martes, 30 de abril de 2013

Sci-Fi, Horror & Rock and Roll de los 50s!

Dos discos infaltables en la discoteca (o en el disco de la PC) de todo amante de la Ciencia-Ficción, el Horror y el Rock and Roll cincuentoso:  
 
 

Este compilado de plagado de Rock and Roll, Robots, Marcianitos, y OVNIs se llama The Ultimate 50's Rockin' Sci-Fi Disc, y fue publicado en 2003 por Viper Records. 20 tracks de artistas poco conocidos de la década de 1950, es decir, en plena guerra fría, paranoia nuclear y primeras 'oleadas' de avistamientos de OVNIs. Lista de temas:
 
01. Flying Saucer Boogie - Cletro, Eddie & His Round Up Boys
02. Rocket In My Pocket - Lloyd, Jimmy
03. Creature From Outer Space - Day, Sonny
04. Flying Saucer Rock 'n' Roll - Riley, Billy Lee
05. Satellite Baby - Stanley, Skip
06. First Man On Mars - Fautheree, Jackie
07. Sputnicks And Mutnicks - Anderson, Ray
08. 50 Megatonne - Russell, Sonny
09. Martian Band - Wildtones
10. Shootin' For The Moon - Carl & Norman
11. Rocket Trip - Lowell, Jackie
12. Trip To The Moon - Renolds, Wesley
13. Rock On Mars - Dunavan, Terry
14. Satellite Fever Asiatic Flu - Perryman, Paul
15: Orbit With Me - Sheather, Sonny
16. Man From Mars - Paulson, Butch
17. Rock Old Sputnik - Young, Nelson
18. I'm Building A ... On The Moon - Rogers, Weldon
19. Boppin' Martian - Robinson, Dick
20. Rock On The Moon - Stewart, Jimmy
 

... y como muestra, un botón:
 
Flying Saucer Boogie - Cletro, Eddie & His Round Up Boys
 
 
 
 
El otro disco que quería recomendar es también un compilado de varios artistas, pero en este caso con el terror como figura central; se llama The Ultimate 50's and 60's Rockin' Horror Disc: Blood Curdling Rock 'n' Roll, también es de Viper Records y fue lanzado en 2003. Lista de temas:
 
1. I’m the Wolf Man – Round Robin
2. Ghost Train – The Swanks
3. The Monster Hop – Bert Convy
4. The Vampires – Archie King
5. The Cave (Part 1) – Gary “Spider” Webb
6. Igor’s Party – Tonys Monstrosities
7. Voodoo Voodoo – Lavern Baker
8. Werewolf – The Frantics
9. Midnight Monster Hop – Jack & Jim
10. Graveyard – Leroy Bowman
11. Watusi Zombie – Jan Davis
12. I was a Teenage Creature – Lord Luther
13. Red Ridin’ Hood & the Wolf – Bunker Hill
14. The Big Green – Igor and the Maniacs
15. Morgus the Magnificent – Morgus & the Three Ghouls
16. She’s my Witch – Kip Tyler
17. The Cave ( Part 2) – Gary “Spider” Webb
18. Vampires Ball – Mann Drake
19. Monster Holiday – Lou Chaney
20. Night of the Werewolf – Lee Kristofferson
 
... otro botón de muestra (manchado de sangre esta vez):
 
The Monsters Hop - Bert Convy
 
 

lunes, 29 de abril de 2013

SUEÑO DE FIEBRE (Por Ray Bradbury)


SUEÑO DE FIEBRE

 



Lo habían puesto entre sábanas tersas, limpias, recién lavadas. Sobre la mesa, bajo la luz rosada del velador, había siempre un vaso de jugo de naranja, espeso y fresco. Bastaba que Charles llamase para que papá y mamá asomaran en seguida las cabezas y vieran cuán enfermo estaba. La acústica del cuarto era buena; se oían las gárgaras de la garganta enlozada, en el cuarto de baño, a la mañana; la lluvia que repiqueteaba en el techo, los ratones sigilosos que se escurrían entre paredes secretas, o el canario que cantaba en la planta baja. Si uno prestaba atención, no era tan malo estar enfermo.

Septiembre avanzaba y las tierras ardían en el otoño. Charles tenía trece años. Llevaba tres días en cama cuando sintió por primera vez aquel terror.

La mano le empezó a cambiar. La mano derecha. Charles la miraba y la mano estaba caliente y sudorosa, allí, sola, sobre el cubrecama. Tembló de pronto, sacudiéndose levemente. Luego se quedó quieta y cambió de color.

Esa tarde vino el doctor y le golpeó el pecho, delgado como el parche de un tambor pequeño.

-¿Cómo estás? -preguntó el doctor sonriendo-. Ya lo sé, no me lo digas: «El resfrío está bien, doctor, pero yo me siento horriblemente.» ¡Ja, ja!

El médico se rió de su propia broma, tantas veces repetida.

Para Charles, allí, acostado, esa bufonada terrible y vieja era ya, casi, una realidad. La broma se le deslizó en la mente. La mente se apartó sintiendo un terror pálido. El doctor no entendía cuán crueles eran esas bromas.

-Doctor -murmuró Charles, abatido y descolorido-. La mano, ya no es mi mano. Esta mañana se convirtió en otra cosa. Quiero que usted me la cambie de nuevo. ¡Doctor, doctor!

El doctor mostró los dientes y le acarició la mano.

-Yo la veo bien, hijo. Soñaste, nada más. Fue un sueño de la fiebre.

-Pero cambió, doctor, oh, doctor -gritó Charles alzando penosamente la mano agitada y pálida-. ¡Cambió!

El doctor guiñó un ojo.

-Te daré una píldora rosada para eso. -Puso una tableta sobre la lengua de Charlie-. ¡Traga!

-¿Hará que mi mano cambie y sea yo otra vez?

-Sí, sí.

Había silencio en la casa cuando el doctor se alejó en el automóvil, bajo el cielo de septiembre, tranquilo y azul. Lejos, en la planta baja, en el mundo de la cocina, sonaba el tictac de un reloj. Charles, acostado, se miraba la mano.

No era aún como antes. Seguía siendo otra cosa.

Afuera soplaba el viento. Las hojas golpeaban los vidrios fríos.

A las cuatro le cambió la otra mano. Parecía casi una fiebre. Latía y se trasformaba, célula a célula. Palpitaba como un corazón caliente. Las uñas se le pusieron azules, y luego rojas. Tardó casi una hora en cambiar, y al fin pareció casi una mano como todas. Pero no era como todas. Ya no era él. Charles, tendido, inmóvil, fascinado y horrorizado a la vez, cayó en un sueño pesado.

A las seis mamá trajo la sopa. Charlie no la tocó.

-No tengo manos -dijo con los ojos cerrados.

-Tus manos están perfectamente bien -dijo mamá.

-No -gimió Charlie-. No tengo manos. Me siento como si tuviese muñones. Oh, papá, mamá, ayúdame, ayúdame, estoy muy asustado.

Mamá tuvo que darle de comer.

-Mamá -dijo Charlie-, llama al doctor, otra vez. Sé buena. Estoy tan enfermo...

-El doctor vendrá esta noche, a las ocho -dijo mamá, y salió del cuarto.

A las siete, la noche envolvía la casa. Charles, sentado en la cama, sintió que se le trasformaba una pierna, y luego la otra.

-¡Mamá! ¡Ven, pronto! -gritó.

Pero cuando mamá llegó ya no pasaba nada.

Mamá se fue; y Charlie, otra vez acostado, ya no luchó mientras las piernas le latían y latían, se calentaban al rojo, y el calor de ese cambio febril se difundía por el cuarto. El fuego le trepó de los dedos a los tobillos, y de los tobillos a las rodillas.

-¿Puedo entrar?

