por aquí!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballos.
—¡Señor!
—Sí; invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera.
—¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.
—¿Viste? —gritó una voz—. ¿No te lo había dicho?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
—¿Vas a detenerte?
—Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé que siento.
—Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió. Una ráfaga de humo dividió la niebla.
—Llegaremos a Stokely a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.