El doctor sonreía, en el vano de la puerta.

-¡Doctor! -gritó Charles-. Pronto, ¡levante las mantas!

El doctor levantó pacientemente las mantas.

-Ya veo. Sano y fuerte. Estás sudando, sin embargo. Un poco de fiebre. Te dije que no te movieras, criatura. -Pellizcó la húmeda mejilla rosada-. ¿Te hicieron bien las píldoras? ¿Se te curó la mano?

-No, no; ahora es también la otra mano y las piernas. –

Bueno, bueno, tendré que darte tres píldoras más, una para cada extremidad, ¿eh, mi muchachito? -rió el médico.

-¿Me harán bien? Doctor, por favor, por favor, ¿qué tengo?

-Una escarlatina leve, complicada con un resfrío.

-¿Es un germen que vive y tiene en mí más gérmenes?

-Sí.

-¿Está seguro que esto es una escarlatina? ¡No hizo ningún análisis!

-Bueno, algo sé de enfermedades -dijo el doctor secamente tomándole el pulso al niño.

Charles se quedó acostado, sin hablar, hasta que el doctor empezó a guardar los instrumentos en el maletín negro. Entonces, en el cuarto silencioso la voz de Charles se alzó en un débil sonido. Habló con los ojos brillantes, recordando.

-Leí un libro una vez. Trataba de árboles petrificados. Decía cómo caían los árboles y se pudrían, y los minerales se metían en la madera y crecían, y entonces parecían árboles, pero no, eran piedras.

En el cuarto tranquilo y caldeado, el médico oyó la respiración de Charles.

-¿Y bien? -preguntó.

-Estuve pensando -dijo Charles al cabo de un rato-. ¿Crecen los gérmenes? Quiero decir: en la clase de biología nos hablaron de animales unicelulares, amebas y otras cosas, que hace millones de años se juntaron y formaron el primer cuerpo. Y luego se juntaron más células y crecieron y así nació un pez y al fin aparecimos nosotros. Y todos nosotros somos un montón de células que se juntaron para ayudarse, ¿no es así?

Charles se humedeció los labios. El médico se inclinó sobre la cama.

-¿De qué hablas?

-Tengo que decírselo, doctor, oh, sí, ¡tengo que decírselo! -exclamó Charles-. ¿Qué pasaría, eh, piense, por Dios, qué pasaría si unos microbios se juntaran otra vez como en los tiempos antiguos, y luego, reproduciéndose?...

Charles tenía ahora las manos sobre el pecho, y las manos se le movían, trepando.

-¡Y decidieran ocupar una persona! -gritó Charles.

-¿Ocupar una persona?

-Sí, transformarse en una persona. En mí, en mis manos, ¡en mis pies! ¿Qué sucedería si una enfermedad supiera cómo matar a una persona y luego seguir viviendo?

Charles chilló.

Tenía las manos en el cuello.

El doctor se adelantó, gritando.

A las nueve el padre y la madre escoltaron al doctor hasta el automóvil, le dieron el maletín y se quedaron conversando en el frío viento nocturno.

-Cuiden que tenga las manos atadas a las piernas -dijo el doctor-. No quiero que se lastime.

La madre retuvo un momento el brazo del médico.

-¿Mejorará, doctor?

El doctor le palmeó el hombro.

-¿No soy acaso el médico de la familia, desde hace treinta años? Es la fiebre. Se imagina cosas.

-Pero esas lastimaduras en el cuello, por poco se estrangula.

-Manténgalo atado. Mañana estará bien.

El coche se alejó por el oscuro camino de septiembre.

A las tres de la mañana, Charles estaba todavía despierto en el cuarto en sombras. Sentía la cama húmeda bajo la cabeza y la espalda. Se le estaba trasformando el cuerpo. No se movía, y miraba el vasto cielo raso desierto con una concentración demente. Durante un rato había gritado, debatiéndose, pero ahora estaba débil y ronco, y la madre se había levantado varias veces a refrescarle la frente con una toalla mojada. Ahora yacía en silencio, con las manos atadas a las piernas.

Sentía el cambio en las paredes del cuerpo y en los órganos. Los pulmones le ardían como fuelles encendidos de alcohol rosado. El cuarto parecía iluminado por el resplandor trémulo de una hoguera.

Ahora ya no tenía cuerpo. Todo había desaparecido. El cuerpo estaba ahí, debajo, pero parecía la inmensa pulsación de una droga ardiente y letárgica. Era como si una guillotina lo hubiese separado limpiamente de la cabeza, que yacía brillante sobre la almohada de medianoche, y el cuerpo, abajo, vivo, perteneciese a algún otro. La enfermedad había devorado el cuerpo, reproduciéndolo luego en un doble afiebrado. Allí estaba el vello de las manos, y las uñas y las cicatrices y los dedos de los pies, y el lunar en la cadera derecha, todo de nuevo y perfecto.

Estoy muerto, pensó Charles. Me han matado, y sin embargo todavía vivo. Mi cuerpo está muerto, es todo enfermedad, y nadie lo sabrá nunca. Caminaré y no seré yo, seré otra cosa. Seré algo dañino, maligno, tan poderoso y maligno que es casi inconcebible. Algo que se comprará zapatos y beberá agua y se casará algún día, quizá, y que hará en el mundo un daño que nadie hizo hasta ahora.

El calor le invadía el cuello, las mejillas, como un vino caliente. Sentía los labios, los párpados como hojas en llamas. Las ventanas de la nariz espiraban débiles fuegos azules.

Esto será todo, pensó. Se me meterá en la cabeza y en el cerebro y me cambiará los ojos y todos los dientes y las huellas del cerebro y todos los pelos y los pliegues de las orejas, y no quedará nada de mí.

Sintió que el cerebro se le llenaba de mercurio caliente. Sintió que el ojo izquierdo se le enroscaba como un caracol, se retraía, se trasformaba. Estaba ciego del ojo izquierdo, ya no le pertenecía. Había pasado a territorio enemigo. Había perdido la lengua, no la sentía ya. La mejilla derecha se le había dormido. El oído izquierdo dejó de oír. Ya era de otro. De esa cosa que estaba haciendo, de ese mineral que reemplazaba a la madera, de esa enfermedad que sustituía a la célula animal sana.

Trató de gritar y consiguió gritar, con una voz aguda y ronca, en el cuarto, cuando ya le zozobraba el cerebro y perdía el ojo derecho y el oído derecho y quedaba ciego y sordo, todo llamas, todo terror, todo pánico, todo muerte.

El grito cesó antes que la madre entrara corriendo en el cuarto.

 

Era una mañana clara y hermosa y el viento ayudó al doctor a subir por el sendero que llevaba a la casa. Arriba, en la ventana, estaba el niño, de pie, totalmente vestido. No contestó cuando el doctor lo saludó con la mano y gritó:

-¿Qué es esto? ¿Levantado? ¡Santo Dios!

Corriendo casi, el doctor, subió las escaleras y entró jadeando en el cuarto.

-¿Qué haces levantado? -le preguntó al niño. Le auscultó el pecho delgado, le tomó el pulso y la temperatura-. ¡Increíble! ¡Absolutamente increíble! Sano. Sano. ¡Dios!

-Nunca más me enfermaré -declaró el niño firmemente, siempre de pie, mirando hacia afuera por la ventana abierta-. Nunca.

-Así lo espero. Pero Charles, tienes muy buen aspecto.

-¿Doctor?

-¿Sí, Charles?

-¿Puedo ir a la escuela, ahora?

-Mañana, espera a mañana. ¿Por qué esa prisa?

-Me gusta la escuela. Y los chicos. Quiero jugar con ellos, y pelear con ellos, y escupirles, y tironear las trenzas a las chicas y estrecharle la mano a la maestra y frotarme las manos en todos los abrigos del guardarropa, y quiero crecer y viajar y casarme y tener muchos hijos, ir a las bibliotecas y ver libros y..., ¡quiero hacer todo eso! -dijo el niño con la mirada fija en la mañana de septiembre-. ¿Cómo me llamó usted?

-¿Qué dices? -preguntó el doctor, perplejo-, Charles, no te he llamado de ningún otro modo.

El chico se encogió de hombros.

-Mejor eso en vez de ningún nombre, supongo.

-Me alegra que quieras volver a la escuela -dijo el doctor.

-Tengo muchas ganas -sonrió el niño-. Gracias por su ayuda, doctor. Deme la mano.

-Con mucho gusto.

Se dieron la mano, gravemente, y el viento claro sopló por la ventana abierta. Se estrecharon la mano casi un minuto, el chico sonriéndole al viejo, dándole las gracias.

Después, riendo, el chico corrió con el doctor escaleras abajo y luego hacia el automóvil. El padre y la madre los siguieron para asistir a la feliz despedida.

-¡Fuerte como un roble! -dijo el doctor-. ¡Increíble!

-Sí, fuerte -dijo el padre-. Se desató anoche, solo. ¿No es verdad, Charles?

-¿Sí? -dijo el niño.

-¡Te desataste! ¿Cómo?

-Oh -dijo el niño-, eso fue hace mucho tiempo.

-¡Hace mucho tiempo!

Todos se rieron y mientras se reían, el niño, en silencio, movió el pie descalzo y rozó apenas unas hormigas rojas que se escurrían por la acera. Secretamente, con los ojos brillantes, mientras los padres y el viejo doctor conversaban, vio que las hormigas vacilaban, se estremecían y se quedaban quietas sobre el cemento. Sintió que estaban frías ahora.

-¡Adiós!

El doctor partió saludando con la mano.

El chico caminó delante de los padres, mirando a lo lejos, hacia la ciudad, y empezó a tararear una canción: Los días felices de la escuela.

-Qué alegría verlo sano otra vez -dijo el padre.

-Escúchalo, sueña con ir otra vez a la escuela.

El chico se volvió, en silencio. Abrazó al padre y a la madre, con fuerza. Los besó varias veces. Luego, sin una palabra, subió la escalera y entró en la casa.

En el vestíbulo, antes que llegaran los otros, abrió rápidamente la puerta de la jaula, metió la mano, y acarició al canario amarillo, una vez.

Luego cerró la puerta de la jaula, dio un paso atrás, y esperó.

 

 

F I N

 

Título Original: Fever Dream 1948. Incluido en la colección de relatos cortos de Ray Bradbury “Remedio Para Melancólicos”, publicada en 1960.

domingo, 28 de abril de 2013

Los Mundos de Nikolai Lutohin


Algunas ilustraciones del dibujante yugoslavo Nikolai Lutohin aparecidas en la revista "Galaksija" en la década de los 70s
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

sábado, 27 de abril de 2013

¿Morirías por Mí? (Por Tex Watson)

Fragmentos del libro "Will You Die For Me?" de Charles "Tex" Watson, miembro de la Familia Manson y coautor material de los asesinatos perpetrados en agosto de 1969. Para quienes piden la libertad de Manson - que no participó activamente en los asesinatos cometidos por sus seguidores -, "Tex" Watson es un traidor, una especie de Judas que trató de desligarse de su culpa endilgando a Manson la responsabilidad intelectual de los homicidios. En la carcel, Watson se convirtió en cristiano renacido y en 1978 coescribió junto a "Chaplain Ray" (Ray Hoekstra) su autobiografía, de la que comparto un fragmento que traduje hace unos años.

 

 

La punta del largo cuchillo presionado contra mi pecho, la hoja inclinada como para deslizarse entre las costillas, al corazón. No hubiera costado más que un empellón rápido

“¿Morirías por mí, Tex? ¿Dejarías que te mate?”

Era de noche, una de esas noches secas y frías que en el desierto podían llegar, incluso, luego de días abrasadores. Estábamos sentados alrededor del fuego.

“¿Dejarías que te mate?”

Su voz era suave, muy tierna. Sus ojos parecían estar llenos de amor. Pensé en la primera vez que lo vi, en el piso de una mansión en Pacific Palisades, rodeado por sus chicas, tocando la guitarra. “Éste es Charlie,” dijo alguien, “Charlie Manson.”  Él me miró con una sonrisa ensoñadora, la misma que me estaba ofreciendo ahora, fines de agosto de 1969, a un año de conocernos, con un cuchillo en mi costado, en pleno viaje en el desierto de California, a orillas del valle apropiadamente llamado de la Muerte.

“Dejáme matarte”

Acampábamos en la entrada de una mina abandonada, cavada en Golar Wash, una pendiente rocosa que se une al sur con la cadena montañosa Panamint.

Al igual que el Valle de la Muerte a sus espaldas, Golar Wash podría ser un paisaje marciano bizarro, o el lado oscuro de la Luna. De noche, con las llamas proyectándose entrecortadas sobre ese amasijo de rocas, también parecía ser el infierno.

Era el escenario perfecto, y Charlie lo sabía; tenía un sentido intuitivo para el drama. Como lo demostró luego durante su juicio, también sabía cómo actuar frente a una audiencia, y teníamos audiencia aquella noche.

Además de nosotros dos y Bruce Davis, otro miembro de la Familia, había tres de afuera, tres tipos que nos acompañaron durante dos semanas, dando vueltas, recorriendo el trayecto entre Los Angeles y los campamentos en el desierto.

Ese día uno de ellos había robado un buggie arenero para nosotros y cuando volvimos a las tiendas, cada uno se coló una tableta de ácido.

Estaban ansiosos por complacer a Charlie; querían ser parte de lo que parecíamos compartir. No creo que estuvieran preparados, sin embargo, cuando él sacó el cuchillo y comenzó a girarlo lentamente para atrapar la luz del fuego.

“¿Qué harías si yo agarro este cuchillo y me arrojo sobre vos para matarte?”, les preguntó, uno a uno.

Todos respondieron de la misma manera, sonriendo nerviosos, no sabiendo cómo tomárselo. Pelearían, dijeron; tratarían de detenerlo.

“¿Y vos, Tex? ¿Morirías por mi?, ¿Dejarías que te mate?”

Ni siquiera tuve que pensarlo.  “Seguro, Charlie, podés matarme.

Y era la verdad. Como algunos místicos, tan embebidos por el amor a Dios, para quienes nada que Él les pidiera sería demasiado, yo estaba embebido de Charlie. Él era Dios para mí. Un par de días atrás había ido a un teléfono público en Oclancha- uno de los pueblitos andrajosos al costado de la carretera a Los Angeles -  para hacer una llamada de larga distancia a mis padres en Texas.

“Siempre deseaste que yo fuera religioso”, le dije a mi madre. “Bien, he conocido a ese Jesús sobre el cual predicabas todo el tiempo. Lo conocí y está conmigo acá mismo en el desierto”. Charlie era Jesús. Él era mi Mesías, mi salvador, mi alma. Esta era la verdad por entonces, él podía pedirme cualquier cosa, incluso mi vida, y sería suya.

Y no era gran cosa entregarle mi vida, porque yo sabía que todo en mí estaba muerto, excepto mi cuerpo físico y animal. Mi ego había muerto; todo lo que reafirmara el yo, mí, o mío estaba muerto. Mi personalidad había fallecido, yo era todo Charlie, y Charlie era todo lo que me importaba. Esto era hermoso para mí.  

“Seguro, Charlie, podés matarme.

Como decía, yo sabía que Charles Denton Watson, un muchacho típicamente americano, scout, futuro granjero de los Estados Unidos, tres veces votado como “Chico del Campus” en la secundaria de Farmersville, ése Charles Watson estaba totalmente muerto. Lo sabía. Lo había demostrado hacía dos semanas y media, cuando en dos noches consecutivas asesiné a siete personas para Charlie. Para hacer eso, tuve que morir.

Manson comprendía este hecho. Se dio cuenta de que si mi propia vida no significaba nada para mí, tampoco me importaría la vida de los demás.

Los primeros cinco asesinatos tuvieron lugar en Cielo Drive, Benedict Canyon, Beverly Hills, justo antes de la medianoche del sábado 9 de agosto de 1969.

Veinticuatro horas después, otras dos personas inocentes morían en Waverly Drive, Los Angeles, en el sector de Los Feliz, cerca del parque Griffith.

No conocía a ninguna de las víctimas hasta el instante previo a sus muertes. No sentí remordimiento por los asesinatos, no sentí repugnancia por la increíble brutalidad de estos homicidios. No sentí nada.

…ni siquiera temía por lo que sucedería si me atrapaban. Porque, como el resto de la Familia, yo sabía un secreto: al día siguiente, o a dos días luego de los crímenes, Los Angeles y otras ciudades de cerdos arderían en llamas. Sería el Apocalipsis, el juicio que el orden establecido y enfermo se merecía, que nos odiaba a nosotros y a otros niños libres, el establishment  que había engañado a Charlie y lo había privado de su genio. Mientras los cerdos ricos yacerían descuartizados en sus propios jardines, nosotros hallaríamos refugio.

Charlie nos guiaría a través del Agujero del Diablo hasta el Abismo sin Fondo, un paraíso subterráneo, debajo del Valle de la Muerte, donde el agua de un lago te daría vida eterna, y podrías comer las frutas de doce árboles mágicos, una diferente por cada mes del año. Este era el regalo de Charlie para nosotros, sus niños, su Familia.

Si alguien, allá en las escuelas dominicales a las que concurrí en Texas, había mencionado que “Abismo sin Fondo” era uno de los nombres bíblicos para el infierno mismo, yo lo había olvidado.

Incluso sin la esperanza de una huída exitosa, no había nada que temer.

Durante los meses previos a los asesinatos, Charlie trabajó en nosotros paciente y dulcemente, para que tocásemos todos nuestros miedos más profundos, para que los experimentásemos completamente como nunca lo habíamos hecho, para que los atravesásemos y saliésemos limpios al otro lado.

Charlie nos hizo ver que una vez que tu ego moría y te desembarazabas de vos mismo siendo solamente un cuerpo físico, como un mono o un coyote libre en la naturaleza, no pensando, no deseando nada, el miedo dejaba de existir.

Ya estás muerto, todo excepto tu cuerpo animal, así que incluso la muerte no puede asustarte. Sos libre. Libre para vivir, libre para morir. Libre para matar.

Todo el mundo ha visto el resultado de nuestra libertad, esparcido en los titulares de los periódicos, en revistas y en las pantallas de los televisores.

La mitad de la ciudad estaba aterrorizada esperando otra noche sangrienta que nunca llegó, porque tuvimos que huir al desierto.


 

“Seguro, Charlie, podés matarme.” ¿Por qué no? Él me miró fijamente con esos ojos increíbles, y lentamente bajó el cuchillo. Había logrado su objetivo. Nadie dijo nada por un largo rato.

La masacre no habría finalizado luego de esas dos noches de muerte, si mi madre, preocupada por su hijo, no hubiera llamado a un amigo mío en Los Angeles el 10 de agosto, el día posterior a las muertes en Waverly Drive (de hecho el mismo día, ya que los homicidios ocurrieron poco después de la medianoche). Ella no sabía sobre la actriz asesinada y sus amigos, o la muerte de el propietario del mercado y su esposa no habían engendrado la paranoia en masa y el interés obsesivo en Texas como ocurría en el lado oeste de Los Angeles. Las únicas noticias que siempre habían interesado a mi madre fueron cuando aparecí en las páginas de deportes del diario local de Farmersville.

Lo único que ella sabía es que yo no había tomado contacto con mi familia desde hacía ya seis meses.

Pero yo no estaba al tanto de esto. Cuando mi amigo me llamó al rancho Spahn donde la Familia estaba viviendo, sobre el desfiladero pedregoso de Santa Susana, detrás de Chatsworth (esas colinas que todos quienes hayan visto los viejos westerns conocen como el patio de sus casas), supuse que el FBI o la policía habían encontrado huellas digitales en Cielo Drive y me habrían identificado. Imaginaba a los agentes federales golpeando la puerta de la casa de mis padres en Copeville, Texas, y diciéndoles que su hijo era un asesino múltiple. Le pregunté a Charlie que hacer.

“Llamála” me dijo, “averiguá que está pasando.”

Pero no podía. A pesar de no estar asustado, no quería saber si lo que sospechaba era cierto. Y no quería escuchar la voz de mi madre. Hacía ya unos cuantos meses había alcanzado el estado donde ya no podía visualizar a mis padres o a mis hermanos. Y no es que no pensara en ellos.  En realidad no podía crear en mi cabeza la imagen de sus aspectos. Como el resto de mi vida antes de Charlie, estaban muertos. No podía soportar levantar el teléfono y reconectarme con ese pasado que había incinerado en mi conciencia.

Así que le mentí a Manson, una de las pocas veces que recuerdo haberlo hecho. Afirmé que había llamado a casa y que mi madre me dijo que unos hombres del FBI andaban buscándome, diciéndole que yo estaba involucrado en un asesinato en Los Angeles.  Mientras inventaba esta historia para Charlie, esperaba que él decidiese que ya era el momento de dirigirnos hacia el desierto para comenzar la búsqueda de la entrada al Abismo sin Fondo. A los pocos días se decidió. Actualmente me pregunto cuantas noches más hubiéramos sido enviados con armas y ropas oscuras, cuantas otras muertes hubieran ocurrido de no ser por esa llamada telefónica desde Texas.

Ya habíamos estado en el desierto anteriormente, a fines del verano de 1968, inspeccionando. Sabíamos que finalmente escaparíamos allí, cuando el juicio final cayera sobre la ciudad. Incluso a sabiendas de que Charlie dijera que la puerta secreta que conducía al Abismo y al lago se hallaba en el Valle de la Muerte, pasábamos la mayor parte del tiempo al oeste del Valle en sí, sobre las Montañas Panamint, a unas pocas millas al sur del pueblo desierto de Ballarat.

Charlie se sentía especialmente atraído por dos ranchos aislados en la cumbre de Golar Wash: Myers y Barker. Llegar a la cima del Wash, incluso de día, sin LSD y con un cuchillo contra tus costillas, era infernal, increíblemente difícil. Podía tomarte medio día subir a pié, e incluso el jeep más resistente sufría sus contratiempos con las rocas y las curvas angostas. Los ranchos estaban separados entre sí por un cuarto de milla. Primero se llegaba al rancho Myers, que se encontraba en malas condiciones, derrumbado y saqueado, pero el rancho Barker tenía una cabaña de piedra pequeña y sólida, una pileta de natación y hasta sábanas en las camas. El sitio fue descrito luego como en ruinas y destartalado, pero nosotros no teníamos los mismos parámetros exigentes, era parte de ser natural y libres de la programación que nuestros padres nos habían impuesto.

A Charlie le gustaba tanto el rancho Barker que llegó a contactar a Arlene Barker y pedirle permiso para que él y un “reducido” número de amigos pudieran acampar allí. Ella vivía en otra casa, abajo, en el valle y no creo que tuviese una idea de cuantos éramos, ni del tiempo que Charlie iba a quedarse en el lugar. La gente que vive en el Valle de la Muerte es muy tolerante y Charlie era muy bueno estafando, creo que es algo que aprendió en la prisión.

Le dijo a la sra. Barker que era el manager del grupo de rock The Beach Boys, y para probarlo, le dio a la señora el disco de oro que habían recibido por vender un millón de copias del álbum “Today”. Dennis Wilson, un miembro del grupo quien sin quererlo fue mi vínculo con Manson, le había dado el disco a Charlie cuando algunas de las chicas de la Familia vivían en su mansión de Sunset Boulevard. Haya creído la historia o no, la sra. Barker dijo que podíamos usar el lugar.

Extrañamente Charlie no me envió al Barker o al Myers, si no que decidió que debía quedarme en un pequeño rancho en las afueras de Oclancha, veinte millas a través del Valle de Panamint desde Golar Wash, al pié de la Sierra Nevada. El lugar pertenecía a un tipo joven que se creía cowboy y que estuvo con nosotros varias semanas en el rancho Spahn. Charlie me dijo que me quedara allí por un tiempo, así que junto al cowboy cargamos la camioneta de la Familia con algunas provisiones, tomamos un buggie arenero en el cual yo había estado trabajando, y arrancamos para Oclancha con Juan Flynn, un peón del rancho Spahn. Juan era un panameño que nunca había formado parte del círculo interno de la Familia, pero pasaba mucho tiempo con nosotros, incluso después de que Charlie amenazara con matarlo varias veces.

A dos millas de carretera, en pleno desierto, nos paró el auto del sheriff del condado. Mi primera descarga de adrenalina amainó cuando nos dimos cuenta de que los policías no tenían otra cosa en mente que encontrar una camioneta robada. Cuando supieron que veníamos del rancho Spahn llamaron refuerzos. A pesar de que la Familia Manson no tenía la mala fama que pronto obtendría, las fuerzas policiales de Chatsworth estaban al tanto de que una congregación de hippies estaba viviendo en el viejo rancho de las películas, en el paso, y sospechaban que los vehículos y las auto-partes que seguían apareciendo en las acequias detrás de los establos, eran robadas. Cuando los oficiales preguntaron, dije que mi nombre era Charles Montgomery. No era éste un alias traído de la nada. Montgomery era el apellido de soltera de mi madre. Mi primo segundo, Tom Montgomery que era el sheriff del condado de Collin, en Texas, cuatro meses después recibió un llamado de la oficina del Fiscal del Distrito del condado de Los Angeles diciéndole que me buscaban por homicidio. Supuse que era una buena broma utilizar el nombre de mi primo cerdo para engañar a los cerdos. No capté la verdadera ironía de la situación, si no mucho mas tarde.

A tres días de los grotescos asesinatos que a cada momento se propagaban más en la conciencia de América, los oficiales de la ley tuvieron bajo custodia al principal culpable y lo dejaron ir. ¡Ni siquiera descubrieron los dos motores Volkswagen robados, ocultos al fondo de la camioneta!

El Rancho Barker


El “rancho” no resultó otra cosa que una cabaña vieja e inhabitable a unos cientos de yardas del camino a Oclancha. Un canal de irrigación corría por uno de sus lados, y antes de terminar la descarga de la camioneta, decidí que sería mejor acampar que hacer el intento de limpiar la casa.

Mientras miraba al cowboy y a Juan conduciendo nuevamente a Spahn volviendo con Charlie y los otros, de súbito me di cuenta que estaba completamente solo por primera vez desde el fin de semana sangriento.

Podía ver a Oclancha pequeña al costado de la ruta, no era mucho más que una parada de camiones, brillando entre las olas de calor y polvo, pero estaba llena de extraños. Los extraños solían ser hostiles, porque no eran Familia. No había nada en Oclancha para mí. En cualquier otra dirección sólo podías ver desierto, vacío, calor y colinas peladas. Estaba solo, sin Charlie, sin Familia, sin las chicas que me buscaban para hacer el amor, solamente con mi cerebro enloquecido por compañía.

Sentía la necesidad de estirarme bajo ese sol abrasador y asar todos mis pensamientos, todas mis sensaciones. Pero mi mente no paraba de volar a toda velocidad sobre aquellas dos noches y los días subsiguientes, en los próximos días, tal vez mañana, tal vez esta noche, cuando el HelterSkelter  atronador cayera sobre el mundo. Debo comenzar a organizar los suministros; debo comenzar a buscar el Abismo sin Fondo; debo moverme; debo atrapar el tiempo que vuela como el viento en mis oídos. Mi cerebro bombardeado se debatía dentro del cráneo y no podía pararlo; ni aquel sol inmenso podía calmarlo, serenarlo y darme un descanso.

La mayor parte del día siguiente la pasé observando, esperando como un animal que sabía que la caza había comenzado. Entonces la camioneta apareció nuevamente. Esta vez el conductor era un ex convicto amigo de Charlie, que había estado deambulando alrededor de la Familia durante algunos meses. Nunca se había interesado en el Helter Skelter o en el fin del mundo; el robo a mano armada era suficiente para él. Pero la Familia le proporcionó una buena base de operaciones, mujeres a su disposición, y había sido amigo de Manson en la carcel; así que se quedó un tiempo con nosotros, haciendo algunas cosas para Charlie.

Trajo con él a los dos miembros más jóvenes de la Familia, lo cual me hizo pensar que Charlie se había tomado muy en serio mi mentira sobre el FBI o que tenía alguna otra razón y esperaba que las cosas se precipitaran. Parecía que estaba evacuando a los menores de edad del rancho Spahn, y desligándose de los problemas legales que éstos acarrearían en caso de una redada policial. Junto a los dos chicos- un chico y una chica- trajo algo de comida y dinero. La camioneta partió nuevamente hacia Spahn. Ahora tenía compañía.

No recuerdo el nombre del muchacho, pero la niña se llamaba Dianne Lake; solíamos llamarla “Snake” (serpiente). Ella era uno de los miembros más tristes de la Familia, tan joven, tenía solamente trece años cuando se nos unió (con el consentimiento de sus padres, como a Manson le gustaba presumir). Charlie solía golpearla y jalarla de los cabellos frecuentemente. Una vez la azotó con un cable, pero así y todo ella todavía lo seguía y amaba. Ahora tenía aproximadamente dieciséis, callada, siempre como pidiendo disculpas por su forma de ser.

Acampamos a la vera del canal de irrigación, nadamos desnudos, usamos algunos árboles al otro lado de la casa como baño y no hablamos mucho. Cuando fui con Dianne hasta Oclancha por comida, compré un periódico para verificar las noticias sobre los homicidios. Por lo que pude ver, la policía no tenía nada que pudiera relacionar a la Familia con las muertes  según lo publicado, así que me relajé en lo referente al llamado de mi madre. No obstante mi cabeza no paraba. Mientras estaba con Charlie, rodeado por la Familia, las cosas parecían tener cierto sentido, pero ahora clavado en el desierto con estos chicos, estaba cada vez más confundido. Incluso comencé a tener miedo nuevamente, ese tipo de miedo sin nombre que tenía cuando era chico y pensaba que mis padres iban a descubrirme en alguna  mentira, un temor que te hace sentir que tenés que hacer algo rápido para arreglar las cosas antes de que te atrapen.

Pero no sabía qué hacer. ¿Podía arreglar todo esto? Esa noche estaba tan enroscado internamente que empecé a hablar con Dianne, admitiéndole finalmente que había sido  yo quien apuñaló a la hermosa actriz rubia, que la había apuñalado varias veces, una y otra vez, que la había apuñalado porque Charlie así lo dijo. Luego de esto, Dianne estuvo más callada aún, pero no intentó escapar.

Mi desconcierto era tal, que la tarde siguiente repentinamente me fui, dejando a ambos en nuestro campamento de la acequia, caminé hasta Oclancha, hice dedo y me fui hasta Los Angeles con un camionero. Me dejó en La Ciénega a eso de las ocho de la tarde. Mientras continuaba mi viaje a dedo desde La Ciénega hasta las colinas de Hollywood y Sunset Strip, pude ver los titulares de algunos periodicuchos, en los que se intentaba afirmar que las muertes de Beverly Hills habían sido el resultado de una orgía sexual de magia negra, un problema de drogas o algo extraño en lo que las victimas se hallaban comprometidas. Mostrando mi pulgar, pensaba que todos aquellos autos que pasaban iban llenos de gente que se preguntaba quién y el porqué de estos hechos. Y yo sabía, por lo bizarro, que no me creerían si intentaba contarles, si intentara explicarles que esas siete personas fueron asesinadas brutalmente para que el mundo, como lo conocemos, comenzase a arder y que Manson Jesucristo pudiese guiar a sus niños hacia la seguridad subterránea.

En mi camino hacia el área de Sunset Strip, paré para observar las vidrieras de un local de venta de pelucas, donde trabajé la primera vez que vine desde Texas a Los Angeles, dos años atrás. Tenía muchas esperanzas por entonces: una vida nueva, una nueva persona, nunca más estaría anclado en los campos texanos. Ahora, allí estaba esta nueva persona: sucio, en estado lamentable y aislado, con la cara contra el vidrio de un local a oscuras y con el nombre de una actriz dando vueltas en mi cabeza: Sharon Tate. No había visto sus películas, no había oído sobre ella, o visto alguna foto. Lo único que supe de ella es que fue una mujer aterrorizada implorando que le permitiésemos tener su bebé antes de matarla.

Sharon Tate (1969)


No sabía por qué había ido hasta Los Angeles o a dónde me dirigía. Paré en la casa de una antigua novia, pero no hallé a nadie. Vagué un rato por Sunset Strip.  Parecía un mundo diferente al de Los Angeles que conocí cuando llegué en 1967: Hippies, tiendas sicodélicas y gente “flasheando” en las calles. Ya no había muchedumbre; los locales comenzaban a verse sórdidos.

Hice dedo hasta Laurel Canyon en el Valle. Pensé en ir hasta Spahn. Quería ver a Charlie, al menos una parte de mi así lo deseaba. Pero también quería huir de Charlie. Había huido una vez, pero él me había atraído de vuelta. Pensé en llamar a mis padres y pedirles dinero para volver a Texas, pero decidí que el primer lugar donde la policía me buscaría sería en la casa de mis viejos. Además, Charlie me había dejado aquellos dos chicos a cargo en Oclancha. No le agradaría que yo escapase. Y por mucho que quisiera escapar, ¿Adonde iría? Fui hasta la rampa de acceso a la autopista de San Diego, hice dedo para Oclancha, y llegué a la mañana siguiente. Creo que Dianne ni siquiera me preguntó adonde había estado.

Si bien nos enteramos varios días después, la mañana del sábado 16 de agosto, esa mañana en que yo había retornado de mi recorrido ida y vuelta a Los Angeles, los oficiales del sheriff habían hecho una razzia en Spahn, arrestando a Charlie y al resto de la Familia en sospecha por robo de automotores. Por segunda vez a una semana de los asesinatos, la policía tuvo en custodia a los asesinos sobre los cuales todo el mundo hablaba (al menos a algunos de ellos) y por segunda vez los dejaron en libertad, esta vez tras un par de días de arresto.  La orden judicial que había permitido el allanamiento había caducado.

A los cuatro días de mi vuelta, Dianne fue llevada por el sheriff auxiliar de Independence, mientras se encontraba en Oclancha comprando comida. Independence era el pueblo más cercano que tenía policía, a treinta millas de nuestra parada de camiones. Como solía suceder a veces a los miembros de la Familia, Dianne tenía algún tipo de enfermedad cutánea, así que cuando le dijo al auxiliar que tenía diecinueve años y andaba haciendo dedo, éste la llevó a su casa, su esposa la alimentó y le dio una pomada para la piel.

Cuando la llevó nuevamente a Oclancha, ella retornó furtivamente a nuestro campamento. La mañana siguiente, el mismo auxiliar estacionó frente a nuestra cabaña respondiendo a las quejas de algunos vecinos que nos habían visto nadar desnudos en el canal. Yo estaba durmiendo en un catre viejo a la sombra, detrás de la casa y mi corazón se aceleró cuando desperté, vi el patrullero y al oficial hablando con Dianne y el chico. Mi primer impulso fue correr, así que me metí entre los árboles. Pero se me antojó inútil, así que volví y me dirigí tranquilamente hacia el auto, diciendo que había ido a aliviarme a la espesura. Usando mi acento tejano más evidente, le dije que mi nombre era Charles Montgomery, dándole mi edad y fecha de nacimiento verdaderas. El auxiliar labró una denuncia en mi contra y se llevó a Dianne y al chico. Nunca volvimos a ver al chico. Presumo que fue enviado de vuelta con sus padres, pero Dianne estaba nuevamente en el campamento unas horas más tarde. A los pocos días, otras cinco chicas de la Familia vinieron desde Spahn y el sheriff auxiliar las traía en su auto cada vez que alguna de ellas hacía dedo en Oclancha. Creo que lo hacía en parte por amabilidad y en parte por sospecha. Cualquiera fuese la razón, no me sentía cómodo con la policía rondándonos, así que llamé a Charlie y él decidió que era el momento de que todos nos mudásemos a los ranchos de Golar Wash. Era el momento de comenzar a buscar la entrada al Abismo sin Fondo.

La semana siguiente estuvo colmada por una serie confusa de idas y vueltas entre Spahn y el desierto, acarreos demoledores de buggies y suministros por la subida pedregosa de Golar Wash, ocultamiento frenético de armas y autopartes dispersas en los canales y barrancos, y el emplazamiento del campamento en el rancho Myers. Hicimos docenas de viajes que duraban todo un día, subiendo el Golar Wash bajo el sol ardiente de agosto, trasladando todas las pertenencias de la Familia en nuestras espaldas. Un ómnibus escolar que teníamos desde hacía un año, fue traído desde Las Vegas hasta el rancho Barker. Eran los preparativos para la guerra, la guerra final. Si no encontrábamos a tiempo la entrada a nuestro paraíso en las profundidades, estaríamos listos para cuando el hombre negro viniera por nosotros; lucharíamos contra él hasta que la tierra nos tragase. Charlie parecía tener más poder que nunca. Se movía más rápido, casi podías ver la energía que brotaba de él, como esas olas de arco iris que se veían en los posters fosforescentes que teníamos en el rancho Spahn. Debíamos estar preparados; era lo que él esperaba. Así que siguiendo sus órdenes, esforzándonos hasta el desmayo, fortificamos el rancho Myers y esperamos a que todo comience.

No estábamos solos en el rancho. Además de las bandadas de murciélagos, los cuales -estábamos convencidos- provenían del abismo que tanto buscábamos, teníamos compañía humana. Un hombre llamado Paul Crockett vivía en una cabaña cercana al Myers, con él se hallaban dos muchachos que habían pertenecido a la Familia el año anterior, cuando vinimos al desierto por primera vez. Charlie los había enviado para mantener nuestra posición en los ranchos y de alguna manera se engancharon con Crockett. Él había comenzado a desprogramarlos del control de Manson, llevándolos hacia el  terreno de la Cienciología en la que se hallaba imbuido; ésta era muy similar en  terminología y conceptos a las enseñanzas de Charlie, aunque no tan peligrosa. Crockett no creía en nada de lo que había escuchado sobre el Helter Skelter o sobre lagos debajo del desierto.

Manson nunca tuvo competencia dentro de la Familia y no sabía qué hacer con este hombre de cuarenta y cinco años, especialmente porque había logrado volver en su contra a dos miembros de la Familia. Charlie había sido muy cuidadoso en no revelarnos las fuentes de sus ideas (excepto por la Biblia y los Beatles). La mayoría asumíamos que era sabiduría adquirida por sus propios medios. Ahora había alguien que podía discutir con él en su propio vocabulario, manejando el mismo lenguaje e ideas, pero reubicándolas de manera diferente. Durante un tiempo Charlie habló sobre matarlo. Finalmente ambos se sentaron y mantuvieron una maratón de tres días de conversación y discusión. Cuando finalizaron establecieron una especie de tregua recelosa, sin embargo creo que Crockett temía que Manson intentara asesinarlo hasta el momento en que lo arrestaron. Aunque nos ayudara a llevar cosas hasta el rancho, dormía con una escopeta a su lado por las noches. Lo que probablemente le salvó la vida fue una serie de pequeñas coincidencias que convencieron a Charlie de que él tenía poder, poder espiritual, energía, como la que poseía el propio Manson. Si bien Crockett no era el único amenazado de muerte, nadie fue asesinado en el desierto, al menos mientras yo estuve allí, a pesar de lo que algunas personas dijeron después. Otro viejo colega de prisión de Charlie estaba ayudando a traer cosas desde Spahn con su camión, y cuando Manson descubrió que además nos estaba robando, juró que lo mataría si volvía a verlo. Nunca volvió.

Manson parecía estar al límite, nervioso todo el tiempo, hiperactivo. Un día decidió que debíamos vivir en el rancho Myers, y al día siguiente empacamos repentinamente para mudarnos al rancho Barker, entonces cambió de opinión y nos ordenó acampar afuera y vigilar a los negros y a los cerdos. Mientras, las mujeres de la Familia iban y venían de Spahn trayendo comida y visitantes, cada día alguien diferente, siempre cambiaba de planes. Las noches eran más densas. Tomábamos ácido, entonces Charlie nos sometía a una programación realmente fuerte, es decir, destruyendo lo que quedara de nuestro ego. A veces se las tomaba conmigo, gritándome que por culpa de los asesinatos yo recibiría lo mismo. Yo había adquirido el karma de esas muertes, de la violencia, y eso volvería hacia mí como un boomerang.

“¿Te sentís culpable por lo que hiciste?” me gritó, tres o cuatro veces.

“No,” le respondí. “No me siento culpable; no siento nada.”

“Bien, quiero que te sientas culpable por ello. ¡Sentíte culpable! ¡Sentíte culpable! ¡Sentíte culpable!”

“Bueno, está bien, si eso es lo que querés, Charlie.” Pero no sentí culpa. No pude.

De repente se reía y cambiaba de tema. Las estrellas estaban desparramadas en el negro cielo sobre nosotros, y él bailaba alrededor del fuego, bailaba dentro de nuestras cabezas amenazando de muerte a todo aquel que intentara escapar. Estábamos juntos, éramos una Familia y cualquiera que intentara romper el vínculo sería degollado. En medio de todo esto, Charlie decidió que necesitábamos más buggies areneros. Finalmente concluyó que cada hombre tendría uno, formando una especie de ejército de buggies para patrullar el desierto, como lo hiciera el mariscal alemán Roemmels con sus Afrika Korps durante la segunda guerra mundial. Nunca entendí muy bien como encajaba todo esto con nuestro escape al Abismo sin Fondo, excepto que parecía que hallar el Abismo sería mucho más difícil de lo que nos había parecido en un primer momento. Mientras tanto tendríamos que luchar contra nuestros enemigos, que a veces serían los negros revolucionarios que traían el Helter Skelter, y otras veces cerdos, la policía del orden establecido. Por las noches, vigilábamos las colinas, volando sobre dunas y senderos como salvajes en nuestros buggies, indios renegados con camperas de cuero y cuchillos.

Fotografía tomada por Manson en 1968. Tres de las chicas de La Familia manejando un buggie.


Charlie nos envió a Bruce Davis y a mí a Los Angeles con tres recién llegados que habían vagado con la Familia durante unas semanas. Nuestro trabajo era robar medios de transporte. Lo hicimos. Uno de los chicos nuevos tomó un buggie arenero cero kilómetro de un lote en Long Beach para “testearlo” y se fue directamente hasta Golar Wash sin mirar atrás; yo me hice de un Jeep Toyota rojo en la calle. Cuando volvimos esa noche, el campamento había sido desplazado nuevamente. Ahora Charlie tenía una base para él y otros pocos detrás de la entrada a la mina Lotus  en Golar Wash. Se había pasado todo el día persiguiendo a dos chicas que habían huido y estaba “enchufado”, derrochaba energía. Nos colamos unos ácidos, y cuando empezó a “pegar”, Charlie sacó su cuchillo lentamente, girándolo a la luz del fuego. Ya saben el resto…

Aunque deseaba morir por Charlie, estaba cansado de deslomarme por él. Parecía que cada día había menos posibilidades de encontrar el Abismo, por más que recorriéramos el desierto, y nos metiéramos en minas abandonadas. Andábamos escasos de comida, teníamos permitido un sólo vaso de agua por día y lo peor de todo, las drogas se estaban acabando. Por primera vez comencé a preguntarme en alguna parte de mi cabeza si todo lo que Charlie decía se volvería realidad después de todo.

Él decidió que quería poseer el rancho Myers, así que envió a Catherine Gillies –a quien llamábamos “Capistrano”- a Fresno para asesinar a su propia abuela, quien era la dueña. También se suponía que debía matar a los restantes miembros de la familia que pudieran reclamar el título. Uno de los chicos nuevos la acompañaba y nunca supe qué fue lo que salió mal. Tuvo que ver con un neumático pinchado y fueron atrapados mientras simulaban ser un matrimonio. Esto debió suceder gracias al hecho de que no estaban tan muertos como el resto de nosotros, la cuestión es que la abuela sobrevivió y ellos no retornaron. Comprendo que no hayan vuelto luego de fracasar en el cumplimiento de una de las órdenes de Charlie. No lo desilusionabas, no importa lo que costara. Yo lo demostré. Pero, si bien no retornaron, tampoco lo entregaron. Tal vez no eras capaz de enfrentarte a “Dios”, pero seguía siendo Dios-Charlie, y lo respetabas.

Por entonces yo sabía que, al menos la mitad de la Familia, estaba al tanto de nuestra participación en los asesinatos en Los Angeles. Y teníamos motivos para creer que vendrían más homicidios. Charlie estaba amenazando uno por uno a los de afuera. Le daba su propio cuchillo a cada una de las chicas para que practicaran cómo degollar cerdos –tirando las cabezas hacia atrás por los cabellos, rebanando de oreja a oreja. La chica que usó de modelo para esta demostración estaba tan asustada que intentó huir, pero él la amenazó con el cuchillo y la obligó a tomar la última dosis de ácido. Las vibraciones ya no eran las de antes. Era como si el Satán que Charlie a veces  afirmaba ser, estuviera encandilando a la propia Familia. Al principio era todo un viaje, no comer, secándonos bajo el sol del desierto. Luego de todo el ácido que habíamos tomado, nos volvimos muy conscientes de nuestros cuerpos, como si pudiéramos ver debajo y a través de nuestra propia piel. Charlie dijo que era porque los cerdos se nos habían metido; debíamos cortar la comida y el agua y sudar el veneno. Podíamos ver cómo sucedía, las cosas que no eran “nosotros” hirviendo hacia la superficie de nuestra piel y goteando hacia fuera. Pero cuando comenzó a alimentar a unos burros del rancho Barker con la poca comida que nos quedaba, empecé a preguntarme si él sabía lo que estaba haciendo.

Buscando refugios y el túnel que nos llevaría a nuestro hogar bajo el desierto cubrimos casi todo el Valle de la Muerte durante septiembre. Sabíamos que la policía y los guardas del Parque Nacional nos vigilaban y esto aumentaba nuestra paranoia. Una noche encontramos un camino que habíamos estado usando cortado por una excavadora. Unas noches más tarde encontramos la máquina ofensora, le echamos nafta y la prendimos fuego. Podías ver la llamarada desde varias millas.

La gente se ve obligada en cierto punto a preguntar si Manson realmente creía que encontraríamos el Abismo sin Fondo o si era un engaño que él había fomentado sólo entre sus seguidores. Nunca lo sabré efectivamente, pero estoy convencido que él creía tanto como nosotros. Él estaba absolutamente seguro de ser Jesucristo –le había sido revelado hacía tres años en un viaje de LSD en San Francisco- así que, ¿Por qué no iba a guiarnos primero al Abismo sin Fondo para luego salir y dominar el mundo? Compartía la locura que había creado en nosotros. Era definitivamente su más ardiente discípulo.



A fines de septiembre, habiendo fallado el intento de “heredar” el rancho Myers a través del asesinato, Charlie fue donde Arlene Barker nuevamente y le propuso comprar su rancho. Le dio una nueva línea, ya no trabajaba más con los Beach Boys; ahora estaba en el negocio de la filmación y quería comprar el rancho para  los escenarios exteriores de las películas. Ella le pidió efectivo, y ahí terminó todo.

Día tras día la búsqueda continuaba sin que encontrásemos nada. Desde nuestra fogata de medianoche con la excavadora, la atención de las autoridades se había incrementado, y el 29 de septiembre el guarda Dick Powell y el oficial caminero de California James Pursell, me sorprendieron junto a algunas de las chicas en una de las acequias detrás de Barker. Corrí desnudo antes de que me hablaran. Mientras estuvieron allí, los dos oficiales quitaron partes del motor del Jeep Toyota que yo había robado el mes anterior, pero todavía andaba, así que ni bien se fueron lo llevamos hasta uno de los cañones cercanos y lo camuflamos. 

Todo el día siguiente, desde nuestros puestos de observación en las colinas, vimos a la guardia del Parque Nacional yendo y viniendo como hormigas por las rutas del desierto, buscándonos. Cuando oscureció, Charlie y yo manejamos a la luz de la Luna, examinando su reino desértico. Estaba muy tranquilo, serpenteante como un arroyo. Cuando volvimos al rancho Myers, temprano a la mañana siguiente, me dio una escopeta de doble caño que había sido robada a los padres de una de las chicas antes que dejáramos Los Angeles.  “Subí al ático,” me dijo, señalándome la parte donde el altillo se extendía por sobre el porche de la cabaña, con enormes espacios entre los tablones. “Subí con esto y esperá. Cuando aparezcan esos dos guardias, los matás”. Él se fue y yo subí al caluroso y polvoriento ático a esperar.

 


Cuando desperté en el altillo del rancho Myers la mañana posterior, al amanecer del 2 de octubre, estaba acunando una escopeta en mis brazos. Sabía por qué. Estaba aguardando para matar a dos guardias del Parque Nacional cuando llegaran buscando a los pirómanos que habían incendiado su excavadora. Charlie me dijo que los matara, como había hecho anteriormente. Miré el arma y supe, tan bien como sabía lo que me había dicho, que no iba a usarla. No iba a matar nuevamente para Charles Manson. Nunca estaré seguro por qué fui capaz de decir “no” entonces, cuando durante los pasados ocho meses había sido “si” para Charlie. Creo que tuvo que ver con estar sin drogas por dos o tres semanas. De repente no creía que fuésemos a encontrar el túnel secreto hacia el Abismo. De repente supe que el mundo no iba a terminar; de repente estaba cansado y hambriento; de repente no me importaba lo que Charlie me dijo que hiciera, todo lo que sabía es que no iba a matar a nadie. No de nuevo.

Solté el arma y bajé lo más rápido que pude. Buscando en una pila de ropa que compartíamos, tomé la mejor remera y pantalón que encontré y corrí hacia la camioneta Dodge que teníamos estacionada detrás de la casa. Parecía inevitable que los guardias llegasen en cualquier momento, mis manos temblaban mientras encendía el vehículo y bajaba a toda velocidad por el Wash. El Golar Wash nunca fue adecuado para conducir, y menos a la velocidad que estaba alcanzando, pero sabía que tenía que huir antes de que Charlie, los guardias o cualquier otro me encontrasen y me detuviesen. Sabía que si llegaba a Ballarat, el pueblo que está a unas pocas millas de la entrada al Wash, podría hacer dedo para volver a Los Angeles. Tenía que llegar a Ballarat. Finalmente salí rugiendo del Wash hasta un camino de tierra hacia el pueblo. Luego de recorrer tres cuartos del camino, me di cuenta de que me estaba quedando sin nafta. Me salí del camino y comencé a cruzar las llanuras salitrosas- para cortar camino a través de un terreno de pruebas de la fuerza aérea- hacia la ruta a Trona, a unas dieciocho millas al sudoeste. A mitad de camino en el salitral el vehículo murió, atascado en la sal y sin combustible. Yo salté afuera y comencé a caminar, dejando la puerta abierta detrás de mí. El sol golpeaba fuerte, deslumbrándome con la blancura de la sal todo alrededor. Repentinamente hubo un enorme rugido, como el del Apocalipsis que tanto había estado esperando. Me tiré al suelo mientras un avión de la fuerza aérea pasaba sobre mí, tan cerca de la llanura que pensé que iba a golpearme. Las olas sónicas retumbaron en el desierto vacío, me levanté y caminé hasta la carretera hacia Trona, donde un hombre mayor me recogió en su jeep.

Es un largo recorrido desde el desierto hasta Los Angeles, pero lo hice en un solo viaje que me llevó hasta San Bernardino. Llamé a mis padres y les dije que quería volver a casa. Cuando llegó el dinero, una hora más tarde a través de Western Union, fui a una tienda y compré un par de Levi’s, una campera y zapatos nuevos. Pero no era suficiente, estaba greñudo y sucio, con el pelo lleno de tierra y sal. Me cambié de ropa detrás de un edificio y me embuché una Big Mac. Era la primera carne que probaba en meses y pensé que iba a vomitar.

Un helicóptero me llevó desde el aeropuerto de San Bernardino al Aeropuerto Internacional de Los Angeles y mientras esperaba mi vuelo a Texas, me hice lavar y cortar el pelo. Cuando mi hermana y su marido me recogieron en Love Field, Dallas, a las cinco en punto de la mañana siguiente, lo primero que dijeron fue que mi corte de cabello de Los Angeles era todavía demasiado largo para Texas. Tan pronto como abrieron las peluquerías, me llevaron para hacerme un recorte, antes de que me vieran mis padres. “Y esta vez, que parezca un muchacho.” Estaba en casa. Texas. Copeville- una pequeña franja de construcciones blancas desparramadas a ambos lados de las vías; la tienda de mi padre y las bombas de combustible; mi madre en su cocina con la pintura de la última cena sobre la mesa. Desde donde venía esto era tan lejano como la luna, y así de irreal.

Charles "Tex" Watson


(…) Luego de mi arresto, los medios comenzaron a comparar al Charles Watson de Copeville - estudiante con honores, estrella del deporte (mi record en salto en alto todavía se mantiene), líder de la hinchada, el chico de al lado con aprobación de la multitud y ganador de trofeos - con el asesino drogado que sonreía estúpidamente desde la tapa de la revista Life con ojos vidriosos. “Si pudo ocurrirle a un joven americano modelo como éste”, el artículo y la foto parecían preguntar: “¿Qué les pasará a tus hijos?”
 
 
La Familia Manson
 
